Tristana por Emilia Pardo Bazán


Nuevo Teatro Crítico
Año II, número 17, mayo de 1892

En medio del alboroto producido por el estreno de Realidad, cayó Tristana como en un pozo, rodeada de sepulcral silencio. Así en periódicos como en conversaciones literarias, casi puede decirse que no ha sonado el nombre, el asunto ni a tendencia de la última novela de Galdós. Y aún cuando no creo que Tristana deba incluirse en el número de las mejores novelas de Galdós, y quizá pueda calificarse de bastante inferior con respecto a otras recientes, todo lo que esta autor y media docena más de autores españoles que yo me sé den a luz, merecerá siempre atento examen, porque si el entusiasmo tiene su hora y su sazón ante las obras maestras, la consideración no está sujeta a altibajos, ni puede influir en ella una diferencia de cantidad y calidad inevitable en quien escribe y publica muchos libros y no deja pasar año sin rendir cosecha.


El asunto de Tristana cabe en un puño, y la trama puede decirse que es nula. Un Tenorio ya decadente, casi retirado a cuartel de inválidos, don Juan López Garrido, acepta la tutela de la hija de su amigo Reluz, huérfana ya y sin amparo en el mundo; se la lleva a vivir consigo, y la seduce, adhiriéndose como la hiedra a su última conquista. La equívoca posición de la señorita de Reluz la obliga a permanecer en el retiro; no obstante, un día encuentra por casualidad al joven pintor Horacio, y el idilio comienza, primero tímido y suave, después apasionado y ardoroso. El viejo galán y tirano doméstico de Tristana olfatea sin tardanza lo que ocurre, y al pronto quiere tomar medidas violentas, si bien después adopta un sistema mixto de aparente tolerancia y solapada oposición con que aspira a desorganizar el amorío desunir la pareja. No hubiesen bastado para conseguirlo todas sus tretas y artimañas; pero vienen en su ayuda dos casos fortuitos: la ausencia de Horacio y la enfermedad de Tristana, un horrible tumor blanco por el cual tienen que amputarla una pierna. Lejos el amante y mutilada la señorita, el amor muere de muerte natural; Horacio toma mujer, y la cojita Tristana, despojo infeliz de la adversidad, se salva en las áridas playas
del amor senil de su rancio seductor, con el cual acaba por casarse a última hora, sin ilusión alguna, por conveniencia y cansancio. ¿Eran felices uno y otro? Tal vez… pone el autor a guisa de corolario de la novela.


Conste que no desapruebo la sencillez de la trama. Muchísimas novelas, de las mejores que conozco en la literatura universal, son de trama excesivamente sencilla. Aquí, el decir de una novela que “apenas tiene asunto, suele envolver una censurada disimulada, como si calificasen ya de anodina o inocente la obra. Protesto contra este sentido, y protesto más fuerte aún contra otra especie que no diré que echó a volar, pero sí que adoptó sin distingos mi buen amigo el Señor. Altamira: la de que no tienen miga los asuntos amoroso, o al menos no tienen tanta como los sociales, políticos, filosóficos, religiosos, científicos, etc…etc. Si ahondamos ( y ahondar es ley) los asuntos amorosos diría yo que tienen más miga que ningunos. En el modo de tratarlos, es decir, en la habilidad, ingenio y felicidad del autor, está el toque. Por otra parte, en la cuestión de asunto también hay que distinguir cuidadosamente entre el asunto interno y el externo, entre lo que acontece y lo que permanece, entre lo que se ve y lo que se esconde, pero pueden adivinar los iniciados… Por eso declaro que a Tristana, a pesar de su sencillez de asunto, aún le sobra parte de él: para el asunto interno no hacía falta Horacio, ni la ausencia de Horacio, ni la pierna cortada, porque el asunto interno en Tristana no es realmente ni la seducción de Don Lope, ni el enamoramiento de Horacio, ni la ruptura, ni el casamiento final…El asunto interno de Tristana, asunto nuevo y
muy hermoso, pero imperfectamente desarrollado, es el despertar del entendimiento, la conciencia de una mujer sublevada contra una sociedad que la condena a perpetua infamia y no le abre ningún camino honroso para ganarse la vida, salir del poder del decrépito galán, y no ver en el concubinato su única protección, su apoyo único. Si esta idea -que en Tristana aparece embrionaria y confusa, al través de una niebla, como si el novelista no se diese cuenta clara de la gran fuerza dramática que puede encerrar-, se destacase con la precisión y vitalidad que ostentan el asunto interno de El Amigo Manso y los caracteres de Fortunata y Jacinta, Tristana sería quizá la mejor novela de Galdós.


