
RAO Dedicado a José Montesdeoca
Explicando su ingreso en el partido republicano
A continuación, publicamos tres interesantes documentos políticos de Galdós, a la os que nos hemos referido. Reproducimos en primer lugar el mensaje que, explicando su ingreso en el partido republicano, envió el 6 de abril de 1907 a don Alfredo Vicenti, director de El Liberal, siendo publicado en este periódico, y en otros de la corte. Dice así.
Mi querido amigo: teniendo que ausentarme d Madrid, espero de su buena amistad que me preste su voz y su corazón para expresar a los republicanos de ese distrito lo que mi voz y el corazón mio no pueden hoy manifestarles. Lo primero es que de mi amor entrañable al pueblo de Madrid dan testimonio treinta y cinco años de trato espiritual con este noble vecindario. No necesito decir cuánto me enorgullece ostentar un lazo de parentesco ideal con el estado llano matritense, es quien, desde principios del pasado siglo, se vincularon el sentimiento liberal y la función directiva; lazo de parentesco también con las muchedumbres desvalidas y trabajadoras. La acción de estas se ha manifestado en la historia, como acreditan páginas inmortales; se manifiesta siempre en la vida común del pueblo, como atestiguan su tenaz lucha por la existencia y su constancia en el sufrimiento.
Diga usted también que he pasado del recogimiento del taller al libre ambiente de la plaza pública, no por gusto de la ociosidad, sino por todo lo contrario. Abandono los caminos llanos y me lanza a la cuesta penosa, movido de un sentimiento que en nuestra edad miserable es considerado como ridícula antigualla, el patriotismo. Hemos llegado a unos tiempos en que al hablar del patriotismo parece que sacamos de los museos o de los archivos históricos un arma vieja y enmohecida. No es así: ese sentimiento soberano lo encontramos a todas horas en el corazón del pueblo, donde para bien nuestro existe y existirá siempre en toda su pujanza. Despreciemos las vanas modas que quieren mantenernos en una indolencia fatalista; restablezcamos los sublimes conceptos de fe nacional, amor patrio y conciencia pública, y sean nuevamente bandera de los seres viriles frente a los anémicos y encanijados.
Jamás iría yo adonde la política ha venido a ser, no ya un oficio, sino una carrerita de las más cómodas, fáciles y lucrativas, constituyendo una clase, o más bien un familión vivaracho y de buen apetito que nos conduce y pastorea como a un dócil rebaño. Voy adonde la política es función elemental del ciudadano con austeras obligaciones y ningún provecho, vida de abnegación sin más recompensa que los serenos goces que nos produce el cumplimiento del deber. A los que me preguntan la razón de haberme acogido al ideal republicano les doy esta sincera contestación: tiempo hacía que mis sentimientos monárquicos estaban amortiguados; se extinguieron absolutamente cuando la ley de Asociaciones planteó en pobres términos el capital problema español; cuando vimos claramente que el régimen se obstinaba en fundamentar su existencia en la petrificación teocrática. Después de esto, que implicaba la cesión parcial de la soberanía, no quedaba ya ninguna esperanza. ¡Adiós ensueños de generación, adiós anhelos de laicismo y cultura! El término de aquella controversia sobre la ley Dávila, fue condenarnos a vivir adormecidos en el regazo frailuno, fue añadir a las innumerables tiranías que padecemos el aterrador caciquismo eclesiástico.
En aquella ocasión crítica sentí el horror al vacío, horror a la asfixia nacional, dentro del viejo castillo en que se nos quiere tapiar y encerrar para siempre, sin respiro ni horizonte. No había más remedio que echarse fuera en busca de aire libre, del derecho moderno, de la absoluta libertad de conciencia con sus naturales derivaciones, principio vital de los pueblos civilizados. Es ya una vergüenza no ser europeos más que por la geografía, por la ópera italiana y por el uso desenfrenado de los automóviles.
