Ocho apellidos guanches

El mencey de los viernes

En un mundo donde hasta los gofres vienen con nombre en inglés y los niños creen que los guanches eran un grupo de música de los años 80, encontrar algo auténticamente nuestro es casi un milagro. Pero, sorpresa: en pleno siglo XXI, todavía existen reliquias vivas que no se han vendido al turismo ni han sido absorbidas por Booking.com. No son artesanías ni calados. Son más antiguos que los hoteles con spa y más resistentes que una chola del mercadillo: los apellidos guanches. En esta vida donde hasta los gofres tienen nombre en inglés y los perros se llaman Loki, Thor o Valentina, encontrar algo auténtico es como tropezarse con un guirre en una cola del Mercadona: raro, inesperado y profundamente nuestro. Sin embargo, en las Islas Canarias, donde las banderas ondean con más orgullo que los bikinis en la playa de Las Teresitas, todavía hay apellidos que no se han dejado domar por el turismo, ni por la globalización, ni por el algoritmo de Instagram.

Mientras las calles se llenan de turistas que se apellidan Müller, Kowalski o Dupont, y la juventud local empieza a ponerle nombres suecos a los perros, en los pueblos de Canarias todavía suenan apellidos como Baute, Bencomo o Tacoronte. Nombres con eco de barranco, con alma de menceyato y con más historia que muchas guías de viaje. Apellidos que no se rinden. Que no se alquilan por horas. Que no se pueden pronunciar con acento madrileño sin que se te trabe la lengua.

Porque sí, en este archipiélago de volcanes y plataneras, aún quedan familias que no llevan el apellido de ningún conquistador, sino el de algún rey guanche que no se dejaba pisar ni por Alonso Fernández de Lugo ni por el camello del Belén viviente. Y no hablamos de folclore muerto. Estos apellidos están vivos, caminan entre nosotros, hacen cola en la Seguridad Social, pelean por el WiFi y llevan garimba al tenderete. Y si te cruzas con uno de ellos en la verbena de La Esperanza, ni se te ocurra preguntar “¿Eso es francés?” porque te ganas una mirada como la del mismísimo Tanausú.

Así que aquí va un homenaje alegre y orgulloso a 8 apellidos guanches que no se han rendido: ni ante la conquista, ni ante la globalización, ni ante el reguetón. Ocho apellidos que, con una mezcla de historia, ADN volcánico y resistencia con guasa, siguen escribiendo la verdadera novela épica canaria: la de no dejarse borrar.

Baute, Bencomo, Chinea, Guanche, Oramas, Tacoronte, Tarife y Añaterve. Ahí es nada. Ocho joyas del archivo histórico que se niegan a diluirse en la sopa de apellidos genéricos. No son exóticos, son originarios. No son folclóricos, son fundamentales. No son tendencia, son raíces.

Crónica: entre la chola y la corona

En una isla donde cualquier turista puede acabar poniéndose una pulsera de “soy canario de corazón” tras tres cañas, que alguien tenga un apellido como Bencomo o Tacoronte en su DNI es lo más cercano a llevar un escudo nobiliario con código QR. No hace falta exagerar: esos apellidos no necesitan eslóganes. Con decirlos, ya suenan a historia que no se deja borrar.

Porque ser Baute no es solo sonar a cantante pop venezolano, es llevar sangre que viene del menceyato de Daute, de cuando aquí no se hablaba de Airbnb sino de alianzas de guerra. Ser Oramas no es estar en política (aunque a veces también), es ser heredero de Doramas, el rebelde gran canario que plantó cara hasta que lo llamaron leyenda. Ser Tacoronte no es tener un viñedo, es ser literalmente el vino y la viña. Si lo pronuncias bien, ya estás invocando medio menceyato.

Y es que tener un apellido guanche no es solo un tema de genealogía, es casi una postura vital. Es entrar a la verbena con la cabeza alta y decir “yo no vengo del continente, yo vengo del barranco”. Es discutir con turistas alemanes sobre historia local mientras se esperan las sardinas del asadero. Es que te pregunten en la península si “Guanche es tu segundo nombre o una marca de café”.

La globalización puede poner sushi en el menú del bar de abajo, pero jamás hará que un apellido como Chinea se diga bien en boca de un peninsular. Y eso, lejos de ser un problema, es una bendición lingüística. Porque cuando un apellido no se adapta, sobrevive. Resiste. E incluso se ríe por dentro.

Y no nos engañemos: estos apellidos han sobrevivido mucho más que la conquista. Han resistido a las listas de clase que los subrayaban en rojo. A los programas de Word que los ponen en duda con líneas onduladas. A los camareros que los escriben mal en los tickets de boda. Han resistido incluso a las ofertas 2×1 en anglicismos: Kevin Tacoronte no existe. Aún. (Y si llega, será el fin de una era).

Porque el turismo puede construir resorts sobre playas de callaos, pero no puede borrar un apellido como Tarife, que comparte etimología con Tenerife, con el Rif africano y con siglos de historia sin peinar. Tarife es de esos nombres que suenan a resistencia silenciosa. A “yo estoy aquí desde antes de que pusieran la guagua 111”.

Y luego está Añaterve, que ya es categoría aparte. El nombre del único mencey que prefirió firmar la paz antes de ver su gente hecha polvo. Algunos lo llaman traidor, otros visionario. Lo cierto es que el apellido Añaterve es hoy tan escaso que parece una reliquia, uno de esos tesoros que deberíamos guardar en una vitrina con aire acondicionado y custodia de majos.

En realidad, todos estos apellidos lo son. Son fósiles vivos, fragmentos de una identidad que no cabe en una postal ni en una tabla de surf. No son souvenirs, son señas de pueblo. Y cuando alguien los pronuncia con naturalidad, como si fueran cosa de todos los días, es que sigue viva la raíz. Aunque venga envuelta en cholas y pantalones cortos.

Moraleja (sin sermón ni bandera)

Si te apellidas Baute, Bencomo, Chinea, Guanche, Oramas, Tacoronte, Tarife o Añaterve, felicidades: no necesitas árbol genealógico. Eres raíz andante. Puedes permitirte frases como “yo vengo de menceyato” sin necesidad de subirlo a redes. Tu nombre es anterior al turismo, al cable submarino y al salpicón de cherne. No eres exótico: eres ancestral.

Y si no te apellidas así, tranquilo. Puedes presumir con orgullo de conocer a alguien que sí. De compartir verbenas, asaderos o grupos de WhatsApp donde, de vez en cuando, se escapa un “ay mi niño, si Doramas levantara la cabeza…”

Porque en estas islas donde todo pasa tan rápido y tantas veces se olvida, hay ocho apellidos que siguen ahí, firmes, como piedras en medio de la corriente. No para mirar por encima del hombro, sino para recordarnos quiénes fuimos, quiénes somos y, con suerte, quiénes no dejaremos de ser.

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