Madrid, febrero 15 de 1886
I
La sociedad moderna es fecunda en caracteres, como en todo… Nacen y se crían en ella todas las
variantes de la naturaleza humana. Tipos que parecen de otra edad, se renuevan en la presente. Las
fuerzas antagónicas que luchan en el seno de esta generación engendran los caracteres más extraños.
A primera vista parece que el nivel moral de la humanidad se ha rebajado y que los hombres, por
punto general, son peores que lo eran hace un siglo o dos. Esto es un error. El sentido moral de la raza
humana no puede perderse, así como no es posible que varíe absoluta y radicalmente lo esencial de
nuestro ser. Mientras el mundo sea mundo, habrá hombres buenos y malos, y es tontería pensar que
Ayuntamiento de Madrid en nuestra edad la virtud no es más que un nombre.
Los que desfavorablemente juzgan la época en que vivimos, formulan una pregunta que rara vez
es contestada de un modo satisfactorio. «Vamos a ver—dicen— ¿por qué en este siglo no hay santos?»
Generalmente se contesta a esta pregunta con una frase evasiva, alzando los hombros.
«No hay santos… porque esa moda de los santos pasó.» O bien dicen: «Ya no hay santos porque con
los que hubo en siglos pasados hay contingente que sobra para cubrir todas las plazas celestiales.»
Otros contestan: «Santos. ¿Y para qué nos hacen falta esos caballeros? Lo que nuestra edad necesita
es capitalistas que emprendan negocios y hombres de ciencia que impulsen la industria. Los inventores
y descubridores son los verdaderos santos del siglo XIX.»
Yo contestaré a la pregunta de una manera categórica, y niego rotundamente la tesis que encierra;
niego que nuestra edad carezca de santos. Hoy los hay como los ha habido siempre. Cierto que se ha
perdido la costumbre de canonizar, es decir, de expedir patentes de bienaventuranza eterna. Pero la
razón de esto debe de ser el gran abuso que se venía haciendo en los siglos pasados de las tales patentes.
Sin duda el pontificado había abierto mucho la mano. En esto, como en todas las cosas, es fácil
pasar de la línea razonable. El siglo que es bastante descreído, dicho sea sin ofender a nadie,
nos ofrece pocos casos de canonización. Creeríase que una voz del cielo dijo: «Aqui no se cabe ya. No
nos manden más santos.»
Las causas secundarias son el desarrollo grande de la civilización evangélica, la disminución sensible
de los martirios de la fe, la poca afición a la vida monástica y a los disciplinazos, y por fin, los nuevos
empleos de la actividad humana. Porque antes el ser santo era casi una carrera. «Iglesia o mar o
Casa Real», se decía. El hombre que sentía algo dentro de sí no tenía más que dos caminos para distinguirse:
las armas o la fe. De los segundones salieron los más célebres candidatos a la gloria inmortal.
¡Hoy tiene el hombre tantos caminos abiertos ante sí!… Quedamos en que ya no se canoniza a nadie.
Pero sin meternos a escudriñar los motivos que pueda tener para ello quien pudiendo hacerlo no
lo hace, nos permitimos afirmar que hay santos, si señor, hay santos, y de tal calidad, que no desmerecen
de los que están en los altares.
II
Digo esto, porque hace días ha muerto en Madrid una persona, a quien tengo por santa de veras, y no
es broma. Esta persona es una señora de ilustre cuna llamada doña Ernestina Manuel de Villena,
cuya vida relataré a grandes rasgos para que se vea que muchos figuran en las páginas del «Año Cristiano
» con menos títulos que ella.
Perteneciente a una familia aristocrática, doña Ernestina vivió en lo que se llama el gran mundo
hasta la edad de veinte años. Muchos recuerdan su agraciado rostro en los saraos de hace cinco lustros,
y su carácter dulce y jovial. De improviso, la ilustre joven abandonó el mundo, las galas y aquella
risueña atmósfera de placeres y lisonjas. Los motivos que impulsaron esta determinación sólo Dios
los sabe. El mundo hizo mil conjeturas, cuyo fundamento se ignora. Unos hablaban de amores desgraciados, otros de pasión de ánimo. Doña Ernestina, que poco antes de esta resolución había perdido a sus padres y heredado una fortuna, cedió ésta íntegramente a los pobres. En caso semejante, otras mujeres dan en la flor de hacerse monjas y se encierran en un convento, para vivir vida tranquila y
sin cuidados. Pero doña Ernestina no era de estas; comprendía que la vida humana es un campo de
batalla, y que no se gana la inmortal huyendo del peligro y dando satisfacción al egoísmo en un lugar
sosegado y seguro.
