
Rosa Amor
Más allá de referirse al pasado del lector, la literatura abre puertas a descubrimientos sobre uno mismo y sobre la realidad que nos rodea. En palabras del especialista Juan Cervera, la literatura infantil –y, por extensión, toda literatura– debería abordar ciertos ejes fundamentales de descubrimiento para el lector: “el descubrimiento de sí mismo, el descubrimiento del entorno humano, el descubrimiento del entorno material, y la posible existencia de otras realidades fuera del marco [cotidiano] del niño” (Cervera, 2003, p. 124) Es decir, a través de las historias, el lector se descubre a sí mismo (sus sentimientos, deseos, temores, virtudes y defectos), descubre a los demás (cómo piensan y sienten otras personas, ampliando su comprensión del entorno humano y social), explora el mundo físico que le rodea (la naturaleza, los objetos, los lugares, comprendiendo mejor su entorno material) y también se atreve a imaginar realidades alternativas más allá de su experiencia inmediata (otros lugares, épocas, mundos ficticios, etc.).
La literatura es, por tanto, una vía privilegiada de exploración. Para un niño o niña, leer ficción puede equivaler a viajar más allá de las limitaciones de su vida cotidiana: cada cuento es una ventana a un mundo nuevo. Y en ese viaje descubrimos también aspectos de nuestro propio ser. La frase «conócete a ti mismo» puede adquirir sentido mediante la lectura, pues al ver reaccionar a los personajes ante distintos dilemas o situaciones, el lector joven confronta sus propias reacciones hipotéticas: ¿qué haría yo en su lugar?; ¿por qué me conmueve esta escena? De esta manera, el acto de leer se convierte en un ejercicio de autodescubrimiento guiado por la experiencia literaria.
Al mismo tiempo, la literatura permite descubrir el entorno social y cultural. Las historias ayudan a comprender el entorno humano presentando una diversidad de perspectivas, culturas y modos de vida. Un relato puede introducir al lector en realidades muy distintas a la suya –por ejemplo, la vida en otro país, en otra época histórica, o en circunstancias sociales diferentes–, ensanchando así su visión del mundo. Igualmente, los textos literarios iluminan el entorno material: desde la maravilla de los bosques en un cuento de hadas, hasta los detalles de la vida cotidiana en una novela costumbrista, la literatura enseña a observar el mundo con nuevos ojos, a apreciar detalles pasados por alto y a dotar de significado aquello que nos rodea.
Por último, la dimensión del descubrimiento de “otras realidades posibles” es uno de los regalos más característicos de la ficción. La fantasía y la ciencia ficción, por ejemplo, presentan universos imaginarios que expanden la noción de realidad y hacen volar la imaginación del lector. Incluso en literatura realista, al seguir la vida de personajes que no somos nosotros, estamos explorando posibilidades distintas de existencia. Esto fomenta la apertura mental y la creatividad, cualidades ligadas también al desarrollo de la identidad (una persona que imagina posibilidades es más libre para reinventarse y crecer).
El papel del mediador –particularmente del docente– es crucial en este proceso de descubrimiento literario. El maestro o profesor puede ser el guía que inicie al niño en la «aventura de la literatura», presentándole obras adecuadas y motivándolo a explorar. La especialista Michèle Petit destaca que «la literatura ofrece descubrir las palabras y las historias que dan vida al espacio material, que le otorgan sentido» (Petit, 2010, p. 70) . Esta cita subraya cómo los relatos dotan de significado al mundo: un espacio físico (un bosque, una casa, una ciudad) cobra vida cuando está investido con las palabras de una historia; deja de ser un lugar cualquiera para convertirse en el escenario de significados y emociones. De la mano de un buen docente o mediador, la literatura se transforma en un mapa de descubrimientos para el joven lector: un mapa para orientarse en el mundo exterior y en el propio mundo interior.