Los Trece Puntos de Negrín: utopía y desesperación de una República acorralada

Gloria Sánchez

Abril de 1938. La Segunda República española agoniza entre el estruendo de las bombas y la sombra alargada del fascismo europeo. El ejército sublevado de Franco ha partido en dos el territorio leal –sus tropas han llegado al Mediterráneo por Vinaròs, aislando Cataluña– y la legalidad republicana se encuentra militarmente arrinconada. En ese contexto desesperado, el doctor Juan Negrín, presidente del Consejo de Ministros, juega su última carta política: proclama un audaz programa de trece puntos que pretende reafirmar la esencia ética de la República y tender una mano conciliadora al enemigo. En plazas y ayuntamientos de la retaguardia, se convoca a los ciudadanos a escuchar esta “trascendental Declaración de Principios” del Gobierno de Unión Nacional –“genuina representación de la España leal”– entre vivas a un Ejército Popular generoso en el sacrificio y a “nuestra España, que no renuncia a su grandeza histórica ni a su fecundo provenir ni a su independencia”. Con solemne entusiasmo, el pueblo conoce así los llamados Trece Puntos de Negrín, presentados como los “trece puntos de la victoria”, un mensaje de resistencia y esperanza en medio del asedio.

Un programa político entre la propaganda y la utopía

Los Trece Puntos, hechos públicos el 30 de abril de 1938, constituían una declaración de intenciones sin precedentes. En plena guerra fratricida, Negrín esbozó en trece principios su visión de una España libre y democrática por la que aún valía la pena luchar. El programa abarcaba desde objetivos nacionales –“asegurar la independencia absoluta e integridad total de España” y expulsar a los ejércitos extranjeros invasores– hasta reformas políticas y sociales de gran calado. Propuso reafirmar una República democrática (sin renunciar a un gobierno fuerte y con autoridad legítima) y convocar un plebiscito popular al terminar la contienda para que los españoles decidiesen libremente la estructura jurídica y social del país. Prometía respeto a las libertades regionales dentro de la unidad nacional –reconociendo la personalidad de Catalunya, Euskal Herria y otras regiones– y garantizaba la libertad de conciencia y de cultos, un giro importante tras los ardores anticlericales del inicio de la guerra.

En materia socioeconómica, los Trece Puntos ofrecían un delicado equilibrio entre justicia social y moderación. El Estado republicano –aseguraba Negrín– protegería la propiedad privada legítimamente adquirida a la vez que impediría los abusos del latifundismo y del capitalismo sin control. Se anunciaba una profunda reforma agraria para liquidar la antigua propiedad semifeudal, dando la tierra al campesino que la trabaja, y se prometía legislación laboral avanzada para garantizar los derechos de los trabajadores. Otros puntos apelaban al orgullo y la regeneración nacional: mejorar la cultura y el bienestar “físico y moral de la raza” (sic), construir un ejército apolítico al servicio exclusivo de la nación, y proclamar la renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. Culminaba el manifiesto con una oferta magnánima y sorprendente dada la crueldad del conflicto: una “amplia amnistía” para todos los españoles que depusieran las armas y quisieran ayudar a reconstruir y engrandecer España tras la contienda. En resumen, Negrín dibujó un futuro de democracia, justicia social y reconciliación –una España sin extranjeros en sus trincheras, gobernada por las urnas, con pan y tierra para los humildes y sin revanchas fratricidas. Era un horizonte tan noble como distante de la realidad de 1938.

No cabe duda de que aquel documento tenía un propósito propagandístico y estratégico además de ideológico. La moderación deliberada de los Trece Puntos buscaba disipar los temores de quienes veían en el bando republicano una revolución comunista inaceptable, presentando en cambio un proyecto de reconciliación nacional y democracia pluralista. Negrín pretendía ensanchar la base de apoyos de la República tanto dentro como fuera de España: ofrecer garantías a los sectores moderados (clases medias, católicos, propietarios) al mismo tiempo que mantenía las reformas sociales exigidas por trabajadores, campesinos y partidos de izquierda. Este difícil equilibrio respondía también a una necesidad diplomática acuciante: ganar simpatías internacionales en un momento crítico. El propio texto subraya que el Gobierno habla “para conocimiento de sus compatriotas y noticia del mundo”. En otras palabras, los Trece Puntos eran un llamamiento dirigido tanto al pueblo español como a las potencias extranjeras, tratando de atraer la solidaridad de las democracias occidentales e incluso de hacer presión moral sobre los sublevados. Negrín confiaba en que una oferta de paz negociada bajo estos principios justos pudiera forzar la intervención diplomática exterior o, al menos, dejar claro ante la Historia que la República estaba dispuesta a una paz honorable. Por ello, la propaganda oficial bautizó al documento con optimismo como los “Trece Puntos de la Victoria”, difundiendo su contenido en mítines, radios y publicaciones, e incluso organizando lecturas públicas simultáneas en todos los municipios leales aquel 22 de mayo de 1938. Sin embargo, bajo el tono épico y esperanzado latía un cierto aire de irrealidad. Incluso algunos partidarios debieron presentir que aquella generosa plataforma de convivencia llegaba demasiado tarde. Con medio país ya en manos franquistas, la iniciativa se asemejaba peligrosamente a un “brindis al sol”, un gesto idealista condenado a estrellarse contra la indiferencia del enemigo.