Era mujer de acendrada piedad unida a una poderosa iniciativa. Gustaba del trabajo y de vencer
dificultades. El amor de nuestros semejantes, movía su alma con gran fuerza. Sumergir la vida en un
claustro y adormecerla con rezos y penitencias, parecíale indigno de un alma grande. La devoción
contemplativa no satisfacía a su noble espíritu. Siguió, pues, la senda de los Juan de Dios, de los Vicente
de Paúl, de los Pedro Nolasco y otros que ganaron la bienaventuranza sin haber escrito libros de
teología. Durante treinta años, doña Ernestina ha vivido consagrada a proporcionar recursos a los necesitados, implorando la caridad pública. Todo Madrid ha visto a esa valerosa mujer vestida con traje
humilde, aunque sin afectación de pobreza, recorriendo las calles, penetrando en todas las moradas,
desde las más ricas a las más pobres, en unas para pedir socorros, en otras para llevarlos. Había llegado
a adquirir tal serenidad de espíritu, que se presentaba al Rey con igual talante que al último de los ciudadanos. Al primero le hablaba sin lisonja, y al segundo sin altanería. Su nombre y su persona
llegaron a ser tan venerados, que los proceres y el soberano mismo se humillaban ante ella, cual
si recibieran un socorro de sus manos. Emprendía diariamente su colosal tarea, sin cansarse nunca,
impasible y fuerte. Tenía una naturaleza de acero y un temple de espíritu que no conocía dificultades.
Todo era fácil para ella. Su carácter se sobreponía a todo. Tomaba cuanto le daban; después de recibir
la cuantiosa ofrenda del rico, iba en pos del exiguo donativo del pobre, siempre incansable, siempre
inundada de esperanza y confianza.
Se me dirá que esto no basta para otorgar a doña Ernestina el título de santa. El signo más claro de
la santidad es el don de milagros. ¿Qué milagros ha hecho doña Ernestina? Pues lo voy a decir.
Doña Ernestina ha levantado en Madrid el Asilo de Huérfanos del Sagrado Corazón, magnífico y espacioso edificio que representa un coste de seis u ocho millones. .¡Cómo lo ha hecho? Pues de una
manera muy sencilla: reuniendo el dinero cuarto a cuarto.
La insigne mendicante pedía recursos para su obra. Si tal a cual individuo no le podía dar dinero,
no por eso se acobardaba ella, y le pedía una docena de ladrillos, o una viga de madera, o un pedazo
de hierro, o una llave. El secreto de estas grandes colectas está en no despreciar nada. Doña Ernestina
empezó su gran obra sin un cuarto. En el solar había un poste con un cepillo, en el cual caía
poco dinero. Pero ella iba de casa en casa solicitando auxilios. Todo lo aceptaba, el dinero y los
servicios personales. Reputados arquitectos le trabajaron de balde; artífices diferentes que no podían
contribuir con metálico le ofrecían sus manos por más o menos tiempo. La obra crecía lentamente;
pero crecía.
Doña Ernestina, como he dicho antes, no despreciaba ningún socorro. Si se le ofrecía el producto
de una función mundana o de un espectáculo cualquiera, lo aceptaba. Todo es bueno para un
buen fin. Y estos distintos manantiales iban engrosando el gran caudal, y los recursos crecían como
la espuma, y el milagro se realizaba. Al propio tiempo, doña Ernestina daba pruebas de poseer un
gran talento financiero, pues llevaba ella sola la administración de las cuantiosas limosnas y atendía a
todo sin apartar la vista del socorro diario de los necesitados. Aún estaba el Asilo a medio construir
y doña Ernestina, sin desantender las necesidades de la fábrica, repartía socorros domiciliarios en gran
cantidad, y organizaba las cocinas económicas para dar de comer a los obreros sin trabajo en los penosos
días del invierno. Si esto no es milagro, que venga Dios y lo vea. Me dirán que por maravilloso que esto sea cae dentro de la jurisdicción de las leyes físicas, 3′ que el milagro consiste precisamente
en hacer algo contrario a dichas leyes.
