De profesión, político

José Montesdeoca

La política española atraviesa un momento de desconcierto que no se explica sólo por los escándalos ni por la disputa permanente entre partidos. Hay algo más profundo que afecta a la forma misma de entender el poder. Lo que en su origen fue una vocación de servicio se ha convertido en una carrera de supervivencia, en la que importa más la imagen proyectada que el ciudadano de lo común.

Las polémicas generadas en fechas recientes, relacionadas sobre los currículums de varios dirigentes, con el caso de Noelia Núñez como detonante mediático, es apenas la superficie de una crisis mayor; la política se ha vuelto in escenario de apariencias, más preocupada por construir relatos personales que por ofrecer gestión.

El debate sobre títulos académicos, aunque legítimo, no toca el núcleo del problema. La política no se empobrece por la falta de diplomas, sino por la ausencia de biografía real. No es la acumulación de credenciales lo que hace valioso a un dirigente, sino su experiencia vital, su capacidad para comprender la vida de los ciudadanos y ciudadanas, para escuchar y decidir con prudencia. Esa madurez no se improvisa ni se aprende en la burbuja de un partido, donde el tiempo se mide en fidelidades, ni en las redes sociales, donde lo efímero sustituye a lo esencial. Cuando la política se convierte en un primer empleo o en un destino cerrado desde la juventud, lo que surge no son líder, sino personas desconectadas de la vida común.

Esto no significa despreciar a quienes han dedicado su vida a la política con honestidad y entrega. Pero la profesionalización mal entendida ha llenado los partidos de perfiles cuya única trayectoria es interna. El cargo se convierte en identidad y en límite en mental. El partido, cuando es el único suelo que se pisa, termina también siendo el techo de las ideas. Esa lógica destruye el sentido más noble de la política, porque la reduce a la defensa del interés particulares antes que a la búsqueda del bien común. Los partidos necesitan una renovación profunda, pero viven anclados en una paradoja. Por un lado, es fundamental contar con voces que traigan sensibilidad hacia los problemas emergentes y el dinamismo que exige una sociedad cambiante. Por otro, es igual de necesario que esas voces convivan con personas que han trabajado y vivido fuera de la esfera política, que conocen el esfuerzo de emprender, educar o crear. No es una cuestión de edad, sino el equilibrio entre energía y experiencia. Sin esa combinación, la política se vuelve endogámica, incapaz de entender el país que debe gobernar, o la institución que debe dirigir. Y el dirigente que nunca ha salido del ecosistema partidista termina representándose poco más que a si mismo.

El fenómeno de los currículums inflados, responde en parte a una obsesión por exhibir méritos académicos como si fueran la única garantía de capacidad. Gobernar no exige coleccionar títulos, pero si requiere integridad, responsabilidad y conocimiento del mundo real. Lo grave no es carecer de una licenciatura o grado, sino fingirla. Lo preocupante no es no haber trabajado en el sector privado, sino no saber lo que significa vivir fuera del guion político. Cuando el partido se convierte en el único horizonte profesional, el poder deja de ser una herramienta de servicio para transformarse en un objetivo en sí mismo.

Esta dinámica erosiona la libertad. Quien debe toda su carrera al partido se siente atado por una lealtad que anula su capacidad de crítica. Y una política sin voces libres se degrada hasta convertirse en un sistema de obediencia, donde la unidad se impone por miedo a discrepar y no por la fuerza de las ideas compartidas. Sin debate interno, los partidos pierden creatividad y se vuelven frágiles hacia afuera, incapaces de escuchar o rectificar cuando es necesario. Es vital repensar la profesionalización política, no para despreciar el oficio, sino para devolverle su sentido original. Dedicarse al servicio público durante casi toda la vida puede ser admirable, siempre que exista la posibilidad de volver al espacio privado sin perder dignidad. Necesitamos políticos que no teman dejar el poder o en su defecto lo público, porque saben que su vida no depende de ello. Para avanzar en esa dirección hay medidas que no dependen sólo de los partidos, sino también de la ciudadanía, que debe replantear sus expectativas. Durante demasiado tiempo hemos premiado más la imagen que el contenido, el carisma que la profundidad de las ideas. Si seguimos confundiendo la política con un espectáculo, aceptaremos líderes diseñados como productos y no como servidores del bien común.

Una tarea ineludible es la transparencia real. No se trata de desconfiar por sistema, sino asumir que el servicio público requiere un escrutinio más riguroso que cualquier otro ámbito. Los partidos deberían ser los primeros en auditar y verificar los datos de sus candidatos y candidatas para garantizar autenticidad y evitar escándalos que erosionan la confianza ciudadana.

Otra tarea es recuperar el valor de la experiencia. No bastan rostros jóvenes ni títulos rimbombantes. Los partidos deberían fomentar un espacio de formación-no una cantera-donde convivan jóvenes con vocación y profesionales que han demostrado capacidad en otros campos y materias. Esa mezcla de perspectivas enriquece la política porque combina la energía de quienes quieren transformar, con la prudencia de quienes han aprendido en la vida real.

La tercera gran tarea es garantizar la libertad interna. Ningún partido es verdaderamente democrático si la crítica se vive como una traición. El pensamiento crítico no debilita una organización, la fortalece, porque permite corregir errores y abrir horizontes nuevos. La política en clave interna u orgánica que premia sólo la obediencia termina empobreciéndose hasta perder sus vínculos con la sociedad, y aún lo que es peor, se pierde toda referencia ideológica.

Puede ser ahora el momento adecuado, para exigir más autenticidad, tanto a los partidos como a nosotros mismos como ciudadanos. La política no necesita más artificios, sino líderes que encarnen la honestidad. Sólo recuperando la política como un verdadero oficio que exige carácter, inteligencia, biografía y ética, podremos devolver a las instituciones la autoridad moral que necesitan para gobernar con justicia, principios y valores.

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