
LA GUERRA CARLISTA. VOL. I
LOS CRUZADOS DE LA CAUSA POR DON RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN
MADRID: MCMVIII LIBRERÍA DE
VICTORIANO SUÁREZ: PRECIADOS, 48 Imp. de Balgañón y Moreno Pelayo, 86. -MADRID
Caballeros en mulas y á su buen paso de andadura, iban dos hombres por aquel camino viejo que, atravesando el monte, remataba en Viana del Prior. A tiempo de anochecer entraban en la villa espoleando. Las mujerucas que salían del rosario, viéndolos cruzar el cementerio con tal prisa, los atisbaron curiosas sin poder reconocerlos, por ir encapuchados los jinetes con las corozas de juncos que usa la gente vaquera en el tiempo de lluvias, por toda [12] aquella tierra antigua. Pasaron los jinetes con hueco estrépito sobre las sepulturas del atrio, y las mujerucas quedáronse murmurando apretujadas bajo el porche, ya negro á pesar del farol que alumbraba el nicho de un santo de piedra. Voces de viejas murmuraron bajo el misterio de los manteos:
-¡Son las caballerías del palacio!
-Esperaban, días hace, al señor mi Marqués. Viene para levantar una guerra por el rey Don Carlos.
-¡Y el sacristán de las monjas espareció!
-Bajo el Crucero de la Barca, dicen que hay soterrados cientos de fusiles.
-El sacristán no se fué sólo, que con él se partieron cuatro mozos de la aldea de Bealo. Á todos los andan persiguiendo.
-No quedará quien labre las tierras. Aquellos [13] mozos que no van á la guerra por la su fe, luego se van por la fuerza á servir en los batallones del otro rey.
-¡Nunca tal se vió como agora! ¡Dos reyes en las Españas!
-Bárbara la Roja, que tiene al marido contrabandista, va diciendo por ahí que el sacristán dejóse ver con una partida en la raya de Portugal.
-¡Santo fuerte, si lo cogen lo afusilan!
-¡No hay plaga más temerosa que la guerra que se hacen los reyes!
-¡Las Españas son grandes, y podían hacer partición de buena conformidad!
-Son reyes de distinta ley. Uno buen cristiano, que anda en la campaña y se sienta á [14] comer el pan con sus soldados, el otro, como moro, con más de cien mujeres, nunca pone el pie fuera de su gran palacio de la Castilla.
Amenguaba la lluvia, y las viejas dejaron el abrigo del porche, encorvadas bajo los manteos, chocleando los zuecos. Se dispersaron, y algunas pudieron ver que estaban iluminadas las grandes salas del palacio de Bradomín. El Marqués acababa de descabalgar ante la puerta que aún conservaba, partidas en dos pedazos, las cadenas del derecho de asilo. El caballero legitimista venía enfermo, á convalecerse en aquel retiro de una herida alcanzada en la guerra.
[15]
Han encendido fuego en la gran sala del palacio, y allí, al toque de las ánimas, le sirven la colación al viejo dandy. El mayordomo, que había ido á esperarle con las mulas, viene á entretenerle con historias sin interés. Después llegan dos clérigos, canónigos de la Colegiata, Los dos habían recibido recado del caballero, que traía para ellos órdenes del Cuartel Real. Ninguno le conocía, porque eran veinte años los que llevaba ausente el famoso Marqués. [16] Todo entre ellos fué plática de cortesanías, hasta que, levantados los manteles, salió el mayordomo y el caballero cerró con noble empaque las cuatro puertas de la sala. Los canónigos cambiaron una mirada, y el viejo dandy, avanzado hacia el centro de la estancia, exclamó:
-¡Saludemonos *Saludémonos*, como cruzados de la Causa!
Estas palabras bastaron para que los clérigos se emocionasen. Las habían oído otras muchas veces, ellos mismos solían repetirlas, y sólo entonces, pronunciadas por aquel anciano caballero que volvía de la guerra con un brazo de menos, las sintieron resonar dentro del alma como palabras de oración. Tenían un sentido religioso y combatiente, un rebato de somatén, en el silencio de aquella sala y en los labios de aquel prócer que volvía después de veinte [17] años. Uno de los canónigos dijo con grave dignidad:
-Como sacerdotes, somos cruzados de la milicia cristiana, y el rey legítimo defiende la causa de Dios.