Al abandonar, ávido de aire y luz el ahogado castillo, veo en toda la extensión del campo circundante las tiendas republicanas. Entro en ellas; soy recibido por sus moradores con simpatía, como un combatiente más, y al mostrarles mi gratitud por su fraternal acogimiento, les digo: “sitiadores, agrandad vuestras tiendas, que tras de mi han de venir muchos más. Muchos vendrán conforme se vayan recobrando de la pereza y timidez que entumecen los ánimos. Las deserciones del campo monárquico no tendrán fin: los desaciertos de la oligarquía serán acicate contra la timidez; sus provocaciones, latigazos contra la pereza. Vuestra legión, ya muy crecida, será tan grande que para rendir el castillo no necesitará emplear las armas. Triunfará con un arma más fuerte que la fuerza misma, con la lógica formidable, que siempre, en la debida sazón, engendra los hechos históricos.
Para concluir, recomiendo al amigo otra manifestación que debe hacer en mi nombre. Ingreso en la falange republicana, reservándome la independencia en todo lo que no sea incompatible con las ideas esenciales de la forma de Gobierno que defendemos. Coadyuvaré en la magna obra con toda mi voluntad. No me arredra el trabajo. Cada cual tiene su forma personal de transmitir las ideas. La forma mía no es la palabra pronunciada, sino la palabra escrita, medio de corta eficacia, sin duda, en estas lides. Pero como no tengo otras armas, estas ofrezco, y estas pongo al servicio de nuestro país.
Identificando con mis dignísimos compañeros de candidatura, iré con ellos y con toda la inteligencia y entusiasta masa del partido, a las batallas que hemos de sostener para levantar a esta nación sin ventura de la postración en que ha caído. Sin tregua combatiremos la barbarie clerical hasta desarmarla de sus viejas argucias; no descansaremos hasta desbravar y allanar el terreno en que debe cimentarse la enseñanza luminosa, con base científica, indispensable para la crianza de generaciones fecundas; haremos frente a los desafueros del ya desvergonzado caciquismo, a los desmanes de la arbitrariedad enmascarada de justicia, a las burlas que diariamente se hacen de nuestros derechos y franquicias a costa de tanta sangre arrebatadas al absolutismo. Y por fin acudiremos al socorro de la nacionalidad, sí, como parecen anunciar los nubarrones internacionales, se viera en peligro de naufragio total o parcial, que nada está seguro en estos tiempos turbados, y en los mas obscuros y tempestuosos que asoman por el horizonte. Salud a todos y unión y firmeza.
De usted invariable amigo Benito Pérez Galdós 6 de abril de 1907
La protesta de Galdós contra la política, seguida por el gobierno presidido por Maura, en 1909, que insertaron varios periódicos y se leyó en diversos actos públicos:
Al pueblo español
Ha llegado el momento de que los sordos oigan, de que los distraídos atiendan, de que los mudos hablen. El que esto escribe, teniéndose por el más mudo de los hombres, se atreve a sacar del pecho una voz, y arrojarla, como piedra en el charco, en la dormida superficie de la nación española, para que ésta rompa el estupor medroso con que contempla los desatinos de política y guerra que la llevan a insondables precipicios.
Hablo sin que nadie me lo mande, y respondo sin que nadie me lo pregunte, por irresistible impulso de mi conciencia y exaltación de mi fe en el porvenir de la patria, sin evocar otro título ni otro fuero que el fuero y titulo español, porque esto basta y sobra para opinar públicamente en días de peligro. Ni aun tomaré el nombre y razones del partido político a que pertenezco. Quiero subirme adonde pueda encontrar la máxima extensión del auditorio.
Bien sé que no tengo autoridad; sé también que en este caso no la necesito. Un sentimiento inefable, la grave aflicción ante los males presentes y ante los que dejan entrever los sombríos horizontes me habilitan para decir a mis conciudadanos lo que estimo verdadero y saludable, y lo digo sin temor y sin reserva. Mi patriotismo es de puro manantial de roca, intenso, desinteresado, y con él no se mezcla ningún móvil de ambición.
