
Eduardo Montagut
A pesar de que la Ilustración fue una firme defensora de los beneficios individuales y sociales de la educación y que algunos de sus postulados fueron recogidos por los liberales, luego por otros ámbitos ideológicos en las distintas facetas del movimiento obrero y llegan hasta nuestro tiempo, no podemos olvidar que dicha corriente de pensamiento no pretendió nunca una educación igualitaria para todos los grupos sociales y profesionales. Así lo entendió perfectamente el despotismo ilustrado y su programa educativo.
La enseñanza tenía que ser diferente para cada grupo social (estamento) por las distintas misiones o fines que debían cumplir en la sociedad, en la economía y dentro del Estado. Después de una base de enseñanza general, no podía ser, siempre desde sus presupuestos, semejante la educación o formación de un aristócrata que tendría que formar parte de nueva élite, no basada, eso sí, en simples derechos de sangre como hasta el momento, sino en la adecuada preparación para la dirección de los asuntos públicos y militares, que la de un artesano o un labrador, que debían ser preparados para las tareas productivas con una formación específica y de calidad. Los ilustrados fueron muy críticos con la educación que recibían las élites porque, como hemos apuntado, buscaban la creación de una élite basada más en la meritocracia que en los derechos de sangre. Pero eso nunca presuponía una educación igualitaria o que fuera idéntica a la que debía recibir un artesano, por ejemplo.
Esta diferenciación era aplicable al caso de las mujeres, desatendidas secularmente en materia educativa o con grandes limitaciones como se comprueba con el análisis de los escritores moralistas del Renacimiento y del Barroco1. Ahora podían ser útiles no sólo como madres y esposas ejemplares sino como trabajadoras en determinados sectores manufactureros2, eso sí, sin olvidar tampoco el distinto origen social femenino, ya que las aristócratas y burguesas debían colaborar en la creación de esa nueva élite al servicio del Estado, asumiendo tareas de cierta responsabilidad en el área de la beneficencia, sector en el que el despotismo ilustrado deseaba intervenir frente al secular monopolio eclesiástico, mientras que las mujeres más humildes podían ser instruidas en el trabajo textil que se consideraba acorde con lo que en aquella época y durante mucho tiempo se asimilaba a la condición femenina. Buena prueba de este cambio en el nivel social superior fue la creación de la Junta de Señoras de Honor y Mérito en la Real Sociedad Económica Matritense, después de un intenso debate sobre el papel de las mujeres. Esta Junta tuvo importantes responsabilidades en tareas del fomento del trabajo femenino y de la atención de los expósitos, con notable éxito de gestión de la Inclusa madrileña. Este experimento, genuinamente ilustrado, se continuó hasta bien avanzada la época liberal.
En conclusión, la defensa de una enseñanza como instrumento de igualdad social o sexual tendría que esperar a bien entrado el siglo XIX y hasta el XX en algunos casos, y especialmente asociado aquellas doctrinas o pedagogías más democráticas.
Sobre esta cuestión es imprescindible la lectura del libro de VIGIL, Mª,La vida de las mujeres en los siglos XVI y XVII, Madrid, 1986, y muy especialmente el apartado sobre la educación, páginas, 39-61. 2Estamos de acuerdo con la afirmación de Mariló Vigil cuando afirma que, en el paso a una situación mejor de la mujer en el siglo XVIII, frente a los siglos anteriores, no se debería sólo a las intenciones de una minoría social o al progreso histórico, sino también a la propia lucha de las mujeres, ya que las mejores, como demostrarían tantos ejemplos históricos, se ganan o conquistan, no se regalan. Vid., VIGIL, Mª, op.cit., pág. 1.