«Pepita Jiménez»: caracterización, evolución y simbolismo del personaje

Rosa Amor del Olmo

Juan Valera publicó Pepita Jiménez en 1874, en pleno auge del Realismo literario. Sin embargo, Valera se mantuvo al margen de las modas de su época, logrando una novela difícil de clasificar como puramente romántica o realista. El autor aspiraba a una prosa elegante, casi “poética” con pinceladas costumbristas, enfocada en la psicología de los personajes más que en la crítica social directa. En este sentido, Pepita Jiménez se considera una novela psicológica cargada de suave ironía, que defiende la primacía de lo natural y vital sobre lo artificial y afectado.

Narrativamente, la obra es innovadora pues combina el formato epistolar con la narración en tercera persona. Siguiendo un recurso clásico a lo Cervantes, la historia se presenta como unos papeles hallados tras la muerte de un deán, con cartas escritas por el joven protagonista y luego completada por un narrador externo. La primera parte consiste en las “Cartas de mi sobrino”, donde Luis de Vargas escribe a su tío (el deán) relatando sus vivencias y conflictos internos; la segunda parte, titulada “Paralipómenos”, es una narración en tercera persona que completa los hechos hasta la unión de los protagonistas; la obra cierra con un epílogo en forma de “Cartas de mi hermano” (cartas del padre de Luis al deán) que explican el destino final de los personajes. Este híbrido narrativo aporta verosimilitud y a la vez permite un análisis íntimo de la conciencia de Luis, mostrando de primera mano su lucha espiritual y emocional.

En cuanto al contexto cultural, Valera dibuja una Andalucía rural idealizada en la que conviven tradiciones ancestrales con aires de cambio. La novela refleja la tensión decimonónica entre la tradición y el progreso (por ejemplo, la llegada de ideas liberales europeas) dentro de la sociedad española. Valera —él mismo un liberal moderado y escéptico religioso— opta por atenuar las aristas más duras de la realidad, presentando un mundo agrario amable y luminoso, alejado del pesimismo o la denuncia social que caracterizaba a otros realistas de la época. Este tono idealista y amable hizo de Pepita Jiménez una obra muy popular desde su aparición: obtuvo el favor de la crítica y del público, fue traducida a numerosas lenguas y hasta inspiró adaptaciones (ópera, cine, teatro) en las décadas siguientes. Los especialistas reconocen hoy su originalidad y la consideran precursora de tendencias posteriores (incluso se la ha vinculado con el modernismo por su subjetivismo e idealización). En suma, Valera brinda en esta novela un estilo narrativo refinado y psicológico, en un marco cultural donde explora el choque entre los valores tradicionales (familia, religión) y el impulso de una vida más libre y natural.

Caracterización de Pepita Jiménez

Pepita Jiménez es la protagonista que da nombre a la novela, una joven viuda de unos veinte años descrita como hermosa, inteligente y de carácter notable. A los 16 años fue obligada a casarse con un acaudalado tío octogenario, lo que sacó de la pobreza a su madre. Viuda pocos años después, Pepita ha heredado riqueza y se encuentra asediada por numerosos pretendientes (quince o veinte, según se menciona), a los que siempre rechaza cortés pero firmemente. Esta cualidad esquiva le gana en el pueblo la fama de ser una “viudita” linda, elegante, pero esquiva y zahareña (es decir, difícil de atrapar, de espíritu indómito). Entre sus pretendientes figura Don Pedro de Vargas –cacique local de mediana edad–, pero Pepita no entrega su mano a nadie, mostrando independencia y discernimiento poco comunes en la época.

En su vida cotidiana, Pepita se comporta con recato y benevolencia. Es piadosa (acude con devoción al padre Vicario para guía espiritual) pero también gusta de las tertulias y paseos, evidenciando una personalidad sociable y amable. Valera la retrata con cualidades propias del ideal femenino decimonónico: belleza física, dulzura, virtud y discreción. No obstante, a diferencia de un estereotipo pasivo, Pepita posee una fuerza de carácter notable. Cuando la situación lo requiere, deja ver rasgos de determinación e incluso pasión intensa. El narrador señala, por ejemplo, que en un arrebato Pepita dejó de parecer “tímida gacela” para transformarse en “iracunda leona”. Esta metáfora zoológica sugiere que bajo su aparente mansedumbre hay coraje y energía contenidos.