El otro tonsurado asentía moviendo la cabeza y entornando los ojos: Solo era canónigo, y por timidez dejaba la palabra á su compañero que era Maestre-Escuela. Después, como todos callasen, murmuró con una llama de amor en los ojos y la voz enajenada:
-¡Cruzados cual aquellos que iban á redimir el Santo Sepulcro!
El Maestre-Escuela, como era mucho más soldado que contemplativo, interrogó:
-¿Qué tal marchan los asuntos de la guerra, Señor Marqués?
El Marqués de Bradomín meditó un momento, [18] con los ojos distraídos sobre las llamas que se retorcían bajo la gran campana de la chimenea. Al responder mostraba una sonrisa triste:
-Los asuntos de la guerra están inciertos, Señor Maestre-Escuela. Sobran soldados y falta dinero.
-¡Tenemos corazones, porque esos los da Dios!
El Maestre-Escuela hacía pliegues al manteo, con el ceño adusto:
-¿Y no habrá algún judío que nos preste? Sin oro no hay fusiles y sin fusiles no hay soldados… Es fuerza buscarlo y encontrarlo.
El caballero legitimista repuso casi sin esperanza:
-Por la Junta de Santiago, ustedes conocen [19] el motivo de mi viaje. Es preciso que los leales nos sacrifiquemos, y para dar ejemplo, yo comenzaré vendiendo este palacio y las rentas de mis tres mayorazgos. Todo lo que tengo en esta tierra.
Los dos canónigos se entusiasmaron, y aquél de los ojos místicos é ingénuos *ingenuos* juntó las manos con fervor:
-¡Resucitan las antiguas virtudes cristianas en estos tiempos de persecuciones contra la Iglesia de Dios!
El Maestre-Escuela comentó con espíritu menos beato:
-¡Quien heredó grandeza, grandeza muestra!… ¡Y es ascendencia de reyes la de nuestro querido Marqués!
El viejo dandy repuso con una sonrisa de amable ironía:
[20] -De reyes y de papas… En lo antiguo, mi familia tuvo enlace con la del cardenal Rodrigo de Borgia.
El Maestre-Escuela afirmó con un dejo militar:
-El papa español Alejandro VI.
-¡Ya no hay papas españoles! En estos momentos un papa español podría decidir el triunfo de la Causa…
Tornó á sonreir el caballero legitimista:
-Sobre todo si era pariente mío.
El Maestre-Escuela, poniéndose una mano sobre la boca, tosió discretamente. Después recogióse los manteos, hasta lucir los zapatos con hebillas de plata, y habló en tono de sermón, accionando solamente con la mano derecha, una mano blanca y un poco gruesa, que parecía reclamar la pastoral amatista:
[21] -Por el triunfo de la religión, de la patria y del Rey, haremos cuanto sea dable. Creo interpretar en este momento el sentir de todo el Cabildo de Nuestra Santa Iglesia Colegiata. Haremos por la fe, aquello que hemos visto hacer por el infierno al impío Mendizábal. Nuestra Iglesia, afortunadamente, aún es rica en plata y en joyas, tesoros que fueron ocultos cuando los bárbaros decretos del Gobierno de Isabel. Hay mucha más riqueza de metales finos y de pedrería, que riqueza artística. Con ella, y con nuestros bienes personales, acudiremos á sostener la guerra. Pero no seremos vandálicos, como lo fueron al despojarnos los sicarios de Mendizábal. ¡Pronunciemos el nombre sin adjetivos, porque en sus letras lleva todos los estigmas! Las joyas artísticas serán respetadas, y de esta suerte reservaremos toda entera, para [22] aquel hombre infausto, la triste gloria de haber sido un nuevo Atila.
Y el canónigo de los ojos místicos, aseguró:
-Así debía ser llamado, si no le reclamase el nombre de Antecristo.
