
Antonio Chazarra
El arte es una herida hecha luz
Georges Braque
-Pintor y escultor cubista-
Tengo un libro en las manos, “Algunos lugares de la pintura” de María Zambrano. Uno de los textos que contiene es “Lo sacro en Federico García Lorca”.
Se suele categorizar de razón poética, la fusión que acuña entre pensamiento y poesía. Es deslumbrante y sorprendente. Tiene la virtud de transitar caminos hasta ahora inexplorados…, quizás por eso es tan original. Incluso puede afirmare sin exageración, que con ella nace un nuevo enfoque de crítica literaria.
No es fácil decir algo nuevo. Ella lo consigue con harta frecuencia. Es ya un lugar común considerar a García Lorca como una de las cumbres de la poesía y el teatro del siglo XX.
Lo que hasta la fecha, nadie se había atrevido a formular, es que “ni es un mito ni ha podido serlo, porque tiene un carácter esencialmente sacro y lo sacro no se puede ni mitificar ni, por tanto, desmitificar”.
Va más allá y considera que es un ser tocado por lo sagrado. Señala, además, que entre nosotros tendemos con excesiva frecuencia, a “banalizar lo sagrado” hasta convertirlo en algo cotidiano.
Su instinto crítico y poético percibe que Federico es un ser nacido para el sacrificio. Quizás, ese estigma que lo acompaña está recogido con fuerza en las palabras finales de su Mariana Pineda: “Amor, amor, amor y eternas soledades”.
Buena parte de la obra del poeta de Fuente Vaqueros responde a la interpretación de una huida lírica y apasionante. Pretendiendo escapar de la muerte que le aguarda, no hace más que acercarse a su destino trágico.
Otras veces, leyendo y releyendo la poesía lorquiana, da la impresión de que el poeta presiente de dónde viene y a dónde se dirigen sus pasos.
Federico tiene, desde luego, un lado oscuro. Es mucho más sombrío de lo que parece. No se encuentra a gusto ni con el mundo que le tocó vivir, ni consigo mismo. Vive en un permanente exilio interior. Su itinerario vital es un reloj de arena cuyos granos se están agotando.
Por contradictorio que pueda parecer, posee una fuerza y una luz propia interior que partiendo de sus heridas lo irradia todo. Su andadura vital y poética recorre caminos pedregosos y hostiles.
Federico huele a tierra húmeda. Ha aprendido dolorosamente, que contra la oscuridad no hay corazas protectoras. Es más, nunca pisará la tierra prometida.
Es un poeta sumido en la oscuridad. Las tinieblas lo envuelven aunque sus pies y su verbo estén iluminados por la luna. Lo corroe una dialéctica amarga, entre la oscuridad que lo envuelve y la luz que lo ilumina por dentro. Una luz que ilumina su creación poética. Creo que esa luz, que surge de lo oscuro, podría denominarse “duende”.
Lleva consigo una pesada carga. No es fácil soportar los recuerdos de los desprecios sufridos, los abandonos y las ilusiones perdidas. Lo sombrío se filtra por su sangre y sus venas.
Su corazón es un negro y profundo pentagrama sin clave. Cuando intenta mirar al cielo no ve más que ceniza. Lucha por ser de plata y agua, pero muy a su pesar lo derrotan las sombras. Como él mismo escribió “la piedra es una frente donde los sueños gimen”. Para él la noche del alma es y será siempre oscura porque está marcada por el signo de la tragedia.
Todo en su poesía tiene un poso trágico. Los dibujos que, en tantas ocasiones acompañan sus poemas, son ambiguos y misteriosos. Hay críticos que han realizado interesantes comentarios psicoanalíticos al respecto.

Federico se entrega a su destino con un abandono y a la par con una fuerza ineluctable. Su imaginación puede con todo.
Las cosas y las acciones no admiten réplica. Son lo que son. Aguardan en un recodo del camino para que se cumpla su destino trágico.
Es vano dejarse llevar por señuelos, fantasías y “racionalizaciones metafísicas tranquilizadoras”. No pueden proporcionarnos consuelo. Son superficiales mientras la “pena negra” es profunda.
Federico, por mucho que lo intente, no consigue combatir, ni mucho menos aniquilar, las mitologías metafísicas. Es más, estas le asentaron golpes de los que no pudo reponerse aunque sí sublimarlos en sus poemas y en su teatro.
María Zambrano intuye que la ironía acompaña a lo sagrado. La ironía, por contradictorio que parezca, está presente “en todo verdadero sacrificio”. Federico es consciente de que no tiene salvación, ni remedio.
Los pasos que va dando lo encaminan a un final trágico, vislumbrado con antelación. Ahí está “Bodas de sangre”, ahí están “Los sonetos de amor oscuro”, ahí está “Poeta en Nueva York”.
¿Por qué es Federico García Lorca un poeta universal? Por muchas y diversas razones, mas quizás, porque vive en carne propia “los desgarros de la condición humana” con una profundidad poética inigualable.