Pepita es esencialmente honesta con sus sentimientos y tiene una gran capacidad de amor. Al conocer a Luis de Vargas, el joven seminarista hijo de Don Pedro, en Pepita despierta un sentimiento profundo que pondrá a prueba tanto su autodominio como las convenciones sociales. Inicialmente, ella procura comportarse con mesura y respeto por la vocación religiosa de Luis –intenta reprimir sus propios sentimientos, consciente del deber clerical de él–. Se la ve reflexiva, casi maternal, renunciando a sus impulsos por no “desviar” al seminarista de su senda. Esta contención revela su sentido del deber y bondad. Sin embargo, conforme la mutua atracción se hace innegable, Pepita demuestra también astucia y determinación para luchar por su felicidad: toma la iniciativa sutilmente, con la complicidad de su leal criada Antoñona, para propiciar encuentros a solas con Luis. Incluso llega a fingir una enfermedad con tal de retener a Luis cuando él pretende huir del pueblo para sofocar la tentación. Estos actos indican una mujer capaz de traspasar la pasividad impuesta y arriesgarse por amor, sin perder por ello la dignidad ni la ternura. En suma, Pepita es presentada como encanto y virtud, pero también como voluntad y pasión: una figura femenina idealizada en sus cualidades, y a la vez humanizada por sus emociones intensas y su valentía para perseguir lo que desea.

Evolución psicológica y papel dentro de la trama

A lo largo de la novela, Pepita Jiménez experimenta una evolución personal significativa, aunque menos dramática que la del protagonista masculino. Al inicio se nos muestra como una viuda recatada, resignada a su papel social: tras un matrimonio de conveniencia, vive con cierto conformismo, enfocada en obras pías y en rechazar educadamente a sus múltiples admiradores. La llegada de Luis de Vargas, sin embargo, desencadena cambios profundos en ella. Por primera vez Pepita se enamora de verdad, y ese amor la hace cuestionar sus renuncias pasadas y su futuro. De ser una joven viuda algo distante, Pepita se transforma en una mujer que lucha por su felicidad personal, dispuesta a romper expectativas sociales y religiosas.

Su conflicto interno gira en torno a conciliar el amor apasionado que siente por Luis con el respeto a Dios y a las convenciones. Inicialmente prevalece la abnegación: Pepita intenta suprimir sus sentimientos, se mantiene en segundo plano y hasta evita a Luis para no comprometerlo. Esta etapa revela su angustia psicológica: Pepita padece en silencio, debatiéndose entre el deseo y la culpa (llega a considerarse “pecadora” por amar a un futuro sacerdote). Sin embargo, conforme crece la intensidad emocional, Pepita evoluciona hacia la determinación. Sus escrúpulos morales van cediendo ante la autenticidad de sus sentimientos. Decide, en última instancia, que el amor que los une es puro y válido, y por tanto merece realizarse. Así, donde antes había duda y temor, surge en Pepita una voluntad firme de actuar: con delicadeza pero con firmeza, toma pasos decisivos para lograr la unión con Luis.

Esta evolución psicológica de Pepita —de la renuncia al arrojo— tiene su clímax en la escena en que ambos amantes se confiesan su amor. Luego de varios intentos fallidos de Luis por alejarse de ella (atormentado por la culpa), es Pepita quien provoca la confrontación definitiva: su “enfermedad” fingida fuerza a Luis a admitir sus sentimientos y a comunicarle la verdad a Don Pedro. En ese punto, Pepita demuestra una mezcla de vulnerabilidad y fortaleza: por un lado, teme por el destino de ambos; por otro, se atreve a desafiar abiertamente las consecuencias sociales. Tras la confesión mutua, Pepita asume plenamente su amor y colabora activamente en que Luis resuelva sus dudas —lo vemos en sus encuentros secretos, dándole ánimos y compartiendo con él tanto la dicha como el peso de la decisión—. Incluso cuando Luis debe enfrentar un duelo para defender el honor de Pepita frente a calumnias, esa crisis subraya cuánto ha cambiado la vida de ambos: Pepita inspira en Luis un sentido de protección y honor que supera cualquier vocación anterior.