El Maestre-Escuela, después de oirle, cruzó las manos con esa gravedad señoril y modesta de algunos eclesiásticos, y al hablar de nuevo lo hizo sin tono de sermón:
-Por mis aficiones, y un poco también por mis estudios, me siento inclinado hacia las cosas de arte… Creo continuar así la tradición de la Iglesia… ¡Los más grandes artistas tuvieron á los papas por Mecenas! Julio II fué protector de Rafael de Urvino, como lo fué Alejandro VI del Pinturichio, y Paulo IV de Tiziano Vecellio. Las riquezas artísticas de nuestra Colegiata, me son bien conocidas, y de todas tengo [23] escrita una compendiosa historia: Son donaciones de obispos y de piadosos caballeros, algunas, ofrendas de reyes… La iglesia es muy antigua, data su fundación de una bula del papa Inocencio II. El primitivo claustro románico se conserva purísimo, y el resto no ha sufrido grandes restauraciones. Como tantas iglesias gallegas, data del arzobispado de Gelmirez. Pertenece al mismo momento que el Real Monasterio de András. ¡Esa joya, convertida en cuartel por los vándalos isabelinos!
Después, los dos canónigos y el caballero legitimista acordaron verse al día siguiente en la Sala Capitular. Urgía que los soldados tuviesen pronto fusiles.
[25]
La llegada del caballero legitimista, aquella misma noche corrió en lenguas por Viana del Prior. A la casa grande del vinculero, como seguían diciendo por tradición en la villa, llevó la nueva un criado que llamaban en burlas Don Galán. El amo, un viejo con ese hermoso y varonil tipo suevo tan frecuente en los hidalgos de la montaña gallega, dió grandes voces, en son de regocijo y de sorpresa:
-¿Dices que acaba de llegar mi sobrino [26] Bradomín? ¡Gran señor, gran ingenio, gran corazón!… ¡Mala cabeza!…
La voz tenía una hueca resonancia en aquella cocina de la casona. Don Juan Manuel Montenegro, sentado ante una mesa cubierta con manteles de lino casero, cenaba al amor del hogar, acompañado por dos de sus hijos. Servíales á los tres una moza, barragana del viejo. Tenía los ojos azules y cándidos, con algo de flor, era casi una niña: Siempre que posaba las viandas sobre la mesa, las manos le temblaban y los hijos del hidalgo la seguían de soslayo, con celo y con rencor. Eran dos mancebos muy altos, cetrinos, forzudos y encorvados. El uno, cruzaba con desgaire bajo el brazo la bayeta de un manteo, y en el remate de su silla había colgado el tricornio que aún usan los seminaristas en Viana del Prior: Se llamaba Don Farruquiño. [27] Al otro, por la belleza de su rostro, le decían en su casa y en toda aquella tierra, Cara de Plata. Los dos comentaron la llegada del Marqués de Bradomín:
-En el aula de filosofía contó ayer un lagarto viejo, que Bradomín estaba en Santiago.
Y Cara de Plata, mirando á la barragana de su padre, replicó con un gesto sombrío:
-Viene para encender la guerra. Yo haré que me nombren capitán. Desapareceré para siempre.
El seminarista miró también á la barragana, y le guiñó un ojo con malicia. El hidalgo vió el guiño, frunció el ceño y apuró el vaso. La barragana se acercó temblando y volvió á llenárselo. Cara de Plata, después de un momento, murmuró reflexivo y melancólico:
[28] -¡Siento no haber sabido antes la llegada del Marqués!
Bajo la bóveda de la cocina resonó la voz de Don Juan Manuel:
-En otro tiempo, mi sobrino hubiera entrado en la villa á son de campanas. Es privilegio obtenido por la defensa que hizo uno de sus antepasados, y también mío, cuando arribaron á estas playas los piratas ingleses.
