
Un análisis a partir de cinco núcleos textuales
Víctor Cantero García y Rosa Amor del Olmo
El presente artículo analiza, desde una perspectiva histórico-literaria, cinco fragmentos centrales de Trafalgar (1873), primer volumen de los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós. A través de ellos se estudian las dimensiones política, simbólico-material, emocional, moral y crítica que articulan la representación galdosiana de la batalla de Trafalgar (1805). Se propone que estos fragmentos forman un itinerario completo: desde la génesis geopolítica del desastre hasta su inscripción emocional en la conciencia del narrador, pasando por la monumentalidad del Santísima Trinidad, la experiencia de la muerte en el mar y el juicio doméstico sobre los errores estratégicos españoles.
1. Trafalgar como síntesis de un error político estructural
Galdós abre Trafalgar no con la épica, sino con la política. El primer nivel de interpretación del suceso histórico es el error diplomático, cristalizado en el Tratado de San Ildefonso (1796) y sus consecuencias. El narrador recoge la explicación del anciano Malespina, cuya voz funciona casi como un comentario historiográfico interno:
–Lo cierto es que se perdió la batalla –prosiguió Malespina–. Este desastre no habría sido de grandes consecuencias si después la Corte de España no hubiera celebrado con la República Francesa el tratado de San Ildefonso, que nos puso a merced del Primer Cónsul, obligándonos a prestarle ayuda en guerras que a él solo y a su grande ambición interesaban. La paz de Amiens no fue más que una tregua. Inglaterra y Francia volvieron a declararse la guerra, y entonces Napoleón exigió nuestra ayuda. Quisimos ser neutrales, pues aquel convenio a nada obligaba en la segunda guerra; pero él con tanta energía solicitó nuestra cooperación, que, para aplacarlo, tuvo el Rey que convenir en dar a Francia un subsidio de cien millones de reales, lo que equivalía a comprar a peso de oro la neutralidad. Pero ni aun así la compramos. A pesar de tan gran sacrificio fuimos arrastrados a la guerra. Inglaterra nos obligó a ello, apresando inoportunamente cuatro fragatas que venían de América cargadas de caudales. Después de aquel acto de piratería, la Corte de Madrid no tuvo más remedio que echarse en brazos de Napoleón, el cual no deseaba otra cosa.
(1)
“Lo cierto es que se perdió la batalla –prosiguió Malespina–. Este desastre no habría sido de grandes consecuencias si después la Corte de España no hubiera celebrado con la República Francesa el tratado de San Ildefonso… [fragmento íntegro].”
La lectura que ofrece Malespina constituye una interpretación política madura, crítica y documentada, que introduce al lector en la dimensión sistémica del conflicto. No hubo fatalidad inevitable en Trafalgar: hubo decisiones concretas, alianzas forzadas, dependencia económica y política respecto a Francia y un clima internacional extremadamente volátil.
Desde el punto de vista narrativo, Galdós articula aquí un discurso histórico dentro de la novela, anticipándose a técnicas de metahistoria literaria: el relato combina memoria individual, juicio moral y explicación diplomática.
2. El Santísima Trinidad: arquitectura naval y símbolo de una nación en tensión

El segundo fragmento despliega la descripción más célebre del Santísima Trinidad, símbolo máximo de la grandeza técnica y, a la vez, de la fragilidad estratégica de la Monarquía Hispánica. Galdós combina precisión técnica con lirismo, produciendo un verdadero inventario poético de poder material:
“El Santísima Trinidad era un navío de cuatro puentes… [fragmento íntegro].”El Santísima Trinidad era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel coloso, construido en La Habana con las más ricas madera de Cuba en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios. Tenía 220 pies (61 metros) de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies de manga (ancho) y 28 de puntal (altura desde la quilla a la cubierta), dimensiones extraordinarias que entonces no tenía ningún buque del mundo. Sus poderosas cuadernas, que eran un verdadero bosque, sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran fortísimas murallas de madera, se habían abierto al construirlo 116 troneras: cuando se le reformó, agrandándolo, en 1796, se le abrieron 130 y artillado de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados, cuando yo le vi, 140 bocas de fuego, entre cañones y carronadas. El interior era maravilloso por la distribución de los diversos compartimentos, ya fuesen puentes para la artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres, cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel Escorial de los mares. Las cámaras situadas a popa eran un pequeño palacio por dentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar; los balconajes, los pabellones de las esquinas de popa, semejantes a las linternas de un castillo ojival, eran como grandes jaulas abiertas al mar y desde donde la vista podía recorrer las tres cuartas partes del horizonte.