Tal vez por eso, por mucho que intente superar los prejuicios metafísicos, está apresado en las redes de “un lugar sin espacio y de un tiempo sin tiempo”. Quizás por eso, son de una gran altura poética sus infinitos matices y sus delicadas ambigüedades.
Los poemas y el teatro de Federico García Lorca no son otra cosa que una trágica exploración en pos del conocimiento. Desde luego, sin concesiones a la hipocresía imperante, a los desvíos espirituales y lacras morales con que lo estigmatizaron.
Su literatura es profundamente auténtica. Podía haberse dejado llevar por el resbaladizo terreno de la distopía o de la autoficción. Se niega a hacerlo con valentía. Quizás, por eso, es un sembrador de futuro y alguien que abre caminos.
Pone en pié y crea un mundo que tiene más de onírico de lo que parece y que funciona como trasunto de otras realidades. Bien mirada, su poesía aunque se le haya incluido en el surrealismo “tiene más de espejo que de espejismo”. Es un espacio sin espacio de donde surge “el umbral del dolor”.
Federico expresa esa angustia –aunque como tantas otras veces- ocultando, enmascarando su origen “el metálico rumor del suicidio que le anima cada madrugada”.
Quisiera, humildemente, discrepar de quienes queriendo engrandecerlo lo consideran un mito de proporciones casi descomunales. Por el contrario, el Búho de Atenea está repleto a rebosar de misterio… tal vez por eso, en cada atardecer es capaz de manifestarse con infinitas variaciones.
Federico García Lorca no es un escritor univoco. Sus poemas, aunque aparentemente, brillantes y luminosos contienen no poca oscuridad, sordidez y agonía.
Su noche del alma es por eso, “para siempre oscura”. Es más, su dolor es perfectamente descriptible, desde un conjunto de ironías que punzan hasta hacer sangrar su corazón.
Hay “puertas” que llevaban clausuradas largo tiempo y que sus palabras entreabren. Sin miedo a las amenazas aunque puedan, como en su caso, poner fin a su vida en cumplimiento de su trágico destino.
Observe el lector –María Zambrano lo hace- que los silencios de Federico son tensos y profundos. Sugiere más de lo que dice. Su verbo cuando asciende libera una magia estética. El mar del desierto es una ondulación interminable de dunas.
El silencio es seco, una lámina acerada. María Zambrano acierta al posarse en lo sacro en Federico García Lorca.
Me he parado a reflexionar en más de una ocasión, en que el concepto de divinidad está, por lo general ausente, en los poemas de Lorca. Puede afirmarse incluso y aunque se ha demorado tanto y durante tanto tiempo, lo sacro arde –como la zarza- en el corazón de sus palabras.
Con sabia intuición percibe que los poemas telúricos surgen de la intimidad con la tierra y del empeño del corazón. Las palabras crecen en silencio… como el trigo, que habrá de convertirse en pan.
La pensadora entrevé que en Federico se cumple lo que Baruch Spinoza diferencia “entre lo visto y lo que él ve”. Tiene un mérito indiscutible trasladar esta reflexión metafísica a sus creaciones poéticas.
Al encadenar una meditación sobre los que han amado, los que son capaces de amar y los que están apresados por el amor, considera –en una intuición formidable- que en esa procesión de infelices, figura la obra poética de Federico, por derecho propio.
Cierro “Algunos lugares de la pintura”. Me siguen pareciendo esclarecedoras las intuiciones de María Zambrano. Mucho se ha escrito sobre García Lorca. Ella es capaz de transitar una ruta inexplorada que ilumina y ofrece nuevas interpretaciones de su obra.
Antes de poner fin a estos comentarios, quisiera señalar, porque es de justicia, que María Zambrano es una enorme crítica literaria a la que, por desgracia no se ha tenido en cuenta hasta ahora. Las perspectivas que abre su palabra filosófica y poética son rotundas a la par que de una delicada intuición.
Cuanto he venido apuntando puede sintetizarse en un verso de “Sonetos del amor oscuro”. Tiene una fuerza hermosa y terrible “¡Oye mi sangre rota en los violines!”
Mi propósito no ha sido, en este breve ensayo, polemizar con quienes han analizado con rigor la obra poética y dramática de Federico García Lorca. Con todos los respetos, sin embargo, me atrevo a lanzar la idea que no se han tenido en cuenta las aportaciones y los puntos de vista de María Zambrano, con la atención que merece.
Las palabras de la filosofa son capaces de poner sobre “el gastado tapete de la crítica” nuevos enfoques y nuevos giros para seguir interpretando –tarea permanentemente inacabada, por cierto- la poesía y la trascendencia de Federico García Lorca.
En un poema de “Poeta en Nueva York”, “Panorama ciego de Nueva York”, Federico, con rabia casi con desesperación, formula una idea de futuro capaz de transcender la miseria, sordidez y deshumanización reinantes.
… Aquí solo existe la tierra.
La tierra con sus puertas de siempre
que llevan al rubor de los frutos.















