Madrid, Galdós y la configuración de sus intereses culturales y literarios, por Francisco Cánovas

En 1862 Benito Pérez Galdós llegó a Madrid con el propósito de estudiar Derecho. Tenía entonces diecinueve años. La experiencia madrileña de aquellos años juveniles resultó decisiva, ya que le permitió vivir y compartir el espíritu de los sesenta, como lo calificó José María Jover, “pleno de inspiraciones humanitarias, liberales, democráticas y de fraternidad universal”, que alentó la revolución de 1868 y favoreció la configuración de sus intereses culturales y literarios (1).

En aquel tiempo Madrid era la capital de España, que acogía a la Monarquía, las instituciones políticas nacionales y las principales familias nobles y burguesas. Era una ciudad de tamaño mediano, poblada por 300.000 habitantes. Las políticas liberales impulsaron su desarrollo demográfico, urbanístico y económico, alcanzando a finales del siglo 500.000 habitantes. El crecimiento urbano de Madrid fue canalizado por el Plan de Ensanche del arquitecto Carlos María de Castro, aprobado en 1860. El plan Castro impulsó el desarrollo de la capital desde el barrio de los Austrias hasta el eje Génova / Sagasta / Alberto Aguilera, perfiló el eje Recoletos / Castellana, favoreció la construcción del barrio de Salamanca y la reforma del barrio de Argüelles y atendió algunas necesidades de los barrios populares del sur, desde Lavapiés hasta Atocha. El Plan Castro trató de ordenar la expansión de la ciudad, dotándola de amplias avenidas, plazas y espacios verdes, con edificios públicos de buena factura que embellecieran la ciudad, pero sus objetivos se alcanzaron de forma limitada al carecer del respaldo de los inversores privados y sufrir las consecuencias de la inestabilidad política.

En Madrid, como Galdós mostró en sus novelas, convivían varios madriles. Estaba el Madrid cortesano, alrededor del Palacio Real, el paseo de la Castellana y el barrio de Salamanca, con los lujosos palacetes y mansiones de la nobleza de sangre y la burguesía de negocios. Estaba el Madrid de las clases medias, localizado en el barrio de los Austrias y de Argüelles, con sus ingenieros, médicos, profesores y abogados, que residían en buenas viviendas, cuya distribución reflejaba la diversidad social: el piso principal de la primera planta, espacioso, de techos elevados, buena iluminación, recibidor, salón con balcón corrido, comedor, despacho, sala de música con piano y varios dormitorios, era ocupado por los señores, mientras que los pisos superiores, de menor calidad, acogía a familias de menos recursos. La instalación de tuberías de plomo en las viviendas mejoró los servicios, pero, hacia 1867, la ducha constituía una novedad sorprendente, como se cuenta en Tormento:

Pasaron luego al cuarto del baño, otra maravilla de la casa, con su hermosa pila de mármol y su aparato de ducha circular y de regadera. Rosalía   dio un chillido sólo de pensar que debajo de aquel rayo se ponía una persona sin ropa, y que al instante salía el agua. Cuando Caballero dio a la llave y corrieron con ímpetu los menudos hilos de agua, todas las mujeres, incluso Doña Cándida, y también Bringas, gritaron en coro.

«Quita, quita -dijo Rosalía-, esto da horror».

-Es una cosa atroz, una cosa atroz -afirmó repetidas veces la de García Grande (2).

Y en aquellos madriles estaba, también, el de los trabajadores, los inmigrantes y los pobres, los barrios del sur, entre Embajadores, la Puerta de Toledo y Arganzuela, con sus precarias corralas y chabolas que acogían, como se cuenta en Misericordia y El doctor Centeno, a “la pobretería más lastimosa”.

Al poco tiempo, Galdós se acomodó a la vida madrileña, se identificó con la ciudad y sus gentes y se convirtió en su principal cronista, como Clarín dio cumplida cuenta: “La patria de este artista es Madrid; lo es por adopción, por tendencia de su carácter estético, y hasta me parece… por agradecimiento. Es el primer novelista de verdad, entre los modernos, que ha sacado de la Corte de España un venero de observación y de materia romancesca, en el sentido propiamente realista […] A Madrid debe Galdós sus mejores cuadros y muchas de sus mejores escenas y aun muchos de sus mejores personajes” (3).