Nada más grandioso que la arboladura, aquellos mástiles gigantescos, lanzados hacia el cielo como un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había de tener fuerza para impulsar sus enormes gavias. La vista se mareaba y se perdía contemplando la inmensa madeja que formaban en la arboladura los obenques, estáis, brazas, burdas, amantillos y drizas que servían para sostener y mover el velamen.
La prosa mezcla datos técnicos (eslora, manga, artillería, distribución interna) con imágenes simbólicas (“Escorial de los mares”, “gigantescos mástiles lanzados hacia el cielo”). El navío encarna la idea de un poder monumental, de un Estado capaz de producir maravillas materiales pero incapaz de sostenerlas con una política coherente.
En términos simbólicos, el Santísima Trinidad es un ejemplo de lo que la crítica denomina “objeto monumental narrativo”: una construcción que excede su materialidad para convertirse en alegoría de la nación. Su tamaño desafía al viento, pero también al sentido común estratégico. Su belleza anticipa su destrucción.
3. El despertar patriótico: educación emocional y conciencia nacional
El tercer fragmento es uno de los momentos más refinados del Galdós joven: el instante en que Gabriel, el narrador, descubre la patria. No se trata de un patriotismo retórico, sino de una construcción afectiva y moral:
“Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria… [fragmento íntegro].”Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación tales como el Rey y su célebre ministro, a quienes consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.Pero en el momento que precedió al combate comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche y saca de la oscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor; la casa donde vivían sus ancianos padres; el huerto donde jugaban sus hijos; la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes; el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas, el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales, todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión; y como había oído decir que la justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba, no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo, me acordé de Cádiz, de Vejer, me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad: y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oración que no era padrenuestro y avemaría, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.
Este pasaje tiene valor fundacional dentro de toda la serie de los Episodios Nacionales. La patria deja de ser un ente abstracto y se convierte en una comunidad de vida, una red de vínculos, espacios y memorias que requieren protección. Galdós ensambla aquí elementos antropológicos, sociológicos y poéticos: la casa, el huerto, la iglesia, el almacén, el puerto, los antepasados, los hijos. La patria es tejido y continuidad.
Resulta particularmente relevante observar cómo el texto distingue entre patriotismo y belicismo:
- El patriotismo infantil del narrador se basa en la violencia (“matadores de moros”).
- El patriotismo adulto nace de la responsabilidad y el reconocimiento del otro.
En términos narrativos, este fragmento construye una epifanía laica. El reconocimiento de la patria acontece justo antes del primer disparo, marcando la frontera entre la vida y la muerte, entre el ideal y la destrucción.