Rechazo de Franco, apatía occidental y desconfianza soviética

El Generalísimo Franco no tardó en desdeñar la oferta de Negrín. Convencido de su inminente victoria militar tras la exitosa ofensiva de Aragón, el caudillo franquista no tenía interés en negociar nada que no fuera la rendición incondicional de la República. De hecho, rechazó de plano aquel programa conciliador, seguro de poder imponer sus propias condiciones una vez obtenida la victoria total. Para Franco, los llamamientos a la democracia y al perdón eran señales de debilidad enemiga; su cruzada se había planteado desde el inicio como una guerra sin compromiso posible, y en 1938 no estaba dispuesto a compartir el poder ni a respetar las “libertades rojas”. No sólo ignoró los Trece Puntos, sino que intensificó sus operaciones militares. Mientras Negrín ofrecía paz con honor, Franco preparaba nuevas ofensivas: en junio caería Castellón, en julio iniciaría el asalto sobre Valencia, y planeaba aniquilar la resistencia en Cataluña a continuación. El resultado práctico de la iniciativa de Negrín, visto desde el bando sublevado, fue nulo. Franco seguiría adelante con su lema “¡Caerán!”, decidido a no detenerse hasta hacer desfilar a su ejército victorioso por las calles de Madrid.

Tampoco logró Negrín conmover la conciencia de las democracias occidentales. Los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, que desde 1936 habían optado por la no intervención en España, no variaron su postura un ápice. París y Londres vieron los Trece Puntos con la misma frialdad con que veían toda la contienda española, considerada un asunto incómodo en plena política de apaciguamiento hacia Hitler y Mussolini. En la primavera de 1938, ambas potencias estaban más preocupadas por las amenazas en Centroeuropa (ese septiembre firmarían los Acuerdos de Múnich entregando Checoslovaquia a Hitler) que por una guerra civil en el Mediterráneo. Al manifiesto republicano, con sus promesas de democracia y justicia, respondieron con indiferencia. Ni siquiera la moderación casi liberal de Negrín –garantizando propiedad privada, libertad religiosa y elecciones libres– logró disipar el recelo de Francia y Gran Bretaña, que seguían temiendo una deriva revolucionaria o, simplemente, no querían enemistarse con el probable vencedor Franco. En definitiva, las democracias europeas no se movieron para auxiliar a la República: mantuvieron el embargo de armas y dejaron que España continuase desangrándose sola. A esas alturas, la suerte de la República importaba menos en Londres y París que no irritar al fascismo internacional. La soledad diplomática de Negrín se hizo absoluta.

Más inquietante fue la reacción de la Unión Soviética, principal sostén externo que le quedaba a la España leal. Stalin y sus delegados, que llevaban dos años apoyando militarmente (y a un alto precio) a la República, interpretaron la declaración de los Trece Puntos como una señal de flaqueza y desánimo. Para Moscú, que Negrín ofreciera públicamente perdón y compromisos democráticos sonaba a que el Gobierno republicano dudaba ya de la victoria. Cuando acto seguido comprobaron que París y Londres seguían inmóviles, los soviéticos se convencieron de que las democracias capitalistas no intervendrían jamás en España contra Hitler y Mussolini. Consecuentemente, Stalin comenzó a reducir sus envíos de armas y asistencia a la República, preparándose para un posible abandono del conflicto. Dentro del propio bando leal, el Partido Comunista de España (PCE) –muy influido por la línea de Moscú– recibió con frialdad los Trece Puntos, viéndolos más como un ardid propagandístico que como una estrategia real de victoria. Si bien públicamente los comunistas siguieron apoyando a Negrín, en privado recelaban de tanta moderación y concordia ofrecida al enemigo de clase. La actitud reconciliadora de Negrín fue vista, en definitiva, como un síntoma de debilidad por parte de sus propios aliados internacionales. A partir de entonces, la ayuda soviética –ya menguante– se desinfló casi por completo. La República se quedó prácticamente sola, cercada militar y diplomáticamente como nunca: abandonada por las democracias occidentales y ahora también vigilada con distancia por la URSS. La utopía de los Trece Puntos no había logrado ni quebrar la determinación de Franco, ni inspirar la intervención de las potencias democráticas, ni tampoco afianzar la confianza del único aliado que le quedaba a Madrid. Por el contrario, acentuó la sensación de soledad y fatalidad en el Gobierno republicano.