Al llegar a Madrid, Galdós se alojó en una pensión situada cerca a la Puerta del Sol, corazón simbólico de la ciudad. A pocos metros se encontraba el Teatro Real, difusor de la ópera italiana; cerca, el Ateneo Científico y Literario, el foro cultural más importante, y, también, el Teatro Español, su interés cultural más definido. Durante los primeros días, con la inestimable ayuda de sus amigos canarios, trató de conocer los puntos neurálgicos de la ciudad: la Plaza Mayor, la Plaza de Oriente, la calle de Toledo, Lavapiés, la calle de Alcalá… La vida ciudadana de la capital le sorprendió sobremanera: «entré en la Universidad —afirmó en sus Memorias de un desmemoriado—, donde me distinguí por los frecuentes novillos que hacía[…]. Escapándome de las cátedras, ganduleaba por las calles, plazas y callejuelas, gozando en observar la vida bulliciosa de esta ingente y abigarrada capital» (4). En sus paseos observó con interés la construcción del nuevo Viaducto y de la Plaza de Toros, el acceso libre al parque del Retiro, que dejó de pertenecer al Patrimonio Real, y el primer tranvía de mulas que comunicaba la Puerta del Sol con el novísimo barrio de Salamanca. “El joven canario —afirma Carmen Bravo—Villasante— estudia en la Universidad de la calle. Hace novillos con frecuencia y paseante en Cortes conoce de memoria la topografía madrileña. La vida urbana le atrae tanto como la biblioteca del Ateneo: dos formas de autodidactismo” (5).

Los protagonistas de las novelas de Galdós van y vienen por las calles madrileñas, permitiendo al escritor describir la topografía de la capital e insertar el espacio en el que se desenvuelven sus historias. Así, los personajes de Fortunata y Jacinta viven sus aventuras en la plaza de Pontejos, donde estaba la residencia de la familia Santa Cruz, en las calles de Postas, de la Sal y de la Magdalena, las plazas de Santa Cruz, de la Provincia y del Progreso, las calles del duque de Alba, de Toledo y de San Cristóbal, el paseo Imperial, la Puerta de los Moros, la avenida de Santa Engracia… “Galdós —afirman Ribbans, Montesinos y Gilman— logra mezclar admirablemente la geografía urbana con las vidas íntimas de sus personajes, de un modo realmente funcional. Su profunda comprensión de un lugar es parte esencial de su presentación realista de los individuos y de la sociedad” (6).      

En La Desheredada, Isidora Rufete recorre con su amigo Miquis la calle de Hernán Cortés, cercana a la vía de Hortaleza, se dirigen hacia la Puerta del Sol y, después, hacia el Museo del Prado. Pasean por el parque del Retiro, “una ingeniosa adaptación de la Naturaleza a la cultura”, comenta el autor. Luego, se encaminan hacia los ventorrillos de los Campos Elíseos, donde ahora comienza la calle de Velázquez, atraviesan sembrados, vertederos y casuchas, hasta el novísimo barrio de Salamanca. Después bajan por la calle de la Ese hacia el torrente de la Castellana, donde vieron desfilar lujosos carruajes, entre los que se encontraba el del rey Amadeo I. En ese momento, comenta Miquis:

Aquí, en los días de fiesta verás a todas las clases sociales. Vienen a observarse, a medirse y a ver las respectivas distancias que hay entre cada una, para asaltarse. El caso es subir el escalón inmediato. Verás muchas familias elegantes que no tienen qué comer. Verás también despreocupados que visten con seis modas de atraso. Verás hasta las patronas de huéspedes disfrazadas de personas, y a las costureras queriendo pasar por señoritas. Todos se codean y se toleran todos, porque reina la igualdad. No hay ya envidia de hombres ilustres, sino de comodidades. Como cada cual tiene ganas de alcanzar una posición superior, principia por aparentarla (7).

En otra ocasión, Galdós lleva a Isidora Rufete a los barrios humildes, caminando desde la calle Hernán Cortés hacia el barrio de las Peñuelas, donde vivía una tía suya. Transita por el paseo de Embajadores y después toma una calle que estaba parcialmente urbanizada y terminaba en un desmonte, albañal o vertedero, “en los bordes rotos y desportillados de la zona urbana”. El narrador adopta el punto de vista de Isidora para describir el ambiente de las Peñuelas:

(…) las miserables tiendas, las fachadas mezquinas y desconchadas, los letreros innobles, los rótulos de torcidas letras, los faroles de aceite amenazando caerse; al ver también que multitud de niños casi desnudos jugaban en el fango, amasándolo para hacer bolas y otros divertimientos; al oír el estrépito de machacar sartenes, los berridos de pregones ininteligibles, el pisar fatigoso de bestias tirando de carros atascados, y el susurro de los transeúntes, que al dar cada paso lo marcaban con una grosería, creyó por un momento que estaba en la caricatura de una ciudad hecha de cartón podrido (8).

