Sueños plebeyos (una lectura entre Galdós y Dickens)

Luis Mateo Díez. Académio de la RAE y escritor


Los sueños de una época pueden transformarse en pesadillas que anulan la personalidad individual e impiden la realización de una vida plena. Dickens y Galdós poseían, como todos los grandes novelistas del XIX, una veta visionaria que les llevó a distinguir en su tiempo un conflicto trágico entre los fantasmas de la alienación y la dignidad humana, entre fuerzas que despojaban a los hombres de su naturaleza e individuos cuya bondad y sencillez los preservaban en su integridad moral.


Uno de los temas fundamentales de la novela del XIX gira en torno a la figura del hijo del pobre, del plebeyo seducido por la fantasía de la libertad, por el afán de emulación desencadenado por la repentina visibilidad y accesibilidad de la riqueza, por la posibilidad de ascender en la escala social y salir del anonimato de los oficios.


El callejón sin salida al que le conducirá esta oscura tendencia se vincula con aquello que Dostoievski denominó la vida del subsuelo. Es decir, con esa contraimagen de la modernidad representada por un hombre cuyos deseos vienen determinados por lo que otros desean y que se engaña pensando que sus apetitos son fruto de una decisión libre y soberana. El hijo del pobre, no satisfecho con su condición social y arrastrado por un deseo irresistible de emulación y riquezas, termina perdiendo el sentido de la realidad y penetrando en el reino de la utilidad fantástica, en un mundo de esperanzas quiméricas que dejan tras de sí un rastro de locura o melancolía. Galdós y Dickens abordaron dicha figura en La desheredada y Grandes esperanzas, respectivamente, aunque ese asunto fluye de forma intermitente en otras muchas novelas. Bien podríamos decir que es un asunto que pertenece a la identidad moral de sus universos narrativos.


Los embrujados constituyen una categoría central en la obra del novelista inglés, que designa, por medio de ella, a todos aquellos que han sido ganados por grandes e infaustas esperanzas. Estos seres deambulan como sonámbulos por las novelas de Dickens, ávidos por conquistar la quimera del oro o disfrutar placeres sustitutivos. Frente a ellos, como espejo de su caída, avanzan con paso discreto los héroes que han logrado eludir la luz cegadora de los paraísos artificiales.
Galdós sigue en La desheredada la estela de Dickens para retratar el caso de una muchacha del pueblo que, tras ser persuadida por un pariente cercano de que es la hija secreta de una dama noble, se forma una imagen alucinada de sí misma que la lleva a la autodestrucción.


Isidora y Pip, los protagonistas de ambas novelas, son dos jóvenes plebeyos que, por la mediación de falsas imágenes oportunamente puestas ante sus ojos, caen en un sueño que los convertirá en autómatas, en seres consumidos por la fantasía de llegar a ser una rica heredera de una familia noble o un caballero respetado y admirado por todos. La identidad de ambos saldrá malparada de ese trance al perder su anclaje en la realidad a la que pertenecen, ese mundo popular que constituye una fuente de inspiración de primer orden dentro de la obra narrativa del novelista español y del inglés. El deseo por salir del círculo del trabajo y la vida anónima, de unas costumbres donde la sencillez se une a la falta de finura, de unas actividades tediosas que fatigan el cuerpo y el espíritu, no refleja de una manera transparente el anhelo de libertad de Isidora y Pip, pues no remite a su libre voluntad, a sus sinceras aspiraciones de mejora y perfeccionamiento.
El malestar que sienten por ser lo que son proviene de una mediación, del hecho de desear a través de otro, lo que pone de manifiesto la mentira romántica en la que viven. En el caso de Isidora, será su tío el canónigo —al que Galdós, con ironía, pone el nombre de Santiago Quijano-Quijada— el que le llene la cabeza de pájaros asegurándole que ella y su hermano son los hijos no reconocidos de una dama noble.
En el caso de Pip, será la visita que haga a la mansión de la señorita Havisham y su deslumbramiento ante la protegida de ésta, la fría y distante Estella, la causa de que, a partir de ese momento, no contemple otro destino que el de ser un caballero cuya fortuna y finos modales le pongan en disposición de merecer a la bella joven.