4. La muerte en el mar: antropología de la desolación
Si el fragmento anterior era luminoso, el cuarto texto es profundamente sombrío. Podría calificarse como un momento de “antropología poética” en la novela, donde la reflexión sobre la muerte se articula desde la experiencia directa y brutal:
“No olvidaré jamás el momento en que aquellos cuerpos fueron arrojados al mar… [fragmento íntegro].”No olvidaré jamás el momento en que aquellos cuerpos fueron arrojados al mar por orden del oficial inglés que custodiaba el navío. Verificóse la triste ceremonia al amanecer del día 22, hora en que el temporal parece que arreció exprofeso para aumentar la pavura de semejante escena. Sacados sobre cubierta los cuerpos de los oficiales, el cura rezó un responso a toda prisa, porque no era ocasión de andarse en dibujos, e inmediatamente se procedió al acto solemne. Envueltos en su bandera, y con una bala atada a los pies, fueron arrojados al mar, sin que esto, que ordinariamente hubiera producido en todos tristeza y consternación, conmoviera entonces a los que lo presenciaron. ¡Tan hechos estaban los ánimos a la desgracia, que el espectáculo de la muerte les era poco menos que indiferente! Las exequias del mar son más tristes que las de la tierra. Se da sepultura a un cadáver, y allí queda: las personas a quienes interesa saben que hay un rincón de tierra donde existen aquellos restos, y pueden marcarlos con una losa, con una cruz o con una piedra. Pero en el mar… se arrojan los cuerpos en la movible inmensidad, y parece que dejas de existir en el momento de caer; la imaginación no puede seguirlos en su viaje al profundo abismo y es difícil suponer que estén en alguna parte estando en el fondo del Océano. Estas reflexiones hacía yo viendo cómo desaparecían los cuerpos de aquellos ilustres guerreros, un día antes llenos de vida, gloria de su patria y encanto de sus familias.Los marineros muertos eran arrojados con menos ceremonia: la Ordenanza manda que se les envuelva en el coy; pero en aquella ocasión no había tiempo para entretenerse en cumplir la Ordenanza. A algunos se les amortajó como está mandado; pero la mayor parte fueron echados al mar sin ningún atavío y sin bala a los pies, por la sencilla razón de que no había para todos. Eran cuatrocientos, aproximadamente, y a fin de terminar pronto la operación de darles sepultura, fue preciso que pusieran mano a la obra todos los hombres útiles que a bordo había para despachar más pronto. Muy a disgusto mío tuve que ofrecer mi cooperación para tan triste servicio, y algunos cuerpos cayeron al mar soltados desde la borda por mi mano, puesta en ayuda de otras más vigorosas.
El contraste entre oficiales y marineros, entre ceremonias apresuradas y cuerpos arrojados sin rito ni peso suficiente, revela la dimensión profundamente desigual de la vida naval. El mar aparece como gran devorador, como superficie que no retiene la memoria: “es difícil suponer que estén en alguna parte estando en el fondo del Océano”.
A nivel estilístico, Galdós combina:
- descripción objetiva,
- reflexión filosófica,
- observación psicológica,
- y un tono elegíaco sorprendentemente contenido.
El resultado es una meditación sobre la invisibilidad del muerto en la historia: Trafalgar no solo destruye una flota; arrastra a la nada a cientos de cuerpos sin memoria.
5. La crítica doméstica: el juicio del sentido común frente a la épica oficial
El quinto texto introduce un cambio radical de registro: de la épica marítima a la cocina gaditana. La voz de doña Francisca encarna lo que Galdós valora tanto: la sabiduría popular, la capacidad de juicio no contaminada por la retórica militar.
(5)
“–Bonita la habéis hecho… ¿Qué te parece? ¿Aún no estás satisfecho?… [fragmento íntegro].”–Bonita la habéis hecho… ¿Qué te parece? ¿Aún no estás satisfecho? Anda, anda a la escuadra. ¿Tenía yo razón o no la tenía? ¡Oh! Si se hiciera caso de mí. ¿Aprenderás ahora? ¿Ves cómo te ha castigado Dios?–Mujer, déjame en paz –contestaba, dolorido, mi amo.
–Y ahora nos hemos quedado sin escuadra, sin marinos, y nos quedaremos hasta sin modo de nadar si seguimos unidos con los franceses… Quiera Dios que estos señores no nos den un mal pago. El que se ha lucido es el señor Villeneuve. Vamos, que también Gravina, si se hubiera opuesto a la salida de la escuadra, como opinaban Churruca y Alcalá Galiano, habría evitado este desastre que parte el corazón.
–Mujer… ¿qué entiendes tú de eso? No me mortifiques –dijo mi amo muy contrariado.
–Pues ¿no he de entender? Más que tú. Sí, señor, lo repito. Gravina será muy caballero y muy valiente; pero lo que es ahora…, buena la ha hecho.
–Ha hecho lo que debía. ¿Te parece bien que hubiéramos pasado por cobardes?