Era el otro Madrid, el del paro endémico, la pobreza y las tasas de mortalidad del 40 por ciento, el doble de la que había en los barrios ricos; el de las corralas, las chabolas y las tabernas de la ronda del Sur, en los que el doctor Centeno observó la descomposición moral, la maldad y la miseria.

El joven Galdós prestó mucha atención al lenguaje empleado por los madrileños, el habla correcta de los políticos y cortesanos, la expresión cursi de los señoritos, el habla castiza de los chulapos, la jerga masónica del Gran Oriente, la penetración de galicismos, las expresiones tabernarias… “Galdós —afirma Bravo—Villasante— observa y lee; atento a la menor modificación del lenguaje también será él un consumado hablista y tratará de escribir como se habla y de reflejar la conversación corriente. La percepción de Galdós para las peculiaridades del idioma es extraordinaria. Es casi un don la capacidad imitativa del escritor” (9).

La experiencia madrileña resultó muy positiva, ya que le permitió desprenderse del rigorismo familiar, superar los problemas de salud que arrastraba, mejorar las habilidades sociales y enriquecerse culturalmente: “aquí en Madrid fue donde me curé —afirmó — y donde me desarrollé muy deprisa” (10). El 30 de septiembre de 1862 remitió al rector de la Universidad Central la solicitud de matriculación en los estudios de Derecho, avalado por sus amigos Benítez de Lugo y León y Castillo. Una vez comenzado el curso, fue adentrándose en la dinámica universitaria, alternando las clases de las facultades de Derecho y de Filosofía y Letras:

Mis horas matutinas las pasaba en la Universidad, a la que íbamos los estudiantes de aquella época con capa en invierno y con chistera en todo tiempo. Asistía yo con intercadencia a las cátedras de la facultad de Derecho y con perseverancia a las de Filosofía y Letras, en las cuales brillaban por su gallarda elocuencia y profundo saber profesores como don Fernando de Castro, don Francisco de Paula Canalejas, el divino Castelar, el austero Bardón y el amenísimo y encantador Camús (11).

A través de su magisterio, fue enriqueciendo su cultura humanista y asumiendo las ideas krausistas que pretendían desarrollar una educación moderna que impulsara la modernización de España. El tiempo libre lo dedicaba Galdós a sus intereses ciudadanos, culturales y artísticos, de los cuales dejó en sus novelas muchos testimonios. El Café era el lugar de encuentro y tertulia de profesores, escritores, periodistas y políticos. En sus obras aparecen los cafés más famosos y populares de aquellos años, como el Fornos, situado en la esquina de Alcalá y Peligros, que ofrecía comidas, helados y café de buena calidad. En Fortunata y Jacinta aparecen referencias a sus servicios. El Café la Iberia, situado en la Carrera de San Jerónimo, era “el Parnasillo de los políticos”, como se cuenta en La desheredada. El Suizo, en la esquina de Alcalá y Sevilla, muy frecuentado por Galdós, solía acoger a los banqueros y los médicos. La Fontana de Oro, café y fonda, cercano a la Puerta del Sol, como se dice en la novela homónima, era “el club más concurrido, el más agitado y el más popular”, donde se reunía “la juventud ardiente, bulliciosa, inquieta” del Trienio Liberal, etc. Galdós iba con frecuencia al Café Universal, situado en la Puerta del Sol, al que concurrían los paisanos canarios liderados por Valeriano Fernández, Luis F. Benítez de Lugo, Plácido Sansón y Fernando León y Castillo. Estas reuniones le ayudaron a conocer la capital y a estar al tanto de las novedades políticas y culturales. “El tema obligado de todas las conversaciones —señaló León y Castillo— era el pronunciamiento próximo, pues los pronunciamientos estaban a la orden del día. `¡Se va a armar la gorda!´, se oía decir por todas partes en todos momentos, llegando a ser esa frase para los madrileños algo así como un saludo obligatorio” (12). Allí, Galdós escuchaba con atención, conocía las claves de la actualidad y hacía caricaturas irónicas de los contertulios, que pasaron a constituir el Atlas Zoológico de las islas Canarias.