Por desgracia falta esa unidad, ese vigor, ese aplomo que dan la certeza y el deseo de expresarla, en la historia de la señorita Reluz, especialmente desde la segunda mitad de la novela, que visiblemente decae y queda muy por bajo de la primera, atropellándose para traer el episodio final de la operación quirúrgica
y sus consecuencias decisivas del porvenir de Tristana. Los primeros capítulos confieso que me hacían concebir esperanzas brillantes. La situación estaba planteada con rapidez y firmeza, como de mano de maestro, y entonada con algunos brochazos a lo Velázquez la jugosa y castiza figura del buen hidalgo, al
cual o había que matarle, o decirlo don Lope. No menos sentida y expresiva la cabeza de su víctima, la señorita de Reluz, la dama de papel, que en opinión del vulgo circunvecino, no era hija, ni sobrina, ni esposa, ni nada del gran don Lope, no era nada y lo era todo, pues le pertenecía como una petaca, un
mueble o una prenda de ropa…¡Y ella parecía tan resignada a ser petaca y siempre petaca! En esta unión ilícita del maduro galán con la linda muchacha, el drama verdadero, el conflicto de conciencia, tiene que surgir al punto mismo en que Tristana conozca la indignidad de su situación, y por salir de ella se arroje a una lucha desigual, pero que por lo mismo puede rayar en sublime.

El capítulo II de Tristana, y ya hasta el que empieza el episodio de los amores con Horacio, son un manantial de esperanza: apunta allí una novela fuerte y rara, de primer orden, un bellísimo caso psicológico. Tristana cuenta veintiún años ya, y
a esta edad principian a despertarse en ella los anhelos de independencia “con las reflexiones que embargaban su mente acerca de la extrañísima situación social en que vivía, (supongo que Galdós no la califica de extrañísima situación social en que vivía, (supongo que Galdós no la califica de extrañísima porque no sea frecuente sino porque, en efecto, es extraña ante la razón). Hay algo de sagrado en esa crisis del alma de Tristana, que sacudiendo su irreflexión y pasividad muñequil, sin ideas propias, sustentada por las proyecciones del pensar ajeno, florece de improviso como planta vivaz y se llena de ideas, en apretados capullos primero, en espléndidos ramilletes después; que se siente inquieta, ambiciosa de algo muy distante, muy alto, y que a medida que se cambia en sangre y medula de mujer a estopa de la muñeca, va cobrando aborrecimiento y repugnancia a la miserable vida que lleva en poder de don Lope Garrido.


Sola, retirada, sin confidentes, sin desahogo ninguno, Tristana confía sus aspiraciones nuevas ¿a quién? A la criada Satura, con su sentido práctico de dueña marrullera, advierte, a Tristana de los riesgos que corre. “¿Sabe la señorita como llaman a las que sacan los pies del plato? Pues las llaman, por buen nombre, libres…Si ha de haber un poco de reputación, es preciso que haya dos pocos de esclavitud. Si tuviéramos oficios y carreras las mujeres, como los tienen esos bergantes de hombres, anda con Dios. Pero fíjese, sólo tres carreras pueden seguir las que visten faldas: o casarse, que carrera es, o el teatro… vamos, ser cómica, que es buen modo de vivir, o…Y contesta tristemente la señorita: “Ya sé, ya sé que es difícil eso de ser libre…y honrada.


¿Y de qué vive una mujer no poseyendo rentas? Si nos hicieran médicas, abogadas, siquiera boticarias o escribanas, ya que no ministras y senadoras, vamos, podríamos…Pero, cosiendo, cosiendo…Calcula las puntadas que hay que dar para mantener una casa…¡Ay, pues si yo sirviera para monja, ya estaba pidiendo plaza en cualquier convento! Pero no valgo, no, para encerronas de toda la vida. Yo quiero vivir, ver mundo y enterarme de por qué y para qué nos han traído a esta tierra en que estamos. Yo quiero vivir y ser libre…”


