El exilio interior del isleño: soledad y pertenencia en la cultura canaria contemporánea

El Mencey del viernes

Hay un tipo de exilio que no aparece en los mapas ni se registra en las estadísticas migratorias. No se trata del desarraigo físico, sino del emocional, del íntimo. Es el exilio del que se siente lejos incluso estando en su tierra, del que vive rodeado de mar pero experimenta la sensación de que algo, en su interior, también ha quedado separado de sí mismo. Ese es el exilio del isleño: una forma particular de soledad que define, desde hace siglos, el alma canaria.

El mar, para el isleño, no es solo paisaje: es destino y condena. Ha sido siempre frontera y espejo, horizonte y límite. Las aguas que traen mercancías, turistas o cartas del exterior son las mismas que impiden escapar del silencio o del hastío. En las islas, la conciencia de vivir rodeado de océano produce una doble herencia psicológica: la nostalgia del que se sabe lejos del continente y la serenidad del que ha aprendido a convivir con esa distancia. El mar enseña al canario a medir el tiempo de otra manera, a aceptar la lentitud, el encierro natural, la sensación de que el mundo gira demasiado deprisa allá afuera. Pero también genera una herida antigua: la del que no puede irse sin renunciar a sí mismo ni quedarse sin sentir que algo se le escapa.

Ser isleño en el siglo XXI implica habitar una identidad fracturada. Por un lado, la pertenencia a una cultura profundamente local, marcada por la oralidad, el humor, la familia y la comunidad. Por otro, la presión constante de la globalización, del turismo masivo, de los lenguajes importados que van sustituyendo lentamente las expresiones del habla y los gestos del alma. En Canarias, esa tensión se nota en lo cotidiano: en el habla que se neutraliza para “sonar más peninsular”; en la música que se debate entre la raíz folclórica y la fusión urbana; en la juventud que sueña con irse pero acaba volviendo, o que regresa con acento extraño y mirada desplazada. Es un ciclo que se repite desde hace generaciones: emigrar, idealizar el retorno, regresar y descubrir que la tierra también ha cambiado. Este proceso crea una forma de exilio interior: el sentimiento de no pertenecer del todo a ningún sitio, de estar demasiado lejos del continente para sentirse europeo y demasiado cerca para sentirse ajeno. En el fondo, el isleño contemporáneo vive atrapado entre dos nostalgias: la del pasado insular y la del mundo que no termina de alcanzarlo.

El turismo, motor económico y a la vez colonizador simbólico, ha agravado ese desajuste. La mirada del visitante extranjero convierte al canario en personaje secundario de su propio territorio. El paisaje, que antes era hogar, se vuelve escenografía; la hospitalidad, un gesto aprendido. En los centros turísticos, la cultura local sobrevive más como espectáculo que como experiencia viva. El isleño siente, a menudo sin quererlo, que su tierra se le escapa entre las manos, convertida en postal o en mercancía. El resultado es una forma contemporánea de melancolía: el habitante que observa su isla transformada para otros, mientras él mismo pierde referentes. El exilio interior del isleño moderno no está en la distancia física, sino en la pérdida simbólica de su lugar en el relato.

Sin embargo, no todo es derrota. En los últimos años ha crecido una generación de artistas, músicos, escritores y pensadores canarios que están intentando reconciliar esa herida. Desde la literatura de Andrea Abreu y Rafael-José Díaz hasta la música de Valeria Castro o el violín de José Fraguas, hay un intento de transformar el aislamiento en identidad, el silencio en lenguaje propio. Algunos salieron y regresaron para dar lo mejor a su tierra aunque perdieran el acento. La cultura canaria contemporánea empieza a entender que el exilio no siempre es huida, sino también resistencia. El isleño que se siente solo descubre que puede convertir esa soledad en una forma de lucidez. El mar, de frontera, pasa a ser territorio de diálogo: con África, con América, con Europa, con uno mismo. El retorno a las raíces, a los dialectos, a las fiestas populares, a los ritmos heredados, no es nostalgia: es supervivencia cultural. La pertenencia se redefine no como encierro, sino como conciencia. Ser canario hoy, en medio del turismo, la homogeneización y el ruido global, es un acto de afirmación íntima.

Quizá por eso el isleño encarna una forma de filosofía silenciosa: la de quien ha aprendido que toda vida es una isla y que el exilio, al final, es condición humana. La diferencia es que en Canarias esa experiencia se vuelve tangible, visible, casi física. Las montañas que terminan en precipicio y los caminos que mueren en el mar recuerdan, cada día, que no hay destino sin límite. El exilio interior del isleño no es tristeza, sino una manera de mirar el mundo. Es saber que todo lo que llega, también se va; que el mar separa, pero también protege; que el horizonte no encierra, sino que enseña a imaginar. En esa paradoja vive la cultura canaria contemporánea: entre la pérdida y la pertenencia, entre la memoria y el deseo, entre el rumor del oleaje y la promesa del regreso.

Y yo digo que menos mal que somos isleños porque no quiero ser otra cosa y menos mal que vuelven los que se fueron un día por la razón que sea.

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