
Publicado en la revista Electra, este artículo firmado por E. Orbe ofrece una crítica lúcida —y sorprendentemente vigente— sobre la relación entre los salarios, la distribución de la riqueza y las crisis económicas en las sociedades capitalistas. Escrita en un tono claro pero firme, la pieza plantea que el progreso técnico y productivo no garantiza el bienestar social si no va acompañado de una mejora proporcional en los ingresos de la clase trabajadora. Una denuncia temprana del mito de la sobreproducción, el espejismo del crecimiento sin justicia y la urgencia de reformar las estructuras de distribución. A continuación, el texto íntegro:

La miseria y las crisis comerciales e industriales, los dos grandes obstáculos para el progreso del bienestar y de la civilización, tienen una sola causa: el reparto injusto de las riquezas. Mientras la distribución de los productos siga dependiendo de leyes históricas, que llevan el sello de la iniquidad, el salario será una parte relativamente menor del producto nacional, a medida que la productividad del trabajo social aumenta. La economía burguesa, que suele esforzarse en demostrarnos que el obrero se queja de vicio, porque los salarios son hoy más altos que hace un siglo.
El hecho es cierto, aunque esas razones por obviedades que el tipo del salario no es alto, ni bajo en sí, sino en relación con el progreso industrial de la sociedad y con los beneficios de la producción. Se trata aquí de un hecho moral tanto como de un hecho económico.
Supongamos un momento que los productos anuales de una nación pueden expresarse en el número 20, cuya distribución es como sigue: 6 (renta) a los propietarios de monopolio, 6 al gran inmueble, el globo terráqueo; 6 (interés) a los capitalistas industriales en dinero, y 2 al Estado en forma de impuestos. En esta situación sobreviene un progreso importante, que duplica la producción hasta 40, que se reparten así: 10 a los propietarios del suelo, 10 a los capitalistas, 5 al Estado, por inevitable; 12 a los capitalistas, 4 a los obreros y 7 al Estado. Por muy insignificante que sea este aumento, nada podríamos esperar del porvenir si no hay una modificación radical en el régimen de la propiedad. Hoy los productores sólo obtienen el 20 por 100. Y viene luego un nuevo progreso; ahora los productos ascienden a 100. Y tiene lugar lo siguiente: 30 a los propietarios; 40 a los capitalistas; 10 al Estado; 20 a los obreros. Y se dice: “¡Ved cómo aumenta el salario!”. Pero ese aumento es ridículo, en tanto que el progreso ha sido de cinco veces, y no aumenta en cambio más que en tres veces.
Hace treinta años –dice George– vi a California en sus comienzos; se trabajaba al jornal más elevado, y la miseria era desconocida. Hoy viven allí los mismos jornaleros que entonces. El capital ha entrado en funciones, y levantan palacios por todas partes. El capital abunda y se multiplica con rapidez asombrosa; forman las ciudades más ricas del mundo en oro, con comercios magníficos por cien y más sombríos de sus miserables proletarios.
En los países ricos la miseria del trabajador en plena prosperidad social; la injusticia aparece de régimen más acerba y donde germinan peores odios. El aumento de la riqueza general y el desarrollo industrial son en nuestro régimen social una causa de miseria obrera.
Para que la distribución de los productos, este equilibrio entre la producción y el consumo no lo rompiera la evolución social, con más producción y con menos distribución en el reparto de los productos, es indispensable una reforma radical en el régimen de la propiedad. El desequilibrio entre el salario y los productos no tiene su raíz en el injusto disfrute del producto del trabajo por parte de los capitalistas. Por su importancia moral, la clase obrera forma la masa principal del consumo; mas como no se aumenta su capacidad adquisitiva en la misma proporción que su capacidad productiva, sobreviene la crisis, sobran productos. Entonces se dice impropiamente que hay “exceso de producción”, cuando lo que hay es exceso de injusticia. Porque si hubiese progresado el salario paralelamente al progreso de la producción, el trabajador compraría los nuevos productos, se proveería de tantas cosas de que carece, creándose una situación de bienestar y de verdadera riqueza. Los propietarios y capitalistas no compran más productos que antes, porque de nada carecen; y capitalizan en parte, más la que debían ir al trabajador, nuevo capital que impone se produzcan artículos que irán a amontonarse a los almacenes, que el obrero, principal consumidor, no tiene medios para comprar lo que la producción creciente lanza al mercado.
