La leyenda de Guayota y el muchacho que quiso entender al volcán

Un relato para niños

Dicen los viejos del norte que no hay que subir al Teide solo, y menos de noche, cuando el viento baja caliente y los lagartos se esconden antes de tiempo. Porque por más que lo hayan llenado de senderos y carteles para turistas, el Teide sigue siendo sagrado, y en su pecho duerme un demonio antiguo: Guayota.

Cuenta la leyenda que Guayota no es un monstruo cualquiera, ni un diablo de esos que salen en los libros con cuernos y tridente. No. Guayota es el humo que respira la montaña, la oscuridad que recuerda, el fuego que no olvida. Cuando los guanches eran los dueños de la isla, lo temían y lo respetaban. Decían que había secuestrado al dios del sol, Magec, y lo encerró en el cráter, llenando el mundo de noche hasta que Achamán, el dios bueno, lo rescató y encadenó al malhechor bajo la lava.

Desde entonces, Guayota duerme. Pero no está muerto. Solo duerme.

Y así empieza esta historia, con un muchacho que no creía en cuentos.

Se llamaba Adán, y vivía en La Orotava. Era un joven callado, de esos que andan con cascos puestos y la mirada perdida. Tenía buena cabeza, decían, y estaba siempre leyendo cosas raras. Decía que las leyendas eran símbolos, invenciones para explicar lo que no se entendía.

—El Teide no es más que un volcán apagado —decía Adán—. Y Guayota es una metáfora.

Pero una noche, mientras dormía, soñó con una cueva de piedra caliente. En el centro, una figura alta hecha de sombra y carbón le extendía una mano. Tenía ojos como brasas vivas. Adán se despertó sudando. Y aunque intentó olvidarlo, la voz del sueño le quedó retumbando en el pecho:

«Súbeme despierto, si no temes recordar.»

Pasaron los días, y la frase lo perseguía. Soñaba con humo, con cantos antiguos, con el tambor de los guanches y con lenguas que nunca había oído. Hasta que no aguantó más. Tomó su mochila, una linterna, una manta, y subió al Teide solo, una noche sin luna.

La montaña estaba callada, como si escuchara. Y a medida que se acercaba al cráter, el aire se volvía más denso, más tibio. El silencio era tan profundo que podía oír sus propios pensamientos.

Entonces, frente a él, en mitad del sendero, apareció la sombra.

—Has venido a burlarte —dijo la figura—. Como hacen todos. Pero tú no eres igual. Tú has escuchado.

Adán no podía moverse. No sabía si tenía miedo o si el miedo lo había olvidado.

—¿Quién eres? —logró decir.

—Soy Guayota. Pero no soy el malo de tu historia. Soy lo que ustedes ocultan con palabras bonitas. Soy el grito de la tierra cuando la pisan sin pedir permiso. Soy la llama del recuerdo. El guardián de lo que ustedes quieren olvidar.

Entonces Adán entendió. Entendió que Guayota no era un castigo, sino una memoria viva. Una furia que arde cuando se olvida el origen.

Guayota no lo tocó, pero su voz entró en su sangre.

—Baja, y diles que aún respiro. Diles que esto no es un parque. Que aquí hubo hombres que hablaban al sol, y montañas que respondían. Si no lo haces, volveré. Pero no con palabras.

Cuando Adán despertó, estaba de nuevo en casa. La ropa olía a azufre, las botas llenas de ceniza. Desde entonces, se dedicó a recoger cuentos, hablar con ancianos, aprender las palabras guanches que aún quedaban. Y sube al Teide cada año, en la misma noche sin luna, para sentarse y escuchar.

Por si Guayota vuelve a hablarle.

Rosa Amor del Olmo

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