Galdós comentó en sus novelas anécdotas curiosas de los restaurantes, tabernas y merenderos populares. Los restaurantes más famosos eran Botín y Lhardy. Botín, situado cerca del arco de Cuchilleros, era una pastelería que se transformó en un restaurante de calidad. Aparece mencionado en Fortunata y Jacinta, Torquemada y San Pedro y Misericordia. Al Lhardy acudía la gente principal, como la reina Isabel II, quien después de una cena animada perdió su corsé. Galdós describe en Lo prohibido una de las comidas que ofrecía: “Yo, como no creo en esas teologías, comí en casa del amigo Lhardy buen pavo trufado, buenas salchichas y unos bistecs como ruedas de carro”. Aparece mencionado también en Prim, España sin Rey, Amadeo I, Los ayacuchos y Torquemada en la Cruz. Algunos personajes galdosianos frecuentan casas de comidas, tabernas y merenderos en los que se podían degustar unos guisos aceptables a un precio barato, como la Taberna de Boto, en la calle Ave María, de la que se da cuenta en Misericordia.

La vida cultural y artística de la época isabelina ofrecía un variado mosaico, que ejerció una gran influencia en el joven Galdós: representaciones teatrales, conciertos, zarzuelas, exposiciones de los museos, actividades de los centros culturales… El descubrimiento de esta rica oferta le llevaría a ralentizar los estudios y a decantarse por la literatura y las artes. La cultura oficial de los años sesenta era una cultura ecléctica, que amalgamaba elementos provenientes del neoclasicismo, el romanticismo y el realismo. Se trataba de una vía artística intermedia, que reflejaba, como han señalado José María Jover y Guadalupe Gómez-Ferrer, el estilo pragmático y utilitario de la burguesía, clase social emergente: “El eclecticismo será, pues, la actitud burguesa ante el mundo de la cultura, por más que esta misma burguesía contemple con admiración y con espíritu de empresa los resultados prácticos a que está conduciendo el desarrollo de los métodos positivistas” (13). En el plano ideológico el eclecticismo se nutrió de las propuestas filosóficas de Roger Collard y Víctor Cousin, divulgadas en 1843 en el Ateneo de Madrid, a través de las Lecciones de filosofía ecléctica que impartió Tomás García de Luna y las Lecciones de Derecho Político dictadas por Alcalá Galiano, Joaquín F. Pacheco y Donoso Cortés. El neoclasicismo, estilo oficial desde finales del siglo XVIII, postulaba un canon racional fundamentado en los valores estéticos de la cultura greco-latina. El romanticismo desconfiaba de la racionalidad y propugnaba la libre expresión de la imaginación, los sentimientos y las emociones. El realismo trataba, en cambio, de observar la vida y la naturaleza, para reflejarlas con fidelidad. Años después, se fue abriendo paso el naturalismo, escuela literaria agrupada alrededor de Émile Zola, que aplicaría la metodología positivista, con la pretensión de reproducir la realidad de forma veraz, mostrando, incluso, sus aspectos más desagradables.  

En aquel tiempo, el Museo del Prado era una de las instituciones artísticas más importantes de Europa. Galdós lo visitó con frecuencia para disfrutar de las obras de Velázquez, Rubens, el Bosco, el Greco, Tiziano y Goya, así como de sus creaciones de escultura y artes decorativas. En La desheredada, Isidora y Miquis manifiestan su admiración por las obras que allí se exponían:

Tres o cuatro veces nada más he estado en el Museo. ¡Qué cosas hijo mío! Aquello sí que es grande. Con el talento que hay colgado en aquellas paredes había para hacer un mundo nuevo si este se acabase… Aquella es belleza chico, aquella es gracia. Yo decía: eso lo siento yo, esto es cosa mía, esto me pertenece… (14).

La actividad teatral era una de las manifestaciones artísticas más populares. En 1840 sólo existían en Madrid dos teatros, el Príncipe y el de la Cruz, y una década después se sumaron otros nueve: el Teatro-Circo, el Buenavista, el Variedades, el Simó, el Instituto, el Museo, el Novedades, el Real y la Zarzuela. A su vez, las capitales de provincia y las ciudades importantes construyeron los Teatros Principales, que alcanzaron el número de ciento sesenta, superior al que existía en Inglaterra entonces. La programación teatral tenía una calidad aceptable, siendo aplaudidas por el público obras como El médico a palos de Moratín, Un hombre de Estado de López de Ayala, Locura de amor de Tamayo, Los amantes de Teruel de Hartzenbusch, Don Álvaro o la fuerza del sino del duque de Rivas y, sobre todo, Don Juan Tenorio de José Zorrilla, estrenada en 1849, la más representada en aquellos años. El Real Decreto de los Teatros del Reino, publicado el 7 de febrero de 1849, fomentó las iniciativas de los empresarios y favoreció la renovación de los espacios escénicos. El Teatro del Príncipe se transformó en el Teatro Español, con el propósito de difundir las creaciones españolas. Para ello, se llevó a cabo una importante reforma del edificio, a cargo del arquitecto Aníbal Álvarez, se dictó un reglamento que regulaba el funcionamiento del teatro y se designó a Ventura de la Vega como director del mismo. El nuevo Teatro Español fue inaugurado el 8 de abril con la obra Casa de dos puertas mala es de guardar, de Pedro Calderón de la Barca. Galdós lo frecuentó porque pretendía entonces ser un autor dramático. Cuando trabajó en la redacción del periódico madrileño La Nación realizó numerosos artículos de crítica teatral y comentarios sobre los principales dramaturgos. (15).

