
Madrid, diciembre 20 de 1883
ÉPOCA DE CONFUSIÓN
Madrid, diciembre 20 de 1883
I
Cuantos tengan en sus venas sangre española, comprenderán fácilmente que desde el momento en que el partido liberal ha sido llamado al gobierno del país, ha surgido un mal grande, orgánico, constitucional. No es la anarquía, no es la ineptitud, porque el partido liberal cuenta por centenares los hombres eminentes, jóvenes y viejos, hombres de carácter, de conocimientos, de hermosa y deslumbrante palabra, poseídos los unos de astucia, los otros de valor, hombres, en fin, que, aunando sus distintas aptitudes, podrían dar a su patria progresos admirables, glorias y grandezas sin término.
El mal de que hablo es de conducta más que de inteligencia; es vicio anejo y hereditario, es el que trajo las catástrofes de 1823, del 53, del 56 y del 72: es la división. No hay en nuestra historia, ni aun en las contiendas de ideales contrapuestos, nada que se iguale al furor con que riñen y se destrozan estos señores que han conspirado juntos por la libertad, que han sabido ganarla en un común esfuerzo, que unidos gobernaron en una misma situación y que parecen destinados por la uniformidad o semejanza de sus principios a perenne concordia. Y, no obstante, se pelean cual mujeres celosas, y sus querellas dejan muy atrás las de los bandos más exaltados.
El fenómeno es tan viejo y se ha repetido tanto, que al leer la historia parécenos ver lo que ahora pasa, y lo que hoy ocurre semeja lección aprendida en los libros para recitarla de memoria sin provecho de la inteligencia. Los progresos naturales de nuestro país son grandes. Todo ha cambiado, el suelo y las ciudades, el carácter, las costumbres; han desaparecido hasta las ventas y los molinos de viento de Don Quijote. Una sola cosa no varía nunca, y es esta desavenencia quisquillosa de los liberales cuando no están en la oposición. Solo en este punto los tiempos aparecen inmutables haciendo burla del progreso humano; y la historia parece un libro de juego.
Hasta los niños se glorían de obtener de la experiencia rápidas y saludables enseñanzas; mas estos niños grandes no aprenden jamás. Al pensar en esto, vienen a la memoria las continuas reyertas con que se debilitaban los estados cristianos de la Península en la Edad Media. Las guerras entre Castilla y León, Aragón Castilla, en presencia de los moros intrusos, atrasaron la reconquista tres o cuatro siglos. Así los moros de hoy, en presencia de estas discordias de familia, se están tan tranquilos, echando profundas raíces sin temor de que una mano vigorosa los descuaje. Entiendo por moros todo lo que se opone al progreso pacifico, que es el único seguro, a la plenitud de la nacionalidad española. La historia de estos desastres es tan sencilla, que casi se cuenta por sí misma. Sube el partido liberal al Poder; desarrolla su política lo mejor que puede; al poco tiempo, una fracción del mismo se indisciplina y se pronuncia.
Únense a ella los demócratas, desplegando la táctica de aproximarse a la Monarquía; empujan los enemigos de esta, ansiosos de que las cosas se embrollen; lentamente prospera la fracción disidente, y para su programa elige lo primero que se le viene a mano, la reforma constitucional. Alterase al instante la paz. Comienza en la Prensa el tole tole de un periodo constituyente. Cualquier extraño creería que nos hallamos en los albores de la civilización y que no poseemos el archivo de Constituciones más variado y precioso que en el mundo existe. Sobre la peor de las que tenemos podríamos fundar el derecho público y administrativo más perfecto y más practico que en lo humano cabe… Pero, no; es preciso hacer una Constitución nueva.
¿Qué se diría de un partido que no tuviera la suya, del mismo modo que cada individuo tiene su sombrero? El consabido grupo, cada día más pujante, quiere a toda costa su constitución, y unos de buena fe, otros con intención dudosa, se lanzan a una propaganda ardiente, con toques de arrebato y un lenguaje incendiario favorecido por la libertad de Imprenta. Parece que se trata de dar una batalla al absolutismo y de poner la primera piedra de la libertad de los pueblos. Estas vehemencias son como las que se usaban cuando por vez primera se derribaron los antiguos ídolos; son como aquel grito de guerra y angustia de nuestros padres oprimidos, en tiempos en que la libertad era solo una esperanza, y su triunfo un delito fraguado en el misterio de las sociedades secretas. ¿Qué espíritu imparcial no ha de ver con asombro y pena el encono de las polémicas de hoy? Gozamos de tanta libertad como el Estado más libre de Europa, sin excluir la República francesa.