Al Marqués de Bradomín, el orgulloso vinculero le llamaba sobrino, bien que sólo los uniesen esos lejanos lazos de parentesco que casi se pierden en una tradición familiar. Los hijos permanecieron silenciosos. Cara de Plata con una grave expresión de ensueño en los ojos, y el seminarista sonriendo á la zagala de las vacas que, toda roja en el reflejo del fuego, sorbía las berzas del caldo arrimada á un canto del hogar. [29] Don Galán, que era un criado nacido en la casa, giboso, y bufonesco á la manera antigua, sacó la lengua fuera de la boca, imitando al papa-moscas de la fiesta:
-¡Habrá que beber un jarro para celebrar la santísima aparición del señor mi Marqués! ¡Jujú!
Don Juan Manuel Montenegro se incorporó dando grandes voces, que hicieron ladrar á los perros atados en el huerto bajo la parra:
-¡Imbécil, quién eres tú para celebrar la llegada de tan noble caballero como mi sobrino?
Don Galán, sacó otra vez la lengua:
-Algún can traerá consigo… Todo se arregla en este mundo, menos la muerte… ¡Jujú! Beba mi amo por la salud del sobrino, que yo beberé por la del can. ¡Jujú!
[30] Otra vez volvió á gritar el hidalgo:
-¿Pero quién eres tú para beber conmigo?
-¡Jujú! El mismo que bebió tantas otras veces.
-Un día te arranco la piel á tiras.
El vinculero reía con una gran risa violenta que le arrebolaba el rostro. De improviso se alzó de su asiento el hermoso segundón y arrojó al criado el plato lleno de huesos:
-Con los canes se reparten los mendrugos, pero no se bebe.
Descolgó su sombrero, que estaba en el clavo [31] de una viga, y se dirigió á la puerta. Don Galán se apartó arrastras como un perro. Aquel viejo patizambo que, como los bufones reales, jugaba de burlas con su amo, temblaba ante los segundones y procuraba esquivarles. Cara de Plata gritó á la zagala del ganado:
-Rapaza, coge el candil y alumbra.
La zagala posaba el cuenco del caldo, para requerir el candil, cuando se adelantó la otra niña, barragana del vinculero:
-Sigue comiendo. Yo alumbraré.
Tomó el candil y salió delante del segundón. En la puerta, mientras levantaba los tranqueros, le dijo con voz tímida:
-¿De veras te vas á la guerra, Carita de Plata?
El hermoso segundón la miró sorprendido, poniéndose muy pálido:
-Otras cosas dices que no salen ciertas.,.
Y la niña alzó los ojos inocentes, sonriendo con dulzura. Tardaba en quitar los tranqueros y Cara de Plata la rechazó, alzándolos él y franqueando la puerta. La niña suspiró:
-¡No seas loco, Carita de Plata!
El segundón cogió entre sus manos la cabeza cetrina de la muchacha, y la miró en los ojos, tan cerca, que sus pestañas casi se tocaban:
-No sé cómo fué… Tu padre llegó una noche y tía lo entró…
Cara de Plata le oprimía la cabeza hasta hacerla daño:
-¡Infame viejo! Si no me fuese de esta tierra, acabaría por matarlo.
[33] -¡Ahora los dos tenemos que quererle!…
Y la niña huyó asustada, apagando al correr la luz del candil. Subiendo la escalera oía la voz del vinculero y su risa violenta y feudal:
-¡Don Galán, trae un jarro del vino blanco de la Arnela!
[35]
El Marqués de Bradomín madrugó para oir misa en el convento de donde era abadesa una de sus primas, aquella pálida y visionaria Isabel Montenegro y Bendaña. El viejo caballero, al recordarla, sentía una tristeza de crepúsculo en su alma. ¡Cuántas veces había pasado la muerte su hoz! De aquellas tres niñas con quienes había jugado en el jardín señorial, sólo una vivía. Como en el fondo de un espejo desvanecido, veía los rostros infantiles, las bocas risueñas, [36] los ojos luminosos. Evocaba los nombres: ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Y aspiraba en ellos el aroma del jardín en otoño con sus flores marchitas, y una emoción musical y sentimental. ¡María Isabel! ¡María Fernandina! ¡Concha! Los claros nombres resonaban en su alma con un encanto juvenil y lejano. El amable Marqués de Bradomín tenia *tenía* lágrimas en los ojos al entrar en el locutorio del convento donde le esperaba su prima la vieja abadesa, aquella pálida y visionaria María Isabel. La monja se levantó el velo:
Era alta, ojerosa, con las manos tan blancas, que parecían hechas del pan de las hostias. Hizo sentar á Bradomín en un sillón que había al pie de la reja, y en seguida preguntó por los asuntos de la guerra y de la Corte de Don Carlos:
[37] -¿Cómo están los Señores? ¡Dios los conserve siempre en salud! ¿Y el príncipe está muy crecido? ¿Y la infantina?
