
José Montesdeoca
Para Kant, la diferencia entre la mano izquierda y la mano derecha era la revelación misma del espacio como un marco de oposiciones insuperables. Las dos manos pueden unirse-para aplaudir o rezar-pero no sustituirse, están frente a frente, radicalmente reñidas, sin que ninguna operación lógica pueda resolver esa contradicción espacial absoluta. No hay síntesis posible que pueda reconciliarlas; ninguna transformación del espíritu puede poner una en lugar de la otra. Por más que la giremos o retorzamos, por más vueltas que les demos sobre si misma, la mano izquierda nunca podrá llegar a la mano derecha-ni al revés-la mano derecha convertirse a fuerza de moverse, en la mano izquierda. Y es por ello, por lo que esa diferencia constituye, todavía hoy, la regla primera de toda orientación en el espacio.
El símil de las manos, me da pie para reflexionar a cerca del eje político izquierda-derecha. El propósito de la izquierda no es reproducir la vida sino producir vida digna, que ayude a transformar la sociedad, porque el Todo, como dice Aristóteles, “es anterior a las partes, las cuales reciben su libertad y sus bienes individuales de su participación en su conjunto”. Pero si el estado actual del mundo impide la producción de vida digna, porque incluso la vida desnuda está amenazada, entonces no podremos ser de izquierdas, pero no porque haya muerto las ideologías, o las diferencias de clases en el espacio, sino porque habrán desaparecido las fuentes mismas de la existencia antropológica. En un mundo así, ¿valdría la pena vivir? Para esta pregunta, creo que no puede haber una respuesta colectiva, es decir, una respuesta “de izquierdas”.
Nos veremos entonces en un escenario parecido al de la película, La Carretera, en la que un padre y su hijo tratan de sobrevivir a una vaga catástrofe nuclear en un mundo ceniciento y cruel, donde nadie siente vergüenza de ser mortal, ni de proteger su vida por todos los medios y donde, en consecuencia, la decencia común es sólo un remoto recuerdo-un mito, si-que el padre sopla sin esperanza, como el último rescoldo vivo, para que el hijo no sucumba a la desesperación y sobreviva-caminando entre caníbales, asesinos y ladrones-un día más.
En un mundo así, donde la maldad es normativa y operativa, creo que no puede haber política y la bondad por eso mismo tiene que ser decisiva, pero como una ficción o una leyenda: esos buenos que nunca aparecen, que se evocan para no perderse, que siempre se esconden más allá, en un lugar ilocalizable, entre las ruinas de la casa o los rastrojos de un bosque muerto. En un modo así, habrá que confiar, en efecto, en que haya otros como nosotros y, en el último momento, podamos dejar a nuestro hijo o hija, antes de morir, en el regazo de una más que improbable reserva de buenas personas, oculta bajo las piedras, con la esperanza de que, como en el caso de los trogloditas, sobrevivan a los malos, logren reproducirse y repueblen el mundo de domingos nuevos.
Por eso conviene ser de izquierdas hoy, antes de que sea demasiado tarde, y serlo a partir de las cenizas de esa distopía ya próxima-para evitarla-en las que brillan todavía algunas pepitas mitológicas de decencia común. Conviene serlo ahora, sin muchas certezas, salvo quizás la de que ser de izquierdas no puede ser más importante que conservar las condiciones en que podemos serlo, y que para conservar esas condiciones, necesitamos ser de izquierdas-precisamente-junto al agricultor canario, al conductor de guagua madrileño, al camarero andaluz, todos ellos anticapitalistas furibundos que, sin embargo, mientras la izquierda siga siendo arrogantemente histórica, seguirán votando y apoyando a las derechas.
Sólo por llevar la contraria a Kant: que mi mano izquierda, pueda solapar a mi mano derecha.
















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