Ya es hora de que afrontemos las calamidades de estos tiempos, los más azarosos que he visto en cuarenta años, o más, de presenciar la corriente viva de la historia. Ya es hora de oponer a los atrevimientos de nuestros gobernantes algo más que el asombro seguido de resignación fatalista, algo más que las maldiciones murmuradas, algo más que las protestas, semejantes a cohetes que estallan con luces y ruido, apagándose al punto en combate silencio. Forzoso es que alguien, sea quien fuere, clame ante la faz atónica del pueblo español incitándole a contener enérgicamente las insensateces de los que trajeron la guerra del Rif, sin saber lo que traían que la desarrollaron y extendieron atropelladamente, tropezando en la tragedia y levantándose con arrestos heroicos, que un día proclaman alegrías de paz y al siguiente nos llaman a mayor guerra, y ahora, arrastrados de la fatalidad, se ven en el forzoso compromiso de agrandar la acción ofensiva con amplitudes desproporcionadas, que no tendrán cabida en el marco modestísimo de nuestro estado financiero y militar. Los inventores de estas descomunales aventuras no cuentan con el agotamiento del acervo nacional en sangre y recursos, y comprometen gravemente al Ejército de la Patria, animoso, sufrido, dotado de un extraordinario vigor físico y moral. Ejército que funda su tradicional prestigio en la historia, no en los Libros de Caballerías. Si sobreviene un apretado caso de honor, Ejército y Patria darán cuanto se les pida, pero con su correspondiente cuenta y razón. Para una campaña de honor con finalidad conocida y a la luz del sol, cuanto se quiera; para campañas de vanagloria infecunda en las tinieblas, nada.
Me determino a lanzar estas voces para dulcificar el amargor de la pasividad en que vivimos, condenando y sufriendo, maldiciendo y callando. A este lindo Limbo de estúpida somnolencia nos ha traído la acción jesuítica, que de algunos años acá viene depositando sobre el alma española el plomo de la indiferencia, de la inhibición y del egoísmo.
Es el nirvana gris que entumece los cerebros y paraliza las voluntades. Hace poco, al presentarse los primeros síntomas agudos de la grave dolencia hispana, he visto las caras de las esfinges políticas, jefes de partidos y subpartidos. El quietismo y el ojalá funesto dominan en las respetables facciones de los llamados prohombres. De su boca sale un gemido lastimero, pero nada más que el gemido, y sus cuatro garras permanecen sin el menor movimiento, clavadas en sus marmóreos pedestales. Todo lo fían, todo lo esperan de la función parlamentaria, sin considerar que el gobierno, ya en estado de delirio furioso, tratará de sustraer a las minorías la función parlamentaria, siempre que aquellas no le lleven al Congreso y Senado los precisos acomodos para asegurarle la irresponsabilidad y un año más por lo menos, de orgía dictatorial. Tiempo tendrán, pues, las esfinges de echar otra larga siesta junto al lecho de España moribunda.
Que la Nación hable, que la Nación actúe, que la Nación se levante, en el sentido de vigorosa erección de su autoridad; que no pida al Gobierno lo que este, enredado en la maraña de sus desaciertos, no puede ya: verdad en las informaciones de la guerra; orden, serenidad y juicio de sus acuerdos políticos y militares. Juzgando con benevolencia las intenciones, puede decirse que el Gobierno quiere hacer las cosas derechas y le salen torcidas. En él hay un caso de epilepsia larvada. Lo que en España debe pedir a sus actuales gobernantes es que se ausenten del trajín de los asuntos públicos y tras los daños causados, reparen sus yerros, que si lo hicieran con el rosario no habrá ninguno con número bastante de cuentas para llegar al fin.
Si se viera la nación en el duro trance de mayores sacrificios, líbrela Dios de dar a estos hombres ni el valor de una gota de sangre y de una triste peseta. Pónganse estos preciosos dones en manos distintas de las que nos han tejido esta envoltura funeraria. La desaforada aventura de la guerra del Rif y las enormidades de Barcelona, reclaman enmienda urgente. La paz en una y otra parte no puede venir sino por la labor prudente de otras cabezas y de otras manos. ¡Ay de España si no tuviera entre sus hijos cabezas y manos que sepan poner fin a males tan fieros!