–Por cobardes, no: pero sí por prudentes. Eso es. Lo digo y lo repito: la escuadra española no debía salir de Cádiz, cediendo a las genialidades y al egoísmo de Monsieur Villeneuve. Aquí se ha contado que Gravina opinó, como sus compañeros, que no debían salir. Pero Villeneuve, que estaba decidido a ello, por hacer una hombrada que le reconciliase con su amo, trató de herir el amor propio de los nuestros. Parece que una de las razones que alegó Gravina fue el mal tiempo, y mirando el barómetro de la cámara, dijo: ¿No ven usted que el barómetro anuncia mal tiempo? ¿No ven ustedes cómo baja? Entonces Villeneuve dijo secamente: “Lo que baja aquí es el valor”. Al oír este insulto, Gravina se levantó ciego de ira y echó en cara al francés su cobarde comportamiento en el cabo Finisterre. Se cruzaron palabras un poco fuertes, y, por último, exclamó nuestro almirante: “¡A la mar mañana mismo! Pero yo creo que Gravina no debía haber hecho caso de las baladronadas del francés, no, señor; que antes que nada es la prudencia, y más conociendo, como conocía, que la escuadra combinada no tenía condiciones para luchar con la de Inglaterra.
Esta opinión, que entonces me pareció un desacato a la honra nacional, más tarde me pareció muy bien fundada. Doña Francisca tenía razón. Gravina no debió haber cedido a la exigencia de Villeneuve. Y digo esto, menoscabando quizá la aureola que el pueblo puso en las sienes del jefe de la escuadra española en aquella memorable ocasión.
Sin negar el mérito de Gravina, yo creo hiperbólicas las alabanzas de que fue objeto después del combate y en los días de su muerte. Todo indicaba que Gravina era un cumplido caballero y un valiente marino; pero quizás por demasiado cortesano carecía de aquella resolución que da el constante hábito de la guerra y también de la superioridad que en carreras tan difíciles como la de la Marina se alcanza solo en el cultivo asiduo de las ciencias que la constituyen. Gravina era un buen jefe de división, pero nada más. La previsión, la serenidad, la inquebrantable firmeza, caracteres propios de las organizaciones destinadas al mando de grandes ejércitos, no las tuviesen sino don Cosme Damián Churruca y don Dionisio Alcalá Galiano.
Este pasaje es enormemente revelador por varias razones:
- Invierte la jerarquía del discurso histórico:
La verdad no está en los almirantes, sino en quienes observan desde tierra. - Cuestiona el concepto de “honor”:
Para doña Francisca, la prudencia es más importante que la épica. - Presenta a Villeneuve como un agente tóxico:
El orgullo del francés desencadena la tragedia. - Reevalúa la figura de Gravina:
Galdós, a través del narrador adulto, reconoce que las alabanzas posteriores fueron hiperbólicas: Gravina era valiente, pero no el líder que la situación requería.
Este fragmento, desde su aparente cotidianidad, introduce una lectura protohistoriográfica: la historia como espacio de discusión y no como dogma.
Conclusión: Galdós y la pedagogía de la historia
A partir de estos cinco núcleos textuales, puede afirmarse que Trafalgar funciona como un laboratorio de la técnica narrativa galdosiana y como un ensayo filosófico sobre España. La novela articula tres dimensiones:
1. La dimensión política
España aparece atrapada en alianzas que no controla y en decisiones diplomáticas que la arrastran al desastre.
2. La dimensión simbólica
El Santísima Trinidad sintetiza la paradoja nacional: grandeza material sin coherencia estratégica.
3. La dimensión ética y emocional
Galdós construye, en un niño, la pedagogía de la patria, seguidamente destruida en la experiencia de la muerte y reconstruida en el juicio popular.
Trafalgar, así leído, no es solo un episodio bélico: es una reflexión sobre la responsabilidad política, la identidad nacional y el coste humano de la historia. Galdós convierte la derrota en una lección moral y en un acto de educación cívica que resuena con una vigencia sorprendente en el presente.















