Castelar y la monarquía constitucional, por Pérez Galdós

Galdós periodista

Madrid, diciembre 20 de 1886

I

El debate político iniciado en las Cámaras a principios de diciembre iba por caminos muy rastreros en las primeras sesiones. Pero bien se conocía que al llegar a cierto punto se había de elevar considerablemente, ofreciendo a nuestra política horizontes nuevos. Mientras aquella discusión se mantuvo en el terreno de las menudencias y de las personalidades, poco interés tenía fuera de España. Era como las riñas entre compadres que lejos del círculo familiar en que se desarrollan, carecen absolutamente de importancia. El Sr. Romero Robledo es un político hábil, de mucha trastienda y gran conocedor de las triquiñuelas parlamentarias. Para cohonestar su falsa posición de disidente del partido conservador, inventa diariamente una sutileza y procura reunir batallas que no siempre son aceptadas en el terreno que él las quiere dar. Esta clase de política puramente española carece de todo atractivo para quien no conozca de cerca nuestros hombres y no esté bien enterado de los sucesos menudos que aquí han ocurrido en los últimos años. Nada hablare, pues, de la primera parte del debate político, y me concreto a la segunda, verdaderamente grande y hermosa, no solo por sus resultados para la pacificación general, sino por el mérito de los insignes oradores que la han sostenido.

Dos grandes cosas han surgido de este debate: primera, la inclinación, no ciertamente explicita, pero indudable de los republicanos revolucionarios a condenar los procedimientos de fuerza; segunda, la aproximación del Sr. Castelar a la Monarquía constitucional; mejor dicho, democrática. Este último punto ha tenido tal resonancia en la opinión pública, que a él consagro preferentemente esta crónica.

II

No renuncia el famoso orador a los ideales de toda su vida. Sigue creyendo que la República es el mejor de los Gobiernos posibles;

pero reconoce las dificultades que esta forma política encontraría en España, y aplaza indefinidamente su planteamiento.

Esto y su condenación más enérgica cada día de las revoluciones, viene a ser una consagración del orden de cosas existente. Reconoce que la Regencia representa un grado de libertad que jamás se ha disfrutado en España y sostiene que es impolítico y antipatriótico atacar una situación que asegura la paz pública y ha venido a resolver una parte de los grandes problemas políticos por los cuales se ha derramado tanta sangre. Cree seguro el advenimiento de los principios democráticos, sino en toda su integridad, en la parte más esencial de ellos, y reprueba que se haga cruda guerra a la Monarquía, solo por ser Monarquía olvidando que, como la de Inglaterra y Bélgica, consagra todos los derechos y sirve para aliar estrechamente la tradición con el progreso.

Para hacer todas estas afirmaciones en presencia de los republicanos, ha necesitado el gran orador de una virtud que ya mostro otras veces en ocasiones muy difíciles; ha necesitado desplegar un valor cívico y una entereza de que hay pocos ejemplos.

Los republicanos que sostienen no solo la posibilidad inmediata de la Republica, sino las ventajas absolutas y constantes de esta forma de gobierno, le oían en silencio o no se atrevieron o no creyeron prudente contestarle. En dos sesiones combatió Castelar las impaciencias republicanas. En la primera, usó de su estilo grandilocuente, adornado de incomparables galas literarias; en la segunda empleo una forma familiar y anecdótica, demostrando que es igualmente maestro en todos los estilos de oratoria.

Ya con el raciocinio profundo, ya con gallardas imágenes, ora con el rudo apostrofe, ora con el sarcasmo acerbísimo o el familiar gracejo. Castelar fustigo a la revolución y a los revolucionarios. Una de las afirmaciones para que el Sr. Castelar necesitaba más entereza, es la de que la Republica es impopular en España. El pueblo de sus ciudades, comprendiendo en aquella denominación las clases trabajadoras, se interesa ya muy poco por los problemas políticos. Bien claro lo manifiesta en las reuniones socialistas, donde se dicen

horrores de todos los partidos sin excluir el republicano. Y el pueblo rural, si alguna inclinación política manifiesta, es la carlista. Ningún programa avanzado es capaz de poner sobre las armas cien mil hombres, como los puso el carlismo hace pocos años. Vense, pues, obligados los partidarios ardientes de la Republica a buscar su instrumento revolucionario en los cuarteles, soliviantando a las clases bajas del ejército con ofrecimientos engañosos de grados y mercedes.

Esta parte del discurso de Castelar concerniente a la impopularidad de la forma republicana en España puede sintetizarse en las siguientes palabras: “Ya no hay barricadas”. Si ya el pueblo no quiere batirse por la República como se batió en 1869 y 70, si ni aun se bate por la libertad como en 1848, 54 Y 56, a causa de que la libertad está ampliamente conquistada, ¿a qué viene a predicar diariamente una revolución que no tiene más armas que la indisciplina militar? A esto no podían contestar nada los republicanos zorrillistas, y nada contestaron, en efecto.