El Teatro Real fue inaugurado el 19 de noviembre de 1850, día en el que se celebraba la onomástica de Isabel II, gran aficionada a la música. El Teatro ofreció aquella noche una imagen deslumbrante, ya que acogió a las personalidades de la política, la diplomacia y la cultura: María Cristina, el presidente Narváez, los ministros Bravo Murillo, Seijas y Arrazola, los duques de Alba, Medinaceli, Frías, Villahermosa y Campo Alange y el cuerpo diplomático, encabezado por el barón Bourgoing de Francia, lord Howden de Inglaterra y el príncipe Watwehazy de Austria. Asistieron también personalidades de los negocios y la cultura, como Salamanca, Collantes, Sevillano, López de Ayala, Romea, Madrazo y Ventura de la Vega. Ir a la ópera era un símbolo de poderío económico y categoría social. Se representó La favorita, de Gaetano Donizetti, con libreto de Alphonse Royer y de Nieuwenhyusen, ópera de temática española, interpretada por la contraalto Marietta Alboni, el tenor Italo Gardoni, el barítono Paolo Barroilhet, la soprano Frezzolini y el ballet de Sofía Fuocco. El Real tuvo desde sus orígenes una orientación musical italiana, que divulgó las principales obras de Rossini, Verdi, Bellini y Donizetti. Los cantantes más aplaudidos fueron los tenores Enrico Tamberlick, Roberto Stagno y Francesco Marconi, el bajo Antonio Selva y la tiple GiuliaGrissi. Entre los cantantes españoles destacaron Julián Gayarre, Adelina Patti, Rosina Penco, Miguel Fleta, Hipólito Lázaro y Francisco Viñas. La ópera era una de las aficiones favoritas de Galdós. Cuando su ajustada economía se lo permitía, solía ir al gallinero del Teatro Real. En Fortunata y Jacinta, El doctor Centeno, La desheredada y Misericordia aparecen numerosas referencias sus representaciones operísticas:

Cuando la conversación recaía en cosas de arte, Ponte, que deliraba por la música y por el Real, tarareaba trozos de Norma y de María di Rohan, que Obdulia escuchaba con éxtasis (16).

El interés de Galdós por la música deparaba motivos de conversación y de diversión, como reveló Palacio Valdés:

Por la mañana algunos amigos se reunían en la modesta casa donde estaba el pupilo, y le decían: «mira, cántanos el cubrefuegos de los Hugonotes con orquesta y todo»; y el estudiante, que tenía un oído privilegiado, comenzaba a entonar el pasaje con una habilidad increíble, ejecutando proezas con los labios y la lengua para imitar los sonidos agudos del violín o las notas gangosas del oboe, de tal manera que sus amigos aplaudían entusiasmados y reían y gozaban con la alegría de los diecinueve años (17) .

La ópera y la zarzuela compuesta por músicos españoles se vio obligada a emigrar a otros escenarios, como el Teatro del Instituto, el Teatro Variedades y, sobre todo, el Teatro de la Zarzuela, inaugurado en 1856, que se convirtió en el segundo teatro de los madrileños, desempeñando una buena labor de difusión de la lírica española. Su programa de inauguración contenía la obertura de El barbero de Sevilla de Carnicer, la zarzuela El sonámbulo de Hurtado y Arrieta y La sinfonía sobre los motivos de zarzuela de Barbieri, haciéndose al final una alegoría que representaba el triunfo del arte lírico español sobre las modas extranjeras.