Dentro de la trama, Pepita desempeña un papel central y catalizador. Es su presencia la que pone en marcha el conflicto principal (la lucha de Luis entre el deber sagrado y el amor terrenal) y es también ella quien posibilita su resolución. Sin Pepita, Luis jamás habría cuestionado su vocación; gracias a ella, descubre la autenticidad de sus propios sentimientos y alcanza una verdad interior. En términos narrativos, Pepita funciona como el agente de cambio del protagonista: su amor es la prueba que transforma a Luis de un ingenuo seminarista idealista en un hombre maduro que elige un camino de vida diferente. Cabe destacar que Pepita no es un personaje “adjunto” al héroe masculino, sino co-protagonista con peso propio. La novela lleva su nombre, subrayando que la historia es, en gran medida, acerca de cómo ella —con su encanto, sus valores y decisiones— influye en todos a su alrededor. Bajo su influjo no solo evoluciona Luis; también Don Pedro cambia (pasa de rival en amor a padre comprensivo), el pueblo entero comenta y aprende, y hasta el rígido deán acaba aceptando la primacía del amor “natural” sobre la vocación impuesta. En resumen, la evolución psicológica de Pepita la lleva a tomar las riendas de su destino, y su papel en la trama es ser el eje alrededor del cual gira el desarrollo del protagonista y la pieza clave que permite la conciliación final entre el corazón y el deber.

Simbolismo del personaje de Pepita Jiménez

Pepita Jiménez trasciende su individualidad para convertirse en un símbolo dentro de la novela. Desde una perspectiva literaria, encarna el triunfo de la vida natural y sincera sobre los ideales artificiales o ascéticos. Luis de Vargas llega a su pueblo con un “mundo ideal” místico en la cabeza –el ideal del sacerdocio, de la entrega absoluta a lo divino–, pero ese mundo casi infantil y falso se desvanece ante la primera experiencia real: una mujer de carne y hueso, Pepita Jiménez. En este sentido, Pepita simboliza la Naturaleza humana en todo su esplendor: la fuerza del amor terreno, del deseo honesto y de la felicidad doméstica, frente a la rigidez de la renuncia religiosa. La novela entera puede leerse como una “tesis” a favor de lo natural (Pepita y el amor) sobre lo afectado o antinatural (la vocación forzada de Luis), y Pepita es el vehículo principal de ese mensaje.

Vinculado a lo anterior, Pepita también representa el arquetipo de la “mujer ideal” decimonónica, es decir, el ángel del hogar. Valera idealiza a su protagonista femenina resaltando en ella una doble perfección: esplendor físico e inocencia interior. Diferentes críticos han notado que Pepita se presenta casi como un ser puro, de profunda religiosidad y virtud intachable, equiparable a una figura angelical. De hecho, en la imaginería de la novela se la asocia a menudo con la Virgen María: Luis llega a verla con semblante de “Madre de los Dolores” en un momento de melancolía, y la propia decoración de la alcoba de Pepita incluye cuadros de la Virgen y un Niño Jesús que subrayan su piedad. Esta iconografía religiosa sugiere que Pepita encarna la pureza y el amor espiritual (como María) aun cuando es objeto de un amor terrenal. No hay contradicción en ello para Valera: parte del simbolismo del personaje es mostrar que el amor humano, cuando es sincero y noble, puede estar en sintonía con la virtud cristiana. Por eso Pepita, a pesar de “tentar” a un seminarista, nunca es retratada como pecaminosa; al contrario, la narrativa la santifica en cierto modo, presentándola como bondadosa, inocente y casi sagrada en su femineidad.

