
RAO
Nada más agradable que sentarse a la mesa de una cena familiar y contemplar cómo, en un tiempo récord, se transforma en un cuadrilátero digno del más genuino combate pugilístico. Parece una regla universalmente aceptada que compartir sangre autoriza a dejar escapar opiniones con una vehemencia capaz de asustar al mismísimo Platón, que probablemente huiría despavorido ante semejante espectáculo filosófico. Y todo ello, por supuesto, acompañado por un buen vino y una ración generosa de prejuicios bien condimentados.
Es curioso notar cómo las diferencias de opinión, lejos de enriquecer y generar diálogos interesantes, suelen ser una eficaz pólvora seca dispuesta a encenderse al más mínimo roce de una idea contraria. Lo importante, al parecer, no es argumentar con criterio o respetar una perspectiva ajena, sino gritar más fuerte que el otro, hasta que la verdad absoluta quede establecida por el volumen de voz y no por el peso de los argumentos.
Hoy, políticos y periodistas nos ofrecen regularmente una exhibición hortera y vulgar de confrontaciones verbales que, lejos de emular el arte de la retórica clásica, parecen competir en quién es capaz de lanzar el golpe más bajo y la frase más estridente. Contrasta esto profundamente con lo que ha significado tradicionalmente ser un buen orador. La auténtica oratoria, aquella que busca convencer sin humillar, persuadir sin insultar, parece haber quedado relegada al olvido.
Recordemos figuras como Emilio Castelar, Antonio Cánovas del Castillo o José Canalejas. Castelar, en particular, fue un maestro del lenguaje, capaz de conmover a audiencias enteras con un discurso elegante, preciso y profundamente emotivo. Su carisma personal, unido a un talento innato para la improvisación, convertía cada intervención en una obra maestra de la retórica. Cánovas, por su parte, destacaba por su precisión intelectual, claridad expositiva y un estilo incisivo e irónico. Canalejas era reconocido por su pasión vehemente y la habilidad para sintetizar ideas complejas en términos accesibles.

Estos grandes oradores comprendían que la fuerza de las ideas no se mide por la capacidad de herir al adversario, sino por la habilidad para comunicar y persuadir con inteligencia y respeto. Es en esa dignidad retórica donde reside la verdadera fuerza del discurso, algo que nuestra sociedad parece haber olvidado.
La ironía de todo esto es que la mayoría de estas apasionadas confrontaciones suceden entre personas que, probablemente, ni siquiera tienen muy claras sus propias ideas. Adoptan posturas más por simpatía hacia líderes carismáticos, slogans de moda o, simplemente, por no llevar la contraria a su entorno inmediato. Defenderán ferozmente ideas que apenas entienden, pelearán en nombre de políticos que ni conocen y, en casos extremos, estarán dispuestos a dar la vida (metafóricamente, en la mayoría de los casos, aunque nunca se sabe) por causas que no soportarían un examen superficial de coherencia.
Quizás deberíamos considerar, aunque sea brevemente, la posibilidad de recuperar esa oratoria clásica, aquella capaz de debatir con elegancia y persuadir con respeto, sin perder nunca de vista que el propósito de dialogar no es anular al contrario, sino enriquecernos mutuamente con nuestras diferencias.
Pensemos por un instante en el clásico encuentro entre un fervoroso creyente y un ateo convencido. La conversación comienza siempre con una sonrisa educada, algún comentario banal sobre el clima, pero inevitablemente, algún valiente lanza la primera piedra. Es entonces cuando arranca una batalla verbal donde ninguno escucha, ambos predican al vacío, y lo único evidente es que, tras horas de enfrentamiento dialéctico, nadie habrá cambiado ni una coma de su postura inicial. El creyente se aferrará aún más a su fe, convencido de la ceguera del ateo; y el ateo, por supuesto, saldrá reforzado en su certeza de que la religión es solo opio para el pueblo, anestesia para almas ingenuas.
No menos entretenido es el encuentro entre el liberal apasionado y el firme defensor de sistemas totalitarios. El liberal, con el pecho inflado de orgullo democrático, expone sus ideas sobre libertades individuales, derechos civiles y economía de mercado. El totalitario, por su parte, suspira con desdén y se lamenta de la ingenuidad del adversario, señalando que la mano dura, el control férreo y la vigilancia constante son, sin lugar a dudas, la única receta eficaz para evitar que el caos reine en la sociedad. Una vez más, la discusión acaba en tablas, con ambos bandos más convencidos aún de la ineptitud mental del contrario.
La ironía de todo esto es que la mayoría de estas apasionadas confrontaciones suceden entre personas que, probablemente, ni siquiera tienen muy claras sus propias ideas. Adoptan posturas más por simpatía hacia líderes carismáticos, slogans de moda o, simplemente, por no llevar la contraria a su entorno inmediato. Defenderán ferozmente ideas que apenas entienden, pelearán en nombre de políticos que ni conocen y, en casos extremos, estarán dispuestos a dar la vida (metafóricamente, en la mayoría de los casos, aunque nunca se sabe) por causas que no soportarían un examen superficial de coherencia.
El mundo moderno, con su infinita capacidad de acceso a información, curiosamente nos vuelve más estrechos de miras. Hemos transformado el debate en un deporte competitivo, una especie de boxeo intelectual donde lo importante es no ceder jamás terreno al adversario, ni siquiera ante argumentos irrefutables. La sociedad contemporánea parece haber olvidado que no se gana nada, ni prestigio ni autoridad moral, por convencer a alguien a base de golpes dialécticos o amenazas de ostracismo social.
Tal vez deberíamos considerar por un momento la posibilidad, aunque remota, de que no poseamos la verdad absoluta. Quizás, y solo quizás, el creyente podría encontrar algo de razón en las dudas del ateo, y el ateo descubriría cierta belleza en la fe ajena. Quizá el liberal entendería la necesidad de orden del totalitario, y el totalitario vería en la libertad individual algo digno de respeto. Claro, esto suena demasiado racional, demasiado ideal, demasiado aburrido.
Así que, queridos comensales, adelante con la batalla. Sirvan otra copa, agudicen sus argumentos y levanten la voz. Total, nadie convencerá a nadie, pero al menos tendremos algo de qué hablar hasta el postre. Porque si algo tenemos claro es que, en la guerra dialéctica de las ideas, lo importante es no pensar nunca como el otro. Eso sí sería verdaderamente imperdonable.