-El príncipe, deseando tenerse bien á caballo para salir á campaña con su padre.
Y el caballero legitimista se emocionó como siempre que hablaba de la familia de su Rey. La monja era curiosa:
-En las provincias donde hay guerra, todos son soldados, lo mismo los hombres que las mujeres, y hasta las piedras.
-¡Es Dios Nuestro Señor que lo hace! ¿Dime, y tú qué traes á esta tierra?
-Vender mi palacio y todas mis rentas…
-No lo hagas… Sobre todo el palacio… Esas piedras, aun cuando sean vejeces, deben conservarse siempre.
[38] -Lo vendo para comprar fusiles.
-De todos modos es triste. ¡Á qué manos irá!
El Marqués de Bradomín tuvo una sonrisa dolorosa y cruel:
-Á las manos de algún usurero enriquecido. No hablemos de ello. Vendo el palacio como vendería los huesos de mis abuelos. Sólo debe preocuparnos el triunfo de la Causa. La facción republicana, que ahora manda, es una vergüenza para España.
La monja murmuró con los ojos brillantes:
El caballero legitimista repuso con sencillez:
-Son tantos los que hacen esto que yo hago.
La monja acercó su rostro á la reja:
-En el convento tuvimos un sacristán que [39] se fué á levantar una partida en la raya de Portugal. Yo le dí todas las alhajas que habían sido de mi madre, y sentí alegría al hacerlo. Se las tenía ofrecidas á la Virgen Santísima, y tuve que conseguir una dispensa. ¿Tú también tratas de levantar gente en armas? ¡Por Dios, si lo haces, no fusiles á nadie! ¡En la otra guerra los dos bandos fusilaron á tanta gente! Yo era niña y me acuerdo de las pobres aldeanas vestidas de luto que llegaban llorando á nuestra casa, iban á que mi madre les diese una limosna para mandar decir misas de sufragio.
El caballero legitimista sintió despertar su alma feudal:
-Se ha perdido aquella tradición tan militar y tan española.
La monja le miró fíjamente *fijamente*, con las manos cruzadas sobre el escapulario del hábito:
[40] -¡Nuestro Señor Jesucristo nos ordena ser clementes!
-En la guerra, la crueldad de hoy es la clemencia de mañana. España ha sido fuerte cuando impuso una moral militar más alta que la compasión de las mujeres y de los niños. En aquel tiempo tuvimos capitanes y santos y verdugos, que es todo cuanto necesita una raza para dominar el mundo.
-Xavier, en aquel tiempo, como ahora, hemos tenido la ayuda de Dios.
El Marqués de Bradomín no respondió, y la monja puso en el suelo sus ojos ardientes y visionarios. Las manos, siempre cruzadas sobre el hábito, eran tan blancas que parecían tener una gracia teologal para obrar milagros. Después de un momento, dijo bajando [41] el velo que hasta entonces había tenido levantado:
-Xavier, es hora de rezo y tengo que dejarte. Yo te rogaría que volvieses mañana, si no te cansa mucho… Aún tenemos que hablar.
El viejo dandy se alzó del sillón dando un suspiro:
-¡Adiós Madre Abadesa, hasta mañana!
La monja, al retirarse, pegó el rostro á la
reja y le dijo en voz muy baja y confidencial:
-¡Estoy pisando sobre fusiles!
[43] continuará….
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