Ética elevada contra apoyos menguantes

Así, el ambicioso programa de Negrín se estrelló contra la cruda realidad. Lo que había sido concebido como un noble compromiso de paz, democracia y reconciliación nacional terminó evidenciando el aislamiento de la República en su hora más crítica. Los Trece Puntos brillaban por su altura ética –en plena guerra civil ofrecían perdón, urnas y derechos sociales–, pero el mundo le dio la espalda. Su carácter casi utópico resultaba directamente proporcional a la escasez de apoyos concretos con que contaba el Gobierno de Negrín. A pesar de todo, la publicación de este manifiesto marcó un momento singular en la contienda: fue el instante en que la República, arrinconada y al borde del abismo, alzó la voz con la elocuencia de sus ideales fundacionales. Legalidad, democracia, justicia social, unidad en la diversidad, paz… Todo ello reivindicado en un solo texto, a modo de testamento político de la España liberal que se estaba desvaneciendo. Negrín y sus colaboradores intentaron rescatar la legitimidad republicana mediante palabras, cuando ya les flaqueaban las armas y los aliados.

La historia inmediata, sin embargo, sería implacable. En los meses siguientes, la situación apenas hizo sino empeorar para la causa republicana. Ni las apelaciones a la conciencia mundial ni la resistencia numantina en el campo de batalla lograron evitar el desenlace funesto: la guerra continuó hasta la derrota total de la República en la primavera de 1939. En febrero de ese año, con Cataluña ya ocupada por los franquistas, Negrín aún redujo sus condiciones a sólo Tres Puntos esenciales –independencia de España sin tropas extranjeras, libertad para que los españoles eligieran su régimen de gobierno, y reconciliación entre compatriotas– buscando in extremis un acuerdo de paz. De nuevo fue en vano. Franco no aceptó más paz que la de los cementerios. Incluso un último intento de negociación por parte de un sector del alto mando republicano –el golpe del coronel Casado en marzo de 1939– fracasó ante la intransigencia franquista. La victoria militar del general sublevado dio paso a casi cuatro décadas de dictadura, exilio y represión, sepultando por largo tiempo los ideales democráticos de la República. La reconciliación nacional que Negrín había puesto sobre la mesa en 1938 tardaría cuarenta años en materializarse plenamente en España.

En retrospectiva, los Trece Puntos de Juan Negrín perviven como un documento tan admirable en sus principios como trágico en su contexto. Representaron la última apuesta de la República por rescatar su legalidad y su alma democrática cuando todo se venía abajo, un canto de sirena a la razón y la humanidad en medio del estruendo final de la Guerra Civil. Con lirismo y valentía, aquel programa proclamó al mundo que aún existía una España fiel a la libertad y la justicia social, incluso si el mundo ya no quería escucharla. Fue, en suma, el canto del cisne de la España leal: un gesto de dignidad y fe en los valores republicanos frente a la derrota inminente, un acto de esperanza desesperada cuyos ecos resuenan más allá de 1938 como recordatorio de lo que pudo haber sido y no fue. Los Trece Puntos nacieron como luz en la oscuridad, pero se apagaron pronto por falta de aire –el aire de la victoria o al menos de la ayuda exterior–. Aun así, su legado ético permanecería latente durante la larga noche franquista, aguardando el día en que España, ya sin caudillos ni ejércitos extranjeros, por fin recuperase aquellos ideales de democracia y concordia. En la hora más amarga de la República, Juan Negrín elevó una utopía conmovedora; el hecho de que esa utopía no encontrara entonces respaldo no le resta grandeza, sino que añade una pátina trágica a su recuerdo, digno de las mejores páginas de nuestra historia.

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