
Efectivamente hay muchos autores que han sentado cátedra -filósofos y literatos especialmente- porque sus ideas con respecto a la mujer en nada han ayudado a la conquista de los derechos y al progreso de su libertad de acción.
Ya sé que a ningún autor le gusta que extracten párrafos de sus escritos para tergiversarlo. No pienso hacer eso, pero sí es verdad que lo que se escribe, escrito está. Ortega decía que la verdad se inventa, y es completamente certero, como eficaz es el tratamiento que “de forma espontánea” algunos autores conceden a otros. Recomiendo la lectura de El hombre y la gente de este controvertido y contradictorio filósofo que, como cada hijo de vecino, yo también lo soy con toda probabilidad, aportó al panorama de la consideración como individuo de la mujer en la vida. No sé si soy lo que escribo, tampoco sé si soy por lo que lucho y tampoco tienen mis escritos que responder sistemáticamente a mi manera de vivir la vida, en general. La invención de la verdad es un concepto más o menos cierto que para dominar a ciertas masas responde y mucho. Las personas que no tienen sentido crítico -bien porque no lo han conseguido en la escuela o porque no leen para ello- como tal tienen que creer cualquier cosa que se les diga y ya son rehenes.
En este libro descubrimos su rabieta infantil contra Simone de Beauvoir y su Le deuxième sexe, algo bastante habitual entre filósofos. Por ejemplo, cuando escribe: “En cambio, creer, como de su escrito se desprende, que una mujer es más persona cuando no «existe» preocupada por el hombre, sino ocupada en escribir un libro sobre Le deuxième sexe nos parece ya algo más que simple confusión.”
Las mujeres no podemos ser filósofos porque ellos lo dicen, básicamente. En ell texto de mañana hablaré de La mujer del filósofo de Galdós un texto misógino como muchas de sus páginas y actitudes frente a una mujer que ya estaba en lucha. Es decir que no podemos otorgarle el beneplácito de “era un autor de su tiempo”. Para nada. Así como Flaubert, Balzac, el propio Galdós, la Pardo Bazán…todos los autores realistas que por mil veces hemos asegurado que eran autores “feministas” y adelantados a su tiempo…me desdigo completamente. Es la escritura de la cobardía porque ellos -intelectuales estupendos, grandes escritores de ayer y hoy- sí que conocían la realidad de las mujeres, sus capacidades y el impedimento social para crecer, por lo tanto, se les juzga por lo que saben. No defendieron nada, expusieron sin más
Pero lo que se escribe es un arma, la pluma siempre ha sido una espada y bueno, juzgue el lector con estos extractos a partir de los cuales ya podría escribir Ortega unas obras completas para desdecirse porque desde luego lo dicho, dicho está. Sé que en algunas ocasiones se ha intentado “salvar” el pellejo del machito filósofo, pero yo digo que cuando comencé a leer sus textos, me pareció un supresor más, un odiador (sin que él lo supiera) de mujeres y más de mujeres inteligentes y con formación. Un trauma para una joven adolescente que era yo, leyendo sus libros.
Siendo yo joven volvía en un gran transatlántico de Buenos Aires a España. Entre los compañeros de viaje había unas cuantas señoras norteamericanas, jóvenes y de gran belleza. Aunque mi trato con ellas no llegó a acercarse siquiera a la intimidad, era evidente que yo hablaba a cada una de ellas como un hombre habla a una mujer que se halla en la plenitud de sus atributos femeninos. Una de ellas se sintió un poco ofendida en su condición de norteamericana. Por lo visto, Lincoln no se había esforzado en ganar la guerra de Secesión para que yo, un joven español, se permitiese tratarla como a una mujer. Las mujeres norteamericanas eran entonces tan modestas que creían que había algo superior a «ser mujer». Ello es que me dijo: «Reclamo de usted que me hable como a un ser humano.» Yo no pude menos de contestar: «Señora, yo no conozco ese personaje que usted llama «ser humano». Yo sólo conozco hombres y mujeres. Como tengo la suerte de que usted no sea un hombre, sino una mujer -por cierto, espléndida-, me comporto en consecuencia.» Aquella criatura había padecido, en algún College, la educación racionalista de la época, y el racionalismo es una forma de beatería intelectual que al pensar sobre una realidad procura tener a ésta lo menos posible en cuenta. En este caso había producido la hipótesis de la abstracción «ser humano». Debía tenerse siempre en cuenta que la especie -y la especie es lo concreto y real- reobra sobre el género y lo especifica. Que las formas del cuerpo femenino se diferencian bastante de las del cuerpo masculino no sería causa suficiente para que en él descubramos la mujer.
