Silencio. Se rueda

José Montesdeoca

Hay un momento —difícil de precisar, fácil de intuir— en que la política dejó de entenderse como un espacio de mediación y comenzó a concebirse únicamente como un escenario mediático.

¿Fue cuando las cámaras invadieron los parlamentos, no solo para grabar, sino para dirigir la escena? ¿Cuando los telediarios e info-shows marcaron el ritmo del legislador, y los jueces empezaron a filtrar antes que a sentenciar? ¿Cuando los talk-shows dejaron de explotar a los famosos para empezar a explotar a los políticos? ¿Cuando los partidos dejaron de ser espacios de deliberación para volverse cámaras de eco? ¿O fue cuando los spin-doctors decretaron que el debate político debía parecerse al de los bares?

El momento exacto da igual. Lo relevante es que, desde hace tiempo, la política ya no se guía por la lógica del interés general sino por el guion mediático. Al final del curso político, con televisiones exhaustas (casi moribundas) y el imperio de las redes reforzado por la IA, estamos rozando un perfecto estado de populismo mediático.

La mediatización de la política —ese proceso en el que los medios no solo informan, sino que condicionan profundamente— ha colonizado el sistema entero. Ejecutivo, Legislativo y Judicial sucumben ante la lógica de lo inmediato, lo escandaloso y lo emocional. Los tiempos largos —cálculo, espera, acuerdo— han sido arrasados por el tsunami de lo urgente, como si la única verdad posible fuera la última tuiteada.

Aquí no se trata solo de ritmo, sino de formato. La mediatización impone sus modos: fragmentos virales, discursos meme, zascas burdos, debates comprimidos en treinta segundos de bronca. ¡Pura adrenalina en vena!

La complejidad queda fuera de plano. Los matices no rinden. El discurso político deviene previsible e impostado. Los parlamentarios actúan teatralmente (salvo excepciones); los jueces filtran más que fallar; los ministros improvisan al compás del sobresalto mediático. Y la política de verdad —esa que deliberaba, reflexionaba, buscaba el bien común— hace mutis por el foro.

Las consecuencias son profundas. Una es la despolitización: paradójicamente, en un momento de hiperpolítica mediática, los partidos se vacían, cae la participación electoral, crece la desafección. Otra es el avance del autoritarismo: los partidos ya no son comunidades de pensamiento, sino clubes de fans. Ya no se discute: se aplaude. Ya no se debate: se corea. La fidelidad al líder carismático ha sustituido al pensamiento crítico.

En lugar de plazas, escenarios; en lugar de ideas, eslóganes; en lugar de ciudadanos activos, audiencias pasivas. Los parlamentos, antaño foros de deliberación, se parecen cada vez más a platós, y los platós se hacen pasar por parlamentos. El ruido mediático ha desbancado a la palabra —esa herramienta noble de la política— reducida ahora a impostura estratégica y marketing narrativo.

La justicia ha adoptado un papel extraño, casi de apuntador teatral. Las filtraciones son ya rutina; los sumarios, primicias. Jueces protagonistas —involuntarios, o no tanto— de un guion mediático que supera la ficción.

La ciudadanía queda atrapada en un peligroso estado de descreimiento: no solo se acepta lo primero que se oye, sino que ya no se cree nada. Todo se percibe como manipulación, como escenografía vacía. La política se ha convertido en una ficción digna de desconfianza sistemática. Esa es la antesala del cinismo, el ocaso de la democracia. Porque la democracia no vive solo del voto, sino del juicio crítico, el compromiso cívico, el interés por lo común. Cuando la política se convierte en ruido, el ciudadano comprometido apaga y desconecta. Y cuando se vuelve farsa, abandona la sala y se abstiene. El resultado no es solo deterioro institucional, sino orfandad democrática.

¿Qué hacer? Quizás empezar por devolver a la política el valor de la palabra, del tiempo, del sosiego. Recordar que gobernar no es escenificar; que deliberar no es vociferar; que hacer justicia no es filtrar. Recuperar los espacios de encuentro, los partidos como escuelas de ciudadanía, los medios como herramientas de investigación, conocimiento y comprensión —no de distracción ni fanatización.

Porque si todo es espectáculo, nada es verdad. Y sin verdad —o sin voluntad de buscarla— la democracia degenera en teatro sin alma. Nos toca elegir: ¿seguir aplaudiendo o chillando desde la grada, o volver a pensar y actuar desde la plaza? Por ahora, dejo mi cámara en pausa. Y silencio.

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