
El Mencey del viernes
Juan camina por la vieja calle empedrada de su pueblo en Gran Canaria, escuchando las voces familiares de sus vecinos. Hace siete años que se fue a la Península, y ahora, de regreso, siente un nudo en la garganta. Al llegar a la plaza, un amigo de la infancia lo saluda con un abrazo cálido, pero enseguida le lanza una broma: “¿Mi niño, ya se te olvidó hablar canario o qué?”. Juan ríe, algo avergonzado, dándose cuenta de que su acento suena diferente. Sin proponérselo, durante sus años en Madrid fue suavizando el seseo y hasta usando el pronombre vosotros en lugar del canario ustedes. Ahora, de vuelta en casa, vive un cúmulo de emociones: la alegría del reencuentro, la nostalgia de lo que dejó atrás y cierta inseguridad al notar que su propia voz suena menos isleña.
No es el único que ha pasado por esto. Muchos canarios comparten la experiencia agridulce de perder o modificar su acento tras vivir fuera del archipiélago y redescubrir qué significa ese acento al regresar.
Historias de canarios que cambiaron (o no) su forma de hablar
Las anécdotas abundan. Un canario residente en Barcelona cuenta que a menudo tiene que “traducir” sus expresiones para que lo entiendan, pero aun así se resiste a cambiar su forma de hablar. Otro isleño recuerda entre risas que tras años en la Península muchos lo confundían con un latinoamericano, y que lejos de ofenderse lo tomaba con orgullo: su acento hablaba de sus raíces.
María, grancanaria de 30 años, admite que tras una década viviendo en Sevilla su manera de hablar cambió sin darse cuenta. “Al principio mis compañeros de piso se reían porque no pronunciaba la -s final. Poco a poco se me fue pegando el cantito andaluz”, relata. Cuando volvió a Las Palmas por Navidad, su propia familia notó algo distinto. “Mi madre me dijo en broma: ‘Hija, vienes hablando fina’, y eso me hizo sentir rara, como si hubiera perdido parte de mí”*.
También existen vivencias más duras. Lola, canaria de adopción, cuenta que al mudarse a un pequeño pueblo peninsular sintió rechazo por su forma de hablar. “En una tienda de muebles la dependienta nos miraba con desconfianza solo por el seseo y por tratar de usted”, recuerda. Esa incomodidad la llevó a evitar aquel comercio. Testimonios así muestran que el acento canario, fuera de las islas, a veces despierta prejuicios o burlas.
No es extraño entonces que algunos canarios, sobre todo en décadas pasadas, optaran por disimular su acento autóctono al vivir fuera. La frase popular dice que “hay canarios que con dos días en Madrid ya parecen madrileños”. Aunque exagerada, refleja la presión social por encajar. En el pasado era común bromear con que alguien que regresaba “hecho un godo” había olvidado sus raíces.
El acento como parte de la identidad cultural
El habla canaria no son solo sonidos: es historia, cultura y pertenencia. Las peculiaridades del dialecto insular reflejan siglos de influencias: lenguas guanches, aportes portugueses y andaluces, americanismos traídos de Cuba o Venezuela, anglicismos de la era turística… un auténtico potaje lingüístico que convierte cada palabra en memoria.
Por eso, hablar con el acento de casa es llevar la isla en la voz. Para un isleño en la diáspora, oír a otro canario puede erizar la piel. Mantener el acento se convierte en una forma de resistencia identitaria y de orgullo.
Sin embargo, durante mucho tiempo el castellano estándar fue presentado como el único “correcto”. Muchos canarios crecieron con la idea de que su habla era poco adecuada. Esa percepción explica por qué generaciones pasadas, al emigrar, tendían a imitar el acento peninsular: buscaban evitar sentirse inferiores o ser objeto de burlas.
Aun así, perder el acento jamás significa perder lo que uno es. Basta convivir de nuevo con los suyos para que renazca espontáneamente. El acento natal tiene raíces profundas y, como las tabaibas en malpaís, puede reverdecer tras la primera lluvia.
¿Cómo y por qué se “pierde” el acento?
Desde la sociolingüística, cambiar de acento al migrar es un fenómeno de acomodación: tendemos a adaptar nuestra voz para integrarnos. A veces lo hacemos sin darnos cuenta, imitando a los demás durante una conversación, y mucho más a lo largo de meses o años.
Influyen la edad, la duración de la estancia, el entorno social y la personalidad. Los niños absorben nuevos acentos con facilidad; los adultos, en cambio, suelen mantener más rasgos originales. También influye el deseo de integración: algunos buscan encajar, otros se aferran con orgullo a su forma de hablar.
Lo cierto es que nunca se pierde del todo el acento materno. Siempre queda un matiz, una entonación, una palabra que revela de dónde venimos. El habla tiene memoria: aunque se mezcle con influencias nuevas, nuestra voz guarda ecos de la tierra donde aprendimos a hablar.
El regreso a Canarias
Tras años lejos, volver a casa es un momento cargado de emociones. Quien regresa con acento cambiado teme a veces no ser reconocido como parte de los suyos. Pero la isla suele recibir con cariño: tras la broma inicial, prima el afecto. Y en poco tiempo, rodeado de amigos y familia, vuelven a escaparse los “chacho” y los “ustedes” que parecían olvidados.
Los demás canarios, por lo general, entienden y empatizan. Si el que regresa lo hace con humildad, nadie lo juzga. Al contrario, se celebra el reencuentro. Y si el acento no vuelve del todo, tampoco pasa nada: las islas han aprendido a aceptar la diversidad.
A veces, incluso, el acento mezclado se percibe como riqueza. Traer un “vale” peninsular junto a un “chévere” venezolano refleja la vida recorrida. Y todo ello suma a la identidad colectiva de Canarias.
Nostalgia, orgullo y calidez
La experiencia de perder o cambiar el acento fuera y reencontrarlo al volver es, en el fondo, una lección sobre identidad. Muchos canarios dicen que fue lejos de su tierra cuando más conscientes se hicieron de la importancia de su acento. Se extraña casi como se extraña a la familia o al clima.
Al regresar, ese reencuentro sonoro es tan reconfortante como probar el potaje de la abuela. Puede que la voz se haya suavizado, pero el acento nunca muere: basta sentir el aire del Teide o el rumor del Atlántico para que despierte.
El acento canario, en definitiva, es memoria, cultura y afecto. Puede dormirse un tiempo, pero siempre vuelve. Y en ese regreso, entre nostalgia y alegría, los canarios se reconocen tal como son: una familia de voces diversas, unidas por un mismo sentimiento de hogar.