
R. Amor del Olmo
Hay un nuevo término que recorre los informativos con la ligereza con la que se reparten diagnósticos sociales desde arriba: pobreza vacacional. Parece un chiste, pero por desgracia no lo es. Así llaman ahora a quienes no pueden permitirse salir de vacaciones, como si el hecho de no “irse por ahí” automáticamente te convirtiera en pobre y, peor aún, en sospechoso. Por disparatado que suene, la idea está calando: un estudio reciente reveló que casi 40 millones de europeos (el 14% de la población de la UE) no pudieron permitirse ni una semana de vacaciones en 2022. Y a esa realidad han decidido ponerle la etiqueta de “pobreza vacacional”. Como si no largarse en verano fuera un fracaso personal.
Porque, según esta narrativa, si no sales a emborracharte en una terraza ibicenca, si no subes fotos en un yate alquilado, si no haces cola para pagar 40 euros por un arroz con cuatro mejillones resecos en cualquier costa patria… entonces, amigo, estás mal. No solo económicamente, sino socialmente. Has fracasado. La idea que nos venden es esa: el que no veranea, no existe.
¿Y si no me da la gana?
¿Y si simplemente no me da la real gana de pasar por ese aro? No me da la gana que me timen. Así de claro, sin florituras. Entre pagar el comedor del niño, las ruedas del coche (que hay que cambiarlas porque sí), el recibo de la luz que sube por arte de magia, los impuestos por respirar y hasta las multas por circular por calles invisibles de Madrid que antes eran normales pero ahora son zona prohibida… uno termina el mes como puede, no como quiere. Es decir, con la cuenta temblando.
Y entonces llega agosto, con él el chantaje emocional de las vacaciones. Como si el simple hecho de no trabajar durante unos días implicara automáticamente el deber de gastarte un sueldo entero en escapadas y caprichos. Alojamientos de tercera con toallas raídas, buffets de guerra, gasolina a precio de oro… ¿y todo eso para qué? ¿Para regresar con los mismos problemas a cuestas, solo que ahora con resaca y la cartera vacía? Si mis problemas son deudas, hipoteca, la compra semanal o alguna enfermedad familiar, irme de vacaciones a lo grande no los va a resolver. Al contrario, puede añadir ansiedad (y facturas) a la lista.
También existe eso de aprovechar el verano para avanzar en la escritura, programar unidades didácticas para profesores cuando te dan asignaturas que nunca has impartido, leer, escuchar música, visitar a gente, pasear, ver por fin museos, levantarte sin hora, disfrutar un buen desayuno, no hacer nada…eso es vacación también, ¡chavales!
¿Qué pasó con la pandemia?
Ah, la pandemia… ¿Recuerdas? Cuando el turismo se paralizó y los hoteleros lloraban como plañideras en prime time. Que si el país se hunde, que si esto es una ruina, que si vamos a desaparecer. El Estado salió al rescate, como siempre: millones de euros en ayudas, ERTEs, subvenciones a fondo perdido. ¿Y luego qué? ¿Agradecieron algo? Ni un mísero vale de desayuno gratis para las familias arruinadas. Ni un gesto. Ni una rebaja. Al contrario: en cuanto pudieron, volvieron a la carga con precios inflados (hoy dormir en un hotel en España es en promedio un 22% más caro que antes de la pandemia), ofertas fantasma y aglomeraciones disfrazadas de “experiencias premium”.
Les faltó tiempo para recuperar lo perdido, a costa de nuestro bolsillo. Los vemos ahora frotándose las manos: 2023 fue un año de récord turístico y en 2024 han vuelto a superar marcas. Tarifas en máximos históricos, ocupaciones al 100% y una feroz competencia por ver quién exprime más al cliente. ¿Han pensado en quienes se quedaron sin nada durante la pandemia? Para nada. Siguen con la misma máquina de hacer dinero de siempre, encantados de haberse conocido.
Te sale más barato salir del país
Turistas abarrotan la playa de Benidorm, ejemplo del turismo masivo de verano.
La paradoja es sangrante: con lo que cuesta pasar una semana en Alicante, Málaga o Huelva en agosto, te puedes ir a Grecia, a Senegal o a Marruecos. Vuelos incluidos, buena comida y, encima, te tratan como a un ser humano. No es broma, es la pura realidad. Un análisis reciente mostró que una semana de vacaciones en destinos nacionales como Menorca o Mojácar (unos 2.700 € por pareja) cuesta prácticamente lo mismo que un paquete todo incluido a Punta Cana (alrededor de 2.883 €). ¡Así de disparatado está el panorama! Volar a 8.000 kilómetros sale igual de caro o más barato que quedarse disfrutando del Mediterráneo en casa.
¿La razón? Porque en esos destinos extranjeros no han convertido el turismo en una máquina de exprimir al de casa mientras hacen la ola al de fuera. Aquí, sin embargo, eso es exactamente lo que ha pasado: los hoteleros, en cuanto han podido, han preferido llenar sus hoteles de turistas extranjeros dispuestos a pagar lo que sea, expulsando al turista local a base de sablazos. El resultado es que a muchos españoles les compensa más veranear fuera que en su propio país. Sale más a cuenta un vuelo internacional que una caravana interminable hacia la costa levantina. Triste, pero cierto.
No soy pobre, soy libre
No, no tengo “pobreza vacacional”. Tengo dignidad. Y libertad. Prefiero organizarme a mi manera: quizá irme cuatro días en octubre a algún lugar que de verdad me apetezca, que me llene, que no esté masificado por la histeria colectiva del calendario escolar. Prefiero eso a compartir mis contados días de descanso con el 80% del país sudando en caravana. Y ¿sabes qué? No necesito justificarlo. No tengo que dar explicaciones a nadie.
Cuando tienes problemas de los gordos, de esos que pesan de verdad —deudas, enfermedades, familia a cuestas—, montarte una verbena vacacional en agosto puede ser peor que quedarte en casa. Puede convertirse en una penitencia más que en un placer. Así que no me vengas con el insulto ese de la “pobreza vacacional”. Porque no soy pobre; soy consciente. Consciente de mis prioridades, de mis límites y de las trampas que hay ahí fuera. Y, por supuesto, no me dejo engañar.