En este diálogo se cifra lo que debía ser, en mi concepto, asunto fundamental de Tristana. Engolosinado por tales preludios, cree el lector que va a presenciar un drama trascendental; que va a asistir al proceso libertador y redentor de un alma, de un alma que representa millones de almas oprimidas por el mismo horrible peso, a sabiendas o sin advertirlo. No es así. Cuando creemos que va a principiar el combate, aparece Horacio, una intriga amorosa como otra cualquiera, y Tristana se entrega a la pasión con un ímpetu que yo no negaré que sea cosa muy natural, pero que no tiene nada que ver con la novela iniciada en las primeras páginas del libro. La lucha por la independencia ya queda relegada a último término; puede decirse que suprimida. Ni aun tenemos ocasión de presenciar otro género de lucha, la lucha por la libre elección amorosa. Don Lope, que al principio parece un esclavo del punto de honra, un galán calderoniano, modo de ser muy conforme con su avellanada y varonil hermosura de personaje del cuadro de Las Lanzas, y que se prestaba admirablemente para realzar con el contraste la figura de su rebelada pupila, se va convirtiendo poco a poco en un héroe psicológico moderno, francés, a lo Pablo Bourget, un hombre contemporizador y escéptico, que tolera lo que no puede evitar, seguro de que las circunstancias y el tiempo le devolverán su presa, y conforme con ser le plus heureux des trois.


Deja correr el torrente amoroso de Tristana y Horacio, y la señorita de Reluz no necesita lidiar para conseguir, a falta de completa rehabilitación, ese género de dignidad inseparable de los sentimientos sinceros y los afectos desinteresados y profundos. De suerte que el autor, después de que nos ha
desorientado en el carácter y papel de Tristana, vuelve a desorientarnos en el de don Lope; creíamos (y no era culpa nuestra el creerlo, porque fundamento no nos faltaba) que iba a presentarnos Galdós el terrible conflicto del hombre antiguo y el ideal nuevo, el choque de la coraza y la locomotora, y sólo encontramos un viejo condescendiente y terco a la vez, muy truchimán, una niña encandilada por un hombre bastante vulgar, y una historia inexpresiva que se desenlaza por medio de un suceso adventicio, de una fatalidad física, análoga a la caída de una teja o al vuelco de un coche. Entiéndase que ni niego la
verosimilitud de la historia, ni menos dudo de que con esos elementos y otros aún más ínfimos, puede Galdós entretener, interesar, conmover, hacer pensar y sentir, porque yo creo que Galdós es capaz de sacer novela de un trozo de sílex o de una madeja de esparto. Lo único que significan mis censuras (pues no niego que lo sean) es que Tristana prometía otra cosa; que Galdós nos dejó entrever un horizonte nuevo y limpio, y después corrió la cortina.


Probablemente toca gran parte de culpa, en esta insuficiencia de Tristana, a Realidad, obra dramática que, si no me engaño, preocupaba a su autor precisamente en los momentos en que crecía el montón de cuartillas de la novela. La obra de arte es celosa: pide para sí sola todas las energías y fuerzas vitales y creadoras del cerebro. Nótese que el primer tercio de Tristana es superior al segundo, y éste al último, de donde puede inferirse que, según iba apoderándose Realidad del espíritu de Galdós, la novela se hacía más borrosa, la idea primera se desvanecía, y quedaba sólo…lo que nunca puede faltar en obras de tal pluma…pero no un ápice más.


El maestro de nuestra fábula novelesca no necesita que pongamos sordina a nuestra opinión; ahí va lisa y llana, como él tiene derecho a oírla. De poner sordina no la pondría yo por él, sino por esa casta de cuervos literarios que al menor pretexto olfatean un cadáver, y para quienes todo lo que no sea subir al empíreo es bajar al profundo infierno, y el cuadro de Ribera o de Goya que no ocupe el primer puesto en la jerarquía de los del mismo autor, ya es un chafarrinón de Orbaneja. Yo no sé si renegar de los tales cuervos, porque acaso no es inútil su graznido: tal vez puede estimular y sacar chispas del genio. Lo
cierto es que aquí la palestra literaria no es estadio olímpico, sino plaza de toros: al que sale bien la suerte, apoteosis; al que se resbala, naranjas y denuestos; pero el caso es que los primeros espadas no varían de una corrida a otra; con naranjazos y torques de cencerro, o con cigarros y palmas, ellos son
siempre los mismos; apostaré algo a que ni chilillos, ni mulilleros, ni monos sabios, sustituirán a Lagartijo, aunque llegue a ser más viejo que un palmar; y en cuanto al público de los tendidos, a ese tan pródigo de injurias, a ese que harta de cobardes a los diestros que tienen su cuerpo tatuado a puras cornadas…claro está que ese sí que nunca bajará a la arena. ¡Hombre ni que decir tiene! (Lector, permíteme que mantenga el estilo a la altura del símil.)

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