El Ateneo Científico, Literario y Artístico constituyó para el joven Galdós un importante descubrimiento. Fundado en 1820, como “sociedad patriótica y literaria para comunicar ideas, consagrarse al estudio de las ciencias exactas, morales y políticas y propagar las luces”, desarrolló una labor cívica y cultural importante. Entre 1862 y 1870 estuvo presidido por Antonio Alcalá Galiano, José Posada Herrera y Laureano Figuerola. A Galdós le llamaban la atención las conferencias que impartían primeras figuras de la universidad y la cultura, como Castelar, De Castro, Salmerón, Ríos Rosas, Cánovas del Castillo, Echegaray y Giner de los Ríos, sobre las nuevas tendencias políticas y culturales, los excelentes fondos de su biblioteca, una de la mejores de España, y las personas, como Clarín, Ortega Munilla o Escalanate, que deambulaban por sus dependencias. En el episodio Prim destacó el afán de conocimiento y la tolerancia que imperaba:

El Ateneo era entonces como un templo intelectual…, que tenía un ambiente de seriedad pensativa propicia al estudio… Iban allí personas de todas las edades, jóvenes y viejos, de diferentes ideas, dominando los liberales y demócratas y los moderados que habían afinado con viajatas al extranjero su cultura; iban también los neos, no los enfurruñados e intolerantes; las disputas eran siempre corteses, y la fraternidad suavizaba el vuelo agresivo de las opiniones opuestas… El salón o salones de lectura eran un gran espacio irregular… Largas mesas ofrecían a los socios toda la prensa de Madrid y mucha de provincias, lo mejor de la extranjera, revistas científicas ilustradas o no, de todos los países… En aquel espacio, no más grande que el de una mediana iglesia, cabía toda la selva de los conocimientos que entonces prevalecían en el mundo, y allí se condensaba la mayor parte de la acción cerebral de la gente hispánica… Era la gran logia de la inteligencia… Por su carácter de cantón neutral o de templo libre y tolerante, donde cabían todos los dogmas filosóficos, literarios y científicos, fue llamado el Ateneo la Holanda española (18).

Los personajes de El amigo Manso, Fortunata y Jacinta y Lo prohibido realizan diversas alusiones a las actividades del Ateneo madrileño. En este entorno cultural y artístico, Galdós fue acrisolando su vocación literaria. Al principio se decantó por la creación teatral y el periodismo, dada su capacidad de comunicación con el público:

Mi vocación literaria se iniciaba con el prurito dramático, y si mis días se me iban en flanear por las calles, invertía parte de las noches en emborronar dramas y comedias… Todo muchacho despabilado, nacido en territorio español, es dramaturgo antes que otra cosa más práctica y verdadera. Yo enjaretaba dramas y comedias con vertiginosa rapidez, y lo mismo los hacía en verso que en prosa; terminaba una obra, la guardaba cuidadosamente, resguardándola de la curiosidad de mis amigos; la última que escribía era para mí la mejor, y las anteriores quedaban sepultadas en el cajón de mi mesa (19).

Francisco Ayala ratificó esta inclinación juvenil hacia el arte escénico: “Hacia mediados del siglo XIX el impulso creativo de un joven español aficionado al ejercicio de las letras debía llevarlo con toda naturalidad al terreno dramático. Desde el siglo XVII la comedia constituía la gran tradición nacional… El teatro era el centro de atracción para quien aspirase a seguir una carrera literaria. Galdós no olvidaría nunca su primera ilusión de dramaturgo, aunque su carrera literaria había de ser la de un novelista” (20).

Galdós fue cursando los estudios de Derecho “de mala gana”, como le confesó a Clarín. Era una imposición familiar que no tenía más remedio que secundar, pero sus intereses personales estaban lejos de las ciencias jurídicas. Para tranquilizar a sus padres, realizó trabajos que le permitieron conseguir algún dinero y le dieron a conocer en el mundillo cultural. Galdós advirtió el potencial del periodismo. La modernización de las carreteras, el desarrollo de la red ferroviaria, la aplicación del telégrafo y la aparición de las agencias de noticias favorecieron la difusión de las noticias, transformando la prensa de opinión en prensa informativa, que multiplicó el número de lectores, sobre todo en las clases medias urbanas. Así, sus primeras colaboraciones periodísticas le ofrecieron la posibilidad de aprender el oficio, de afinar su estilo narrativo y generar nuevas oportunidades profesionales. Un paso decisivo, a este respecto, fue su incorporación en 1865 al equipo de redacción del periódico La Nación, que promovía el veterano dirigente progresista Pascual Madoz. Entre 1865 y 1868, Galdós publicó en La Nación ciento treinta y un artículos en los que hizo gala de una escritura cuidada y eficaz, que apuntaba rasgos de su futuro quehacer literario. Los artículos estaban agrupados en varias secciones: «Galería de españoles célebres», «Galería de figuras de cera», «Manicomio político-social», «Revista musical», «Revista de Madrid» y «Revista de la Semana». Según William Shoemaker, Galdós tenía el propósito “de entretener, de divertir, de pintar lo espectacular y de ofrecer informaciones, no para dar noticias, sino para comentarlas amenamente, con un humorismo de varia lección” (21). Los artículos denotan una gran capacidad de observación de la vida madrileña, de captura de experiencias vitales y de caracterización de personajes. Son retratos de la sociedad, que a la vez reflejan las ideas y los valores del joven periodista: su amor por Madrid, su patriotismo, su sensibilidad cultural y la necesidad de regenerar la vida pública. En este sentido, afirma Bravo-Villasante: “Su prosa es muy fácil y tiene ligereza, escribe a vuelapluma y posee gran amenidad en todo lo que cuenta con rápida andadura. Es como una conversación escrita, refiere sucesos cotidianos, fiestas, epidemias, cambios políticos, y hace la Revista de la Semana en menos de lo que se piensa, todo ofrecido con un cendal de fino humor, que no es británico, como dirán algunos, sino típicamente canario” (22).