Me lanzó a esta temeraria invocación esperando que a ella respondan todos los españoles de juicio sereno y gallarda voluntad, sin distinción de partidos, sin distinción de doctrinas y afectos siempre que entre éstos resplandezca el amor de la patria, así los que hacen vida pública como los que viven apartados de ella, lo mismo los que saborean todos los goces de la vida que los que solo han conocido penas y sufrimientos, los que sirven a la nación en esferas civiles y militares, o en los extensísimos campos del arte y las letras, de la ciencia, del comercio y de la industria. Revístanse de la invulnerable personalidad de ciudadanos españoles, proclamen su derecho al sentir político, al opinar y al pedir imperiosamente las reparaciones del derecho, la paz honrosa, el despejo de las horrendas nubes que cierran el camino a nuestras ansias de buen gobierno, de bienestar y de cultura.
Unidos todos, encaminemos hacia su término la guerra del Rif, añadiendo al fulgor de las armas la lucidez de los entendimientos en cuanto se relacione con la política internaciones. Apaguemos de un soplo los cirios verdes que alumbran el siniestro Santo Oficio, llamado por mal nombre Defensa Social, vergüenza de España y escándalo del siglo, y pongamos fin a las persecuciones inicuas, al enjuiciamiento caprichoso, a los destierros y vejámenes, con ultraje a la Humanidad y desprecio de los derechos más sagrados. No estorbemos a la justicia, sino a la desenfrenada arbitrariedad y al furor vengativo. No temamos que nos llamen anarquistas o anarquizantes, que esta resucitada Inquisición ha descubierto el ardid de tostar a los hombres en las llamaradas de la calumnia. Ya nos han dividido en dos castas: buenos y malos. No nos turbemos ante esta inmensa ironía. Rellenemos las filas de los malos que burla burlando, a la ida contra el enemigo, seremos los más, y a la vuelta los mejores.
Ya es tiempo de que se acabe tanta degradación y el infamante imperio de la mayor barbarie política que hemos sufrido desde el aborrecido Fernando VII.
Aunque solo hablo como español, entiendo que mis últimas palabras han de ser para mis correligionarios, que de ninguna excitación necesitan para demostrar en todo caso su acendrado patriotismo. Los republicanos serán los primeros que acudan a levantar un fuerte muro entre España y el abismo.
Benito Pérez Galdós Madrid 5 de octubre de 1909
Mensaje de don Benito que se leyó en el mitin de la constitución del “bloque”
Sr. Don Miguel Moya
Mi querido amigo: Ni por ocupaciones sin por enfermedades dejo yo de acudir, en las presentes circunstancias, al llamamiento de usted y de nuestros ilustres compañeros. No quiero ser el último que forme en el séquito de la España Liberal, que ahora, tras larga y sombría somnolencia, se nos presenta de nuevo en su ser majestuoso, avanzando a cortar el paso a las demasías del despotismo.
Tanto tiempo hacía que no contemplábamos esta gallarda figura, artífice insuperable de nuestra Historia en el pasado siglo, que su reaparición nos conforta, nos enardece, y en nuestras almas infunde júbilo y esperanza: ella desacredita con solo una mirada la moda pesimista. Ella, con solo un gesto, invierte otras modas impuestas por la cobardía y la necedad. Muchas actitudes que se tenían por elegantes dejan de serlo, y a poco más perderá su engañoso prestigio la inmensa cursilería reaccionaria y clerical.
En compañía de la excelsa matrona vamos todos: junto a ella, los que posee el divino verbo; detrás, en la caravana de los creyentes silencioso, los que formamos la gran muchedumbre democrática. Los oradores esclarecen y guían; los demás acaloramos la acción con nuestra fe y el constante ardimiento de nuestros corazones.
En todas las imágenes de la Madre Española los siglos la representaron siempre acompañada de un soberbio león, símbolo heráldico de nobleza, símbolo del heroísmo, del orgullo fiero, de la virtud, del honor, de la dignidad, del derecho; símbolo también de las majestades real y popular que constituyen la soberanía.