A esto se puede contestar que muchos milagros de que nos hablan las historias religiosas y las vidas
de santos son tal vez sucesos como el que he relatado, sólo que llegan a nosotros desvirtuados
por la fantasía popular. ¿Quién sabe si la multiplicación de. los panes y los peces sería un simple
problema aritmético como el que ha realizado doña Ernestina levantando con ochavos un gran edificio
y dando de comer a millares de hambrientos con recursos obtenidos por incomprensibles combinaciones
financieras ayudadas de una constancia verdaderamente heroica y de una previsión que excede
a cuanto pueden idear los negociantes más activos? Sea lo que quiera, este es un tema delicado, del
cual debo huir, no sea que me excomulguen. Será forzoso admitir la doctrina de la Iglesia, reconociendo
que nada de lo que ha hecho Ernestina es verdadero milagro. Si el milagro, tal y como nos lo
ofrecen las vidas de los santos con envidiable prodigalidad ha desaparecido del mundo, será porque
la naturaleza física se ha cansado de que se gasten con ella esta especie de bromas. Lo que los siglos
medios y aún el xv y xvn ofrecían casi diariamente a la estupefacción de los incrédulos, el xix no lo
admite. Las explicaciones que a esto dan los pocos teólogos que en el mundo quedan, son más ingeniosas que convincentes. Sostienen que la época del milagro físico ha pasado, porque la humanidad
pertenece ya al Evangelio. La época de las pruebas materiales ha pasado, según ellos. Verdad que el
Evangelio domina en todos los países civilizados; pero inmensas familias de la humanidad permanecen
aún en las tinieblas. ¿Por qué no se repiten para ellas las demostraciones materiales del poder
de la fe? Del milagro moral tenemos, según los teólogos, muestras evidentes cada día; pero esto es tan
elástico y arbitrario, que cada cual puede interpretarlo como mejor le convenga.
Dejemos a un lado estas cuestiones, respetándolas, y contentémonos ahora con declarar que doña
Ernestina Villena era una gran mujer, con milagros o sin ellos. Su vida fué una vida heroica y maravillosa;
su energía es moralmente superior a la de los grandes capitanes, y su don de constancia y organización
la pone por encima de los políticos más hábiles. Con mucho menos de lo que ella hizo hay
hombres vanos que se adjudican a sí mismos la inmortalidad, y aspiran a que se les tributen honores
de apoteosis. El heroísmo oscuro de esta mujer ¡cuán superior es a la inquietud de muchos hombres
que dan a las palabras el valor de las acciones, y que llegan a convencerse de que han hecho mucho
por la sencilla razón de que han hablado mucho!
III
Murió doña Ernestina Viilena a la edad de cincuenta años, de una angina maligna, que destruyó
su preciosa vida en cortísimo tiempo. Los desvalidos han perdido una madre insustituible. Deja un
gran ejemplo que imitar; pero difícilmente habrá quien lo imite. Personas de esta calidad y de este
temple nacen rara vez en el mundo, y es muy difícil y espinosa la carrera de la virtud practicada de
este modo. Los predicadores hablan de ella ante un auditorio femenino, compuesto a veces de mujeres
pobres, a veces de damas alcurniadas que organizan bailes para socorrer miserias; a todas les parece
muy bonito lo que el predicador dice; y aquí concluye la historia.
Figuras como esta que acaba de bajar al sepulcro no han salido del auditorio frívolo de los pulpitos,
ni se han formado en los círculos de sacristía. Son hijas de una fe grande y de un corazón
limpio, rarezas de estos tiempos, mas no fenómenos imposibles como algunos creen. La humanidad
es siempre la misma, y es imposible que llegue un momento en que sólo haya oscuridad en ella. Cuando
mayor parece la cerrazón, aparecen estos clarísimos fanales que nos indican los puntos culminantes
de la naturaleza moral. Doña Ernestina es la honra de su tiempo y de su raza.