Hizo constar el gran orador, expresándolo con elocuente amargura, que la restauración no la hicieron Cánovas y Martínez Campos, sino los propios republicanos con sus desaciertos de 1873. Hizo constar también que, si combatió rudamente la monarquía de doña Isabel II, defendida por las espadas de O’Donnell y Narváez, la monarquía de don Amadeo, defendida por Serrano y Topete, y la fortísima monarquía de don Alfonso, no podía declarar la guerra a la actual monarquía representada por un niño de medio año y una reina viuda, que por sus altas prendas ha sabido granjearse el respeto de todo el mundo. El país goza tranquilamente de todas las libertades. ¿No es una temeridad exponerse a perder lo alcanzado, que es mucho, por aspirar a la realización completa de los ideales democráticos?

Con estos y otros argumentos flagelo el orador a los republicanos impacientes, que creen basta el deseo de unos cuantos para determinar un cambio radical en las instituciones fundamentales del país. También fue de mucho efecto la aseveración de que el periodo de las revoluciones estaba cerrado en toda Europa. Las

declamaciones de los que a toda hora piden un desquiciamiento, se pierden en el vacío, y el tipo del revolucionario de oficio ha perdido tanto que solo quedan dos o tres, y estos son objeto de desdén, ya que no de burla. Ha venido a ser de muy mal gusto el papel de agitador, y la prensa exaltada, que hace algún tiempo cautivaba a las multitudes, arrastra hoy una vida lánguida en todos los países. Republicanos hay en Inglaterra, en Austria, en Italia; pero estos no consideran inmediato el triunfo de su idea, y transigen con la Monarquía constitucional y aun la sirven. Bright y Dilke, en el Reino Unido, que combatieron en las Cámaras la institución tradicional, han sido después ministros de la Reina Victoria. Andrassi, que tan antiguos compromisos tenía con Kossuth, el apóstol de las libertades húngaras ha sido ministro de Francisco Jose I y, por último, el patriota Cairoli, íntimo de Garibaldi, ha servido lealmente al rey Humberto. Estos hombres ilustres han comprendido que no podían sobreponerse a la ley de la mayoría y de la opinión, y conservando sus creencias teóricas respecto a la forma de gobierno, han prestado su concurso a los Gobiernos liberales, no con un simple ministerialismo platónico, sino con una cooperación personal e inmediata. ¿Por qué el ejemplo de Bright, de Cairoli y de Andrassi, no ha de ser imitado aquí como son imitadas otras muchas cosas de menos provecho?

En la evocación de estos ejemplos, tan hábilmente hecha por el orador republicano, han creído algunos que se marca la aproximación a la Monarquía más determinadamente que en otros parajes de los intencionados discursos del jefe de los posibilistas. Nadie juzga posible que el propio Sr. Castelar sirva personalmente a las instituciones vigentes; pero es bastante común la creencia de que podrían algunos de sus inteligentes amigos desempeñar aquí el papel semejante al de Bright, en Inglaterra, o Cairoli, en Italia. De esto no puede decirse, aunque sea probable; pero sería loco el que lo tuviera por imposible.

III

La situación de los republicanos coaligados, o sea los amigos de Salmerón y los de Ruiz Zorrilla, es bastante comprometida dentro

del Parlamento. La coalición a que debieron el ser elegidos, les hace solidarios de la política revolucionaria patrocinada por Zorrilla, y aunque la conciencia de algunos de ellos se subleve contra las tentativas diarias de alterar el orden por la indisciplina militar, verse en el duro trance de no poder condenar públicamente lo que está en contradicción con los antecedentes de toda su vida. Salmerón ha hecho prodigios de elocuencia para salvar esta situación insostenible; ha condenado tímidamente los hechos de fuerza con los cuales daba satisfacciones a su conciencia de filósofo; pero al propio tiempo hacia la apología de los insurrectos del 19 de septiembre para halagar de paso las pasiones de los revolucionarios.

Mucho más explícito ha sido Azcarate en la proclamación de los procedimientos legales; pero ambos han contrapesado sus declaraciones pacificas con distingos escurridizos, único medio de conservar el difícil equilibrio entre lo que les exige la representación del país y los compromisos revolucionarios que tácitamente adquirieron al entrar en la coalición. Todos los esfuerzos de los oradores de la mayoría y del Gobierno han sido inútiles para hacerles salir de esta actitud indecisa.

Pero, ahora más que nunca se ha visto que es imposible estar al mismo tiempo con Jesús y con Barrabas. Pues si las declaraciones a que aludo no han satisfecho a nadie dentro del Congreso, en cambio han sido recibidas pollos revolucionarios con el más soberano desagrado.

Ya el órgano del Sr. Ruiz Zorrilla en la prensa ha dejado caer su excomunión inexorable sobre Salmerón y Azcarate, porque no declararon delante de la representación nacional la absoluta urgencia de las revoluciones y motines, porque al aceptar la lucha legal han venido a reconocer la forma monárquica, cosa que al Sr. Zorrilla no le importa.- Al mismo tiempo les recuerda que sin los votos de esos revolucionarios a quienes ahora condenan, no habrían salido de las urnas los esclarecidos nombres de Salmerón y Azcarate.

Si estas ideas prevalecen, los hombres más eminentes del partido republicano revolucionario, los que más descuellan en la tribuna y en la catedra, serán expulsados del partido en la asamblea que este ha de celebrar pronto; expulsados por pacíficos, porque no admiten esa oposición ciega y airada, esa apelación constante a la fuerza por los medios más bajos y execrables, que constituye la incurable manía del Sr. Ruiz Zorrilla.

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