En los artículos de La Nación Galdós manifestó una orientación política progresista. A su juicio, la Constitución de 1812 era “el código político más venerable y más sabio que ha producido la gran revolución moderna”. El régimen conservador isabelino se había agotado, por lo que había que romper las ataduras y realizar el cambio. Sus críticas se dirigieron especialmente contra los neocatólicos de Cándido Nocedal, “hombres de aspecto triste y severo, de actitud sombría, de voz hueca, de mirada siniestra, de color amarillo”. A lo largo de trece artículos el joven periodista censuró su campaña contraria al reconocimiento del reino de Italia, su defensa de los privilegios eclesiásticos y la explotación de los sentimientos religiosos con fines políticos. Galdós denunció, asimismo, “el lápiz inexorable del fiscal” que pretendía controlar la libertad de opinión. La Unión Liberal de O´Donnell tampoco se libró de sus críticas, que denunciaron su falta de eficacia, su apego a los intereses materiales y su clientelismo:

Sustitúyese toda la pléyade presupuestívora por otra no menos voraz, que milita en las banderas hoy triunfantes de la Unión; arréglanse las cosas de modo que en cada puesto oficial haya un sitio de acecho, y en cada empleado un esbirro de flaquezas electorales, un espía de votos escatimados y un escamoteador de votos (23).

El joven periodista no ocultó sus simpatías por los progresistas de Prim, ni su convicción de la necesidad del cambio democrático.

La influencia de Cervantes, Larra y Mesonero Romanos en los artículos es manifiesta. Con cierta frecuencia Galdós aborda determinados asuntos serios de forma irónica, como cuando anunció que “Madrid será puerto dentro de poco tiempo”, o sentenció que “los acontecimientos andan por el mundo tan mal repartidos como el dinero”. En los artículos sobre la vida ciudadana censuró las malas prácticas, como “la glotonería universal navideña”, las borracheras de las fiestas de San Isidro o las corridas de toros, “bárbaro y grotesco espectáculo”. En La Nación también publicó artículos de crítica literaria y artística, en los que arremetió contra los populares folletines, la pervivencia del romanticismo y la artificiosidad de determinados escritores y poetas, reivindicando la recuperación de la tradición realista española, atenta a lo que sucedía en la sociedad de su tiempo. Charles Dickens le parecía un escritor extraordinario, por su fuerza descriptiva, la caracterización de los personajes y la acertada combinación de asuntos elevados y triviales. A su juicio, su obra representaba “la mayor exactitud y verdad que cabe en las creaciones de arte”. El 9 de marzo de 1968 comenzó a publicar en La Nación su traducción de Las aventuras de Mr. Pickwick. A Ramón de la Cruz lo consideró “el único poeta verdaderamente nacional del siglo XVIII”, valorando su capacidad para describir la sociedad y para crear personajes. Cuando falleció Ventura de la Vega, escribió una necrológica en la que resaltó la excelente estructura de sus comedias y la “profunda lección moral” que contenían. Y, en fin, Mesonero Romanos sería otra referencia literaria importante, cuyo consejo recabaría cuando comenzó a dar sus primeros pasos literarios. Como buen aficionado al teatro, comentó las principales novedades de los escenarios: “Galdós en aquel entonces —afirma Rosa Amor— con una pluma periodística de orden costumbrista aprovecha la ocasión para describir cómo era el carácter de la vida madrileña en materia teatral y lo aburrido por su ortodoxia que resultaban los espectáculos en aquel momento y qué necesidades y gustos tenían aquellos madrileños” (24).