Una demostración práctica: se dice que la producción azucarera de España va a entrar en un período de crisis cuando las fábricas que funcionan ahora y las que están en construcción lleguen a producir las 90,000 toneladas de que son susceptibles. No obra habrá crisis por “exceso de azúcar”. El exceso responde sin embargo a los hechos. Sí viene la crisis será porque hay muchos habitantes que no pueden comprar 15 gramos de azúcar. Elevándose los salarios, la crisis se evitaría. El desequilibrio social no se produce porque se hagan 90.000 toneladas de azúcar, sino porque los que las necesitan no las consumen. El remedio está en clase obrera. Es la clase que más trabaja, pero consume relativamente poco; que más despende hasta el punto de mejorar la situación social, y que ahora desempeña el papel de adquirir, porque no tiene dinero. Y no es el “exceso de azúcar”, ni la crisis del azúcar, sino la crisis del hierro, y la crisis de los tejidos, y la crisis de la sal, sino la crisis de toda la producción, la que pone de manifiesto la crisis social, la producción que aumenta sin intervención principal de la justicia, que será pródiga en desiertos, hay un interés por ende, de lograr una elevación general de los salarios. Es un hecho económico, más que político. Para que no se produzcan los males de todas las empresas de colonización industrial, debe darse a los medios productores las máximas condiciones de consumo. Es un error económico hablar de trabajo y no hablar del consumo. La producción se mide por el consumo. La producción sin consumo es la mentira social. La miseria aumenta el trabajo y paga miserablemente el trabajo. La miseria es el crimen del trabajo, su violencia; su régimen vicioso. La colonización de trabajo es una reforma a medio efectuar aún.
A un período de febril producción sigue otro de laxitud; los productos no se venden. ¡He ahí la reacción!, la producción de excedentes es un síntoma de distribución inadecuada. Se produce sin estudiar el mercado, y se trabaja en moral incesantemente. No se piensa en la falta de gente sensata si prevé la causa: por insuficiencia de los salarios. Porque los salarios son la llave de la producción.
La colonización es hoy una esperanza; mañana será una decepción más. Y entre todas, la decepción de todo se alzará la montaña de productos destinados a un comprador mitológico que habrá de venir de un planeta vecino.
E. Orbe.
Conclusión: un análisis que sigue interpelando al presente
El texto de E. Orbe, aunque escrito a comienzos del siglo XX, plantea con claridad inquietante una paradoja que aún atraviesa nuestras economías: el aumento de la producción no se traduce necesariamente en una mejora del bienestar si no hay una redistribución real del ingreso. En otras palabras, la miseria puede coexistir con la abundancia, y eso no es un fallo técnico del sistema, sino una consecuencia directa del modelo de reparto.
Frente al discurso triunfalista del capitalismo industrial, que asocia crecimiento con progreso automático, el autor denuncia que el problema no es el “exceso de producción”, sino el déficit estructural de justicia salarial. Propone —de forma visionaria— que la clave de la sostenibilidad económica está en aumentar el poder adquisitivo de quienes realmente consumen: los trabajadores.
Hoy, más de un siglo después, la automatización, la precarización laboral y las crisis de consumo muestran que estas reflexiones no han perdido vigencia. Tal vez, como sugiere Orbe, el progreso técnico siga siendo solo un espejismo si no va acompañado de una reforma profunda del régimen de propiedad y de distribución. La ruina de los almacenes llenos, en un mundo de platos vacíos, no es una profecía antigua, sino una postal contemporánea.