Ahora bien, Pepita no deja de ser también símbolo de la pasión y la tentación. En su papel dentro del relato, ella es la “manzana” (por así decir) que provoca el dilema de Luis. Valera juega con este simbolismo de manera elegante: uno de los escenarios principales es el jardín de Pepita, un lugar exuberante que evoca un pequeño Edén. Este jardín se carga de significado sensual: es allí donde las flores (especialmente las rosas) representan la belleza frágil de la vida, el florecer del amor y del deseo. El jardín de Pepita, con su vegetación cuidada e incluso con un templecito dedicado a Venus (diosa pagana del amor) mencionado en la novela, se convierte en un reflejo del estado anímico de los personajes e invita a los placeres sensuales. Es significativo que en ese espacio natural y apartado, Luis sienta con más intensidad el “despertar de sus sentidos” hacia Pepita. Así, la figura de Pepita asociada al jardín y a la luz cálida del pueblo simboliza la tentación terrenal que compite con la oscuridad ascética de la vida eclesiástica. Ella es, simbólicamente, la vía hacia una felicidad humana plena (matrimonio, hijos, hogar) frente a la vía de la abnegación solitaria. La tensión entre ambos mundos se visualiza mediante símbolos opuestos: la iglesia del lugar (con su autoridad moral, sus imágenes religiosas) representa la vocación y las normas divinas, mientras que Pepita y su entorno hogareño representan el calor humano, la belleza sensual y la continuidad de la vida (no en vano, al final Pepita dará un hijo a Luis, prolongando la estirpe).

En resumen, Pepita Jiménez simboliza a la vez la mujer ideal –virtuosa, amorosa, guardiana del hogar– y la fuerza irresistible del amor humano. Su personaje sintetiza la tradicional dicotomía mariana/evaica: por un lado, se la pinta como ángel (pura, sacrificada, casi virgen espiritual); por otro, es mujer de carne y hueso que despierta la pasión (la “tentadora” involuntaria). La grandeza de Valera es reconciliar estas facetas en Pepita: tentación y pureza coexisten en ella, señalando que el deseo no siempre es “perdición” sino que, guiado por el verdadero amor, puede ser tan limpio como la fe. No sorprende que la obra termine afirmando un equilibrio entre la vida terrenal y la espiritual en la pareja. Ese equilibrio es precisamente la síntesis simbólica que Pepita encarna desde un inicio.

Percepción de Pepita por Luis de Vargas y otros personajes

La figura de Pepita Jiménez se define también por cómo la ven quienes la rodean, especialmente el protagonista masculino Luis de Vargas. Al llegar al pueblo, el joven seminarista tiene de Pepita una imagen difusa basada en rumores: sabe que es la bella prometida de su padre, una viuda virtuosa y cotizada. Inicialmente Luis se acerca a Pepita con cautela e inocencia, más preocupado por salvaguardar su alma que por entablar galanteos. En las cartas a su tío, Luis describe la inquietud que Pepita le provoca casi desde el primer encuentro. Él la percibe como demasiado atractiva y encantadora, lo cual en su mentalidad de clérigo en formación se traduce en una alarma espiritual: cualquier atracción hacia ella la vive como “tentaciones del demonio” que amenazan su vocación. Durante buena parte de la primera mitad de la novela, la mirada de Luis hacia Pepita oscila entre la fascinación y el rechazo moral. La llama “ángel” en ciertos momentos y en otros casi la teme como si fuera una prueba enviada para hacerlo caer. Este vaivén refleja la inexperiencia y el misticismo un tanto ingenuo de Luis: él mismo admite que jamás había tratado de cerca a una joven mundana, por lo que sus sentimientos lo confunden profundamente.

Conforme avanza la convivencia (paseos por el campo, reuniones en casa de Pepita), la percepción de Luis se transforma. Empieza a ver en Pepita no solo a una mujer hermosa, sino a un ser humano bondadoso, inteligente y sensible. Se maravilla de su conversación, de sus actitudes generosas con los pobres, de su gracia natural. Cada vez le cuesta más conciliar la imagen piadosa que quiere mantener (la de Pepita como “hermana en Cristo” a la que tratar con distancia) con la realidad de sus propios sentimientos. Para racionalizar su enamoramiento, Luis llega a idealizar a Pepita casi en términos teológicos: afirma que lo que ama en ella es tan bello y puro que no puede ser un amor vulgar de los sentidos, sino algo elevado del alma. En una de sus cartas reflexiona que “esto que yo amo es Vd., pero es tan limpio y delicado que no me explico que pase por los sentidos de modo grosero”, sugiriendo que la ama de forma espiritual. De este modo, Luis se convence temporalmente de que Pepita es un ideal de perfección que trasciende lo carnal. La compara con imágenes sacras (como la Virgen Dolorosa, cuando ve sus lágrimas de tristeza) y con cosas etéreas. Es decir, en la mente de Luis, Pepita pasa de ser una posible tentadora a ser prácticamente una santa terrestre. Esta exaltación refleja cuánto la ama y respeta. Finalmente, cuando Luis sucumbe a la evidencia de sus sentimientos, la percibe simplemente como la mujer que lo completa y a quien necesita a su lado. En el momento culminante en que declara su amor, Luis ve a Pepita sin conflicto: ya no hay diablo ni ángel, solo Pepita, la persona real a quien ama sobre todas las cosas. En adelante la tratará con ternura y decisión, protegiéndola (en el incidente del duelo) y eligiéndola incluso a costa de abandonar su antiguo proyecto de vida.