            La experiencia del joven Galdós en La Nación fue muy importante. “En muchos de estos artículos— afirma Bravo-Villasante— está el germen de sus futuras novelas, y el plan de la comedia humana española, así como el estudio más completo de la sociedad madrileña. En estas colaboraciones se ve ya al escritor Galdós, y su estilo es tan inconfundible que hasta cuando no firma se adivina que son galdosianas” (25). Por lo demás, Pilar Palomo considera que la actividad periodística desarrolló su capacidad para aproximarse a la realidad social, algo que poco después comenzaría a plasmar en sus novelas, a través de una narrativa sobre lo observado y lo vivido, convirtiéndose en un rasgo singular de su estilo literario (26).

En suma, la actividad periodística le ofreció a Galdós la oportunidad de iniciar la actividad profesional, establecer relaciones profesionales y darse a conocer en el mundillo cultural. Escribiendo los artículos periodísticos adquirió la perspectiva y los recursos que contribuyeron a perfilar su vocación literaria y a dar el salto hacia la novela. 

Notas:

1.- José María Jover (1981): Introducción a “La era isabelina y el Sexenio Democrático (1834/1874)”, Historia de España Menéndez Pidal, Espasa-Calpe, Madrid, pág. XV. Francisco Cánovas (2019): Benito Pérez Galdós. Vida, obra y compromiso, Madrid, Alianza Editorial.

2.- Pérez Galdós, B. (1884): Tormento, Imprenta y Litografía La guirnalda, Madrid, pág. 259.

3.- Clarín (1889): Estudio crítico-biográfico de Benito Pérez Galdós, Madrid, Ed Ricardo Fe, pág. 17.

4.- Pérez Galdós, B. (2011), op. cit., pág. 12.

5.- Carmen Bravo-Villasante (1988): Galdós, Mondadori, Madrid, pág. 17.

6.- Geoffrey Ribans, José F. Montesinos y Stephen Gilman, “En torno a Fortunata y Jacinta”, en Historia y crítica de la literatura española, dir. Francisco Rico, vol. V, Ed. Crítica, 1979, pág. 521.  

7.- La desheredada, capítulo IV.

8.- Ibid., capítulo II.

9.- Bravo-Villasante C. (1988), op. cit. pag. 17.

10.- Declaración de Galdós a Enrique González Fiol, Rev. Por esos Mundos, 1910, pág.39.

11.- Cit, Ortiz-Armengol, P. (2000): Vida de Galdós, Barcelona, Crítica, pág. 63.

12.- Cit. Alfonso Armas (1989): Galdós: lectura de una vida, S.C. Tenerife, Caja General de Ahorros de Canarias,págs. 74-80.

13.- Jover, José María, Gómez-Ferrer, Guadalupe, y Fusi, Juan Pablo (2007): España: sociedad, política y civilización. Siglos XIX y XX, Ed. Debate, Madrid, pág. 207.

14.- La desheredada, II, cap. XII.

15.- Vid. Francisco Cánovas (2005): La reina del triste destino, Ed. Corona Borealis, Madrid, pp. 202-203.

16.- Misericordia, capítulo XVII.

17.- Cit. Ortiz-Armengol, op. cit., pág. 64.

18.- Pérez Galdós, B., Prim, capítulo XII.

19.- Pérez Galdós, B. (2011): Memorias de un desmemoriado, Valencia, Nador, pp. 12-3.

20.- Francisco Ayala (1978): Galdós en su tiempo, Santander, Universidad Internacional Menéndez Pelayo, pp. 7-8.

21.- William Shoemaker, “Los artículos de Galdós en La Nación. 1865-1866”, Ed. Ínsula, Madrid, 1972, p. 14.

22.- Bravo-Villasante, C. (1988), op. cit., pág. 28.

23.- Cit. Estébanez, Dionisio. (1982): “Evolución política de Galdós y su repercusión en la obra literaria”, Anales Galdosianos, nº 17, pág. 10.

24.- Amor del Olmo, Rosa (2005): “Teatro bufo, parodia y sátira”, Revista Isidora, nº 24, Isidora Ediciones, pág. 83.

25.- Bravo-Villasante (1988), op. cit., pág. 33.

26.- Palomo, Pilar (1988): El periodismo en Galdós, en “Madrid en Galdós, Galdós en Madrid”, Consejería de Cultura de la Comunidad de Madrid, Madrid, pp. 223-30.

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