¿Qué ventajas reales nos trae, pues, la existencia de un nuevo partido? Anadir una palabra al código fundamental y establecer en él un principio, cuyo valor practico depende, como la experiencia ensena, de la interpretación que se le dé y de las condiciones en que su aplicación se haga. Para decidir si sufragio universal es lo mismo que universalidad del sufragio, se han celebrado conferencias y reuniones que bastarían a esclarecer los puntos más oscuros de la sociología, y se han pronunciado centenares de discursos y se han escrito miles de artículos. Estamos, pues, en plena teología política, precursora siempre de la confusión de las ideas. Y entre tanto, no tenemos Marina, nuestro Ejército necesita una organización tan sencilla como fuerte; la Administración reclama prontas reformas; nuestras ordenanzas de aduanas parecen obra genuina de los tiempos inquisitoriales; el comercio protesta a gritos contra los estorbos que le embarazan; la instrucción pública pide nuevos moldes, y la Hacienda, llevada por la constancia y el orden a un estado de relativa prosperidad, necesita reposo para consolidarse. Pero la fracción o nuevo partido, que ha tomado el nombre de izquierda, no quiere poner exclusivamente en su bandera una promesa de sabias reformas. Necesitaba algo candente y llamativo que hablase más a las pasiones que al entendimiento. Las reformas de aplicación todos las aceptan, todos las proclaman, todos aseguran que las van a realizar. Ninguna fracción disgregada de la masa de un partido incurrirá en la candidez de decir: “Me separo en nombre de los intereses materiales abandonados, de la instrucción pública entregada a la rutina, de la Hacienda perturbada por falta de estabilidad.”. No; el ensanche de prosélitos, la atracción de descontentos no tendría éxito si no se incluyeran en el pregón, con más o menos malicia, algunas ideas de las que vivamente conmueven a la muchedumbre» La cuestión se reduce ahora a saber cuál de las dos tendencias prevalecerá, absorbiendo y anulando a la otra. La izquierda está en el Gobierno; los fieles del deshecho partido dominan en las Cámaras.
El discurso de la Corona ha sido una transacción laboriosa, lenta y premiosamente fabricada, pesando y graduando cada concepto. Pronto empezará la batalla con tiroteo de palabras, metralla de alusiones, y el humo de una retórica inútil envolverá a los combatientes durante muchos días, cegándolos. No verán nada más que su vanidad de oradores o su preponderancia personal. Para votar el Mensaje se hablara tanto y tanto, que no cabra en abultados volúmenes todo lo que se diga, y al cabo de esta campaña parlamentaria, sabremos si la mayoría se deja arrastrar por el Gobierno, o si este, sufre una derrota, en cuyo caso quedaría planteado el problema de la disolución, el cual entraña tanto interés y es tan grave, que no conviene juzgarlo hasta que aparezca próximo e imprescindible, y se vean bien las circunstancias en que ha de producirse.; Hombres de patriotismo y buena fe han hecho, esfuerzos, en uno y otro lado, para establecer una armonía duradera.
Para esto sería preciso dar al olvido los errores del anterior Gobierno y el pecado original de la izquierda; sería preciso que todos perdonaran algo, los vencedores, las faltas de Sagasta, y los vencidos, el anómalo nacimiento de la fracción imperante. Esta, envanecida con la buena acogida que han tenido sus reformas militares y los tratados de comercio, no va muy lejos en el camino de la concordia. Los otros, ensoberbecidos con la fuerza numérica que tienen en la Cámara, transigen poco y de mala gana. La virtud del perdón es muy difícil en política, sobre todo tratándose de estos temperamentos hechos a la rivalidad y a las ásperas emulaciones del amor propio.
III
Los que han visto de cerca la gestación de la izquierda y su nacimiento aseguran, sin temor a ser tachados de escépticos, que todo este tumulto no ha obedecido a ninguna razón de principios ni al vigor de las ideas. Basta haber vivido algún tiempo entre los políticos de este país para hallar en esta versión, si no la verdad misma, algo que se le parece mucho.
Pocas son las personas que pueden vanagloriarse de vivir en contacto con nuestros políticos sin participar de sus pasiones; pero estas personas, raras como el buen sentido, no se morderán la lengua para afirmar que el motivo de la división del partido liberal ha sido el problema de la jefatura, porque nada es tan difícil en el organismo de nuestras agrupaciones políticas como hacerlas monocéfalas.

Recordando otra vez las techas aciagas que antes cite, resulta que todos los desastres del partido liberal en España han venido por las divisiones, y las divisiones por la imposibilidad de que un partido tenga dos o tres o cuatro cabezas. Esto de que mande uno solo no está en nuestro modo de ser. El estado de rebeldía es constante en los organismos políticos, y los que se creen con derecho a imponer su voluntad, gastan en sostener la disciplina toda la fuerza, todo el talento, todo el tiempo que debieran consagrar al gobierno propiamente dicho.
La alta capacidad y la energía de un hombre han hecho, no obstante, en el partido conservado un milagro de consistencia, que hasta ahora es quizá el mejor ejemplo que las costumbres políticas pueden ofrecer aquí; pero en el partido liberal no ha existido quien quiera o quien sepa obtener un resultado semejante. Siendo muchos, y no flojos, los errores del Gobierno del señor Sagasta, y siendo al mismo tiempo muy dudosa la razón de ser de la izquierda, las circunstancias especialísimas de la política y de la Corona imponen la continuación de los liberales en el Poder.
Los inconvenientes que trae consigo esta deplorable escisión son menores que los que resultarían de la vuelta prematura de los conservadores. No hay más sanción que procurar la reconciliación
de estos mal avenidos hermanos, y si la paz perpetua es imposible entre ellos, que disimulen como puedan sus enconos para que la ruptura total sea lo más tarde posible. Decidido el Rey a gobernar con las ideas que estuvieron proscritas ‘en el anterior reinado; deseando llamar a sus Consejos a hombres de opiniones avanzadas, los verdaderos obstáculos tradicionales están hoy en la indisciplina de la familia liberal y en las ambiciones de sus díscolos individuos.