(…)La mujer, vive en perpetuo crepúsculo; no sabe bien si quiere o si no quiere, si hará o no hará, si se arrepiente o no se arrepiente. Dentro de la mujer no hay mediodía ni medianoche: es crepuscular. Por eso es constitutivamente secreta. No porque no declare lo que siente y le pasa, sino porque normalmente no podría decir lo que siente y le pasa. Es para ella también un secreto. Esto proporciona a la mujer la suavidad de formas que posee su «alma» y que es para nosotros lo típicamente femenino. Frente a las aristas del varón, la intimidad de la mujer parece poseer sólo delicadas curvas. La confusión, como la nube, tiene formas redondas. A ello corresponde que en el cuerpo de la mujer la carne tienda siempre a finísimas curvaturas, que es lo que los italianos llaman morbidezza.
En un tiempo como el nuestro en que, si bien menguante, sufrimos la manía de creer que las cosas son mejores cuando son iguales, la anterior afirmación irritará a muchas gentes. Pero la irritación no es buena garantía de la perspicacia. En la presencia de la Mujer presentimos los varones inmediatamente una criatura que, sobre el nivel perteneciente a la humanidad, es de un rango vital algo inferior al nuestro. No existe ningún otro ser que posea esta doble condición: ser humano y serlo menos que el varón. En esa dualidad estriba la sin par delicia que es para el hombre masculino la mujer. La susodicha manía igualitaria ha hecho que en los últimos tiempos se procure minimizar el hecho -uno de los hechos fundamentales en el destino humano- de la dualidad sexual.
Porque se olvida demasiado que el cuerpo femenino está dotado de una sensibilidad interna más viva que el del hombre, esto es, que nuestras sensaciones orgánicas intracorporales son vagas y como sordas comparadas con las de la mujer. En este hecho veo yo una de las raíces de donde emerge, sugestivo, gentil y admirable el espléndido espectáculo de la feminidad. La relatividad hiperestesia de las sensaciones orgánicas de la mujer trae consigo que su cuerpo exista para ella más que para el hombre el suyo.
En la mujer, por el contrario, es solicitada constantemente la atención por la vivacidad de sus sensaciones intracorporales: siente a todas horas su cuerpo como interpuesto entre el mundo y su yo, lo lleva siempre delante de sí, a la vez como escudo que defiende y rehén vulnerable. Las consecuencias son claras: toda la vida psíquica de la mujer está más fundida con su cuerpo que en el hombre; es decir, su alma es más corporal, pero, viceversa, su cuerpo convive más constante y estrechamente con su espíritu; es decir, su cuerpo está más transido de alma. Ofrece, en efecto, la persona femenina un grado de penetración entre el cuerpo y el espíritu mucho más elevado que la varonil.
En este último extracto que a este Diario traigo, juzgue la lectora el paternalismo radical, el fino doble sentido y por dónde van los tiros hoy a raíz de textos como éstos y póngase en guardia:
Vista a la luz de la idea que expongo, nada más natural y, a la par, inevitable. Su nativa contextura fisiológica impone a la mujer el hábito de fijarse, de atender a su cuerpo, que viene a ser el objeto más próximo en la perspectiva de su mundo. Y como la cultura no es sino la ocupación reflexiva sobre aquello a que nuestra atención va con preferencia, la mujer ha creado la egregia cultura del cuerpo, que históricamente empezó por el adorno, siguió por el aseo y ha concluido por la cortesía, genial invento femenino que es, en resolución, la fina cultura del gesto. El resultado de esta atención constante que la mujer presta a su cuerpo es que éste nos aparece desde luego como impregnado, como lleno todo él de alma. En esto se funda la impresión de debilidad que su presencia suscita en nosotros. Porque, en contraste con la sólida y firme apariencia del cuerpo, el alma es algo trémulo, el alma es algo débil. En fin, la atracción erótica que en el varón produce no es, como siempre nos han dicho los ascetas, ciegos para estos asuntos, suscitada por el cuerpo femenino en cuanto cuerpo, sino que deseamos a la mujer porque el cuerpo de Ella es un alma.
[1] El texto en cursiva es el de Ortega y Gasset del mencionado libro El hombre y la gente que no eran sino textos que el autor publicó en la Argentina, en el otoño de 1939 en forma de folleto, para uso de los asistentes al segundo ciclo de su curso sobre El hombre y la gente.] Después recogidos En Obras completas, tomo VI, y en el volumen Ideas y creencias.