La pesadilla de Pip, como la de Isidora, consiste en una alienación del deseo provocada, en el caso del muchacho inglés, por las malas artes de la señorita Havisham. Al penetrar en la casa de ésta, será embrujado por el lujo de sus habitaciones y objetos y por la belleza de Estella. La casa en sí misma, «que era de ladrillo viejo, de aspecto muy triste, con muchas rejas de hierro», constituye un espacio simbólico que compendia el artificio de la modernidad. La visión de la riqueza, unida a la sorprendente herencia que recibe Pip de un anónimo benefactor, el forzado Magwitch, es la misma que tiene Isidora cuando su quijotesco tío le pone ante los ojos un destino muy diferente al que por su condición plebeya le corresponde. Un destino tan falso como deslumbrante que se apoderará del alma de la muchacha con la intensidad de lo que un sensible cineasta contemporáneo ha denominado
la vida soñada de los ángeles.


Ni el sentido común, inteligente y jocoso al mismo tiempo, del «célebre Miquis», ni la constancia afectiva y desinteresada del buen Joe y la discreta Biddy servirán para deshacer el embrujo y devolver a Isidora y a Pip su estado normal. Si algo han perdido al sucumbir a la fantasía de la libertad es, precisamente, la normalidad del hombre común, de un individuo capaz de contentarse con la vida que lleva pese al carácter modesto y laborioso de la misma y que no está expuesto a la tentación de menospreciarse
a sí mismo ni a sus allegados por su condición plebeya.


Pérdida debida a que el deseo metafísico que los domina ha hecho de ellos dos seres alienados que se comportan como marionetas. Los hilos que mueven a ambos son manejados por demiurgos que pretenden realizar sus propios delirios: desde la venganza contra el género masculino promovida por la despechada señorita Havisham hasta los sueños de grandeza del canónigo Quijano-Quijada o el forzado Magwitch.
La contrapartida de estos demonios que inflaman la mente de Isidora y Pip hasta hacerles perder todo rastro de cordura se encuentra en los Joe y Biddy de Grandes esperanzas y en el admirador de la desheredada, el sensato Miquis, afanados en mantener a salvo el sentido común necesario para resistir los cantos de sirena de una época que alumbra, tras muchos de sus sueños, el paisaje incierto de la melancolía o la locura. En el esfuerzo desesperado por salvar a los embrujados y devolverles a su estado natural, a la comunidad de los hombres sencillos y bondadosos, los héroes de Dickens y Galdós
alcanzan toda su grandeza. El destino del plebeyo alienado es, como decía, la melancolía o la locura, el descubrimiento de la ficción en que ha estado viviendo y de los costes inherentes a la misma o la insistencia en perseguir la imagen del deseo contra todo y contra todos. Pip logra recobrar su estado normal, pero no puede desprenderse de la melancólica conciencia de que una buena parte de su vida le ha sido hurtada, de que el embrujo de la utilidad fantástica le ha privado de ser él mismo durante demasiado tiempo. Isidora, por el contrario, persistirá en su alienación hasta el final. Su locura, la renuncia a terminar asumiendo la melancolía de un Pip, tiene algo de heroica. Esa resistencia a la prueba en contra de la dura e inflexible realidad, ese ascetismo del deseo metafísico, confieren a Isidora la apariencia de un ser casi sagrado, de una mater dolorosa que, pese a su desvarío, causa en el sensato Miquis una admiración honda e inexplicable.


Dickens y Galdós pergeñan en Grandes esperanzas y La desheredada dos fábulas trágicas sobre los demonios de la modernidad que, pese a su carácter sombrío, dejan una puerta abierta al triunfo de la dignidad humana: Joe, Biddy y Miquis permanecen inmunes al veneno que devora a Pip y a Isidora. Esas islas solitarias que preservan las fuentes de la felicidad, la sensatez y la bondad en medio de un océano negro y profundo quizá constituyan la línea divisoria entre el novelista inglés y el español, por un lado, y
Kafka, por otro. En El proceso, La metamorfosis y El castillo, la puerta parece definitivamente cerrada y, cuando se abre, las aguas del gran océano burocrático engullen a una víctima perpleja y sin capacidad de resistencia.

Este artículo lo publicó Isidora en el número 2.


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