Mi patriotismo ardiente, quizás por demasiado ardiente algo candoroso, me encariña con el amaneramiento artístico del león furibundo, arrimado a las faldas de la gloriosa Divinidad patria. Me encantan estas cosas viejas, representativas de sentimientos que laten en nosotros desde la infancia. La presencia del arrogante escudero de nuestra madre nos embelesa de admiración y fortifica el amor inmenso que le profesamos. A él nos dirigimos, y con voces de emoción fraternal le decimos: “Conserva en todo momento, león mío, tu dignidad y tu fiereza. Cuídate de inspirar respeto siempre y el santo miedo cuando sea menester. Tú que fuiste siempre el emblema del valor, de la realiza, de la gloria militar y de la gloria artística; tú que fuiste el Cid, el Fuero Juzgo, la Reconquista, Cervantes, la espada y las letras, no olvides que en el giro de los tiempos has venido a ser la ciudadanía, los derechos del pueblo, el equilibrio de los poderes que constituyen la Nación. No te resignes en ningún caso a ser león de circo, ni te dejes someter por el hambre y los golpes, dentro de una jaula, a ejercicios de mentirosa fiereza que solo conducen al aplauso y provecho de tus audaces domadores. Considera, león mío, que no solo eres hoy emblema de la ciudadanía, sino del trabajo. Eres fuerza creadora de riqueza, colaborador en la grande faena del bienestar universal, eres la cultura de todos, la vida fácil de los humildes, la serenidad de las conciencias, y bien penetrado de tu misión presente, destroza sin piedad a los que quieren apartarte del cumplimiento de tus altos fines”.
Los que una larga vida hemos presenciado los fragorosos triunfos y caídas del Principio Liberal en el último medio siglo, podemos decir con seguro conocimiento que la reacción por que ahora se nos encamina es de las más tenebrosas y deprimentes. La labor ha sido lenta y taimada, disimulada en largos años de fariseísmo mansurrón y catequesis mañosa de las voluntades débiles. Poco a poco, con sueva gesto y voces blandas, se nos ha ido conduciendo y acorralando; quieren llevarnos al limbo de la tristeza, del pasivismo y de la imbecilidad, y en este limbo nos estancaríamos formando una masa servil y pecuaria, si no nos sublevásemos contra estos nuevos pastores, en los cuales hay de todo: lo español y lo extranjero, lo divino y lo humano.
En angustiosa zozobra hemos vivido durante algún tiempo, viendo aletargado el brío de la raza, y apagado en nuestro pueblo el amor santo a la vida sosegada dentro del organismo constitucional. Pero, al fin, cuando nuestro desaliento tocaba ya en la desesperación, hemos visto que un resoplido harto imprudente ha levantado de las brasas mortecinas esta llama que nos alienta, nos alumbra y nos vivifica. Ya vuelven el alma y la vida a nuestros cuerpos desmayados; ya tenemos fe, ya tenemos coraje, ya reluce ante nuestros ojos el ideal, que más que luz extinguida, era estrella eclipsada.
Los hombres insignes que encarnan las aspiraciones democráticas en sus diferentes grados de intensidad demuestran con su sola presencia en este sitio, con su aproximación fraternal que los sacrosantos derechos de la personalidad humana no perecerán en la celada torpemente armada contra ellos. Sus elevadas inteligencias no necesitan ningún estímulo: harto conocen todos la técnica y la historia de estos clarísimos problemas. El pueblo español, que de ellos espera la conservación de los bienes existentes y la restitución de los sustraídos, libertad de pensamiento y de la conciencia, cultura, trabajo, equilibrio económico, solo les diría: “Poned fuego en vuestros corazones”.
Ninguno de los aquí presentes dejará de sentir en su alma una secreta voz que reproduzca, sin ninguna variante, un concepto del primer estadista español del siglo XIX, del glorioso, del inmortal Prim: “Radicales, a defenderse”.
Benito Pérez Galdós