Para Don Pedro de Vargas, el padre de Luis, Pepita también sufre un cambio de rol a sus ojos. Don Pedro inicialmente es pretendiente de Pepita; la ve como la joven ideal para casarse y aportar frescura a su vida madura. La admira por su hermosura y su fama de honesta. Sin embargo, Don Pedro es sobre todo un padre cariñoso, y en cuanto percibe el afecto entre Pepita y su hijo (algo que llega a ser “secreto a voces” en el pueblo), cede generosamente. En vez de indignarse por la “traición”, Don Pedro prácticamente bendice la unión joven. Él admite que ya sospechaba el amor entre ellos y “había estado haciendo todo lo posible para que las cosas llegasen a su solución natural”. Esto indica que, en la percepción de Don Pedro, Pepita pasa de posible esposa suya a algo aún mejor: la esposa de su hijo y nuera querida. Lejos de guardarle rencor, parece apreciar aún más a Pepita por el hecho de amar a Luis sinceramente. De hecho, en las cartas del epílogo Don Pedro describe la felicidad conyugal de Pepita y Luis con orgullo y cariño, mostrando que la considera parte integral y valiosa de la familia. Para él, Pepita es finalmente la garante de la felicidad de su hijo, y por ende él la respeta y estimula ese papel.

Otros personajes aportan diferentes ángulos. Por ejemplo, el deán (tío de Luis), que conoce a Pepita solo por referencias en las cartas, la percibe inicialmente como una posible amenaza espiritual. Desde su posición clerical, aconseja a su sobrino con prudencia, preocupado de que una “mujer mundana” esté desviándolo. Es decir, el deán personifica la visión tradicional de la Iglesia: Pepita encarna para él la tentación que hay que resistir. No obstante, cuando todo concluye en boda, incluso el deán termina aceptando que aquel amor era genuino y “lo que Dios quería” en cierto modo. Por su parte, el padre Vicario, confesor de Pepita, siempre la tuvo en alta estima. La novela muestra que Pepita acudía a él sinceramente; podemos inferir que el Vicario la consideraba una alma buena y piadosa, necesitada más de guía que de reproche. Tanto es así que, cuando Pepita le confiesa su amor por Luis, el Vicario (hombre humilde y bondadoso) la compadece y la aconseja sin fanatismo. Su percepción de Pepita es la de una hija espiritual que sufre por amor. De hecho, su muerte cercana al final afecta mucho a Pepita y a Luis –lo veían como un padre–, y marca simbólicamente el fin de la tutela religiosa estricta en sus vidas.

Entre los secundarios del pueblo, destaca Antoñona, la criada y nana de Pepita. Nadie conoce mejor a Pepita que Antoñona; para ella, Pepita es prácticamente su propia hija. La percepción de Antoñona es totalmente parcial a favor de Pepita: la considera la mejor de las mujeres y merece ser feliz a cualquier costo. Por eso actúa gustosa como celestina entre Pepita y Luis, urdiendo planes para que se vean a solas. Antoñona admira la determinación de Pepita y se enorgullece de poder ayudarla. También hay figuras como Currito, primo de Luis, y su madre doña Casilda, que representan la mirada más costumbrista y chismosa del pueblo. Ellos y otros vecinos ven a Pepita como la “reina” local: joven, rica y hermosa, alguien de quien se habla en tertulias con curiosidad. Probablemente más de una mujer la envidia y más de un hombre la desea. Su fama de viuda esquiva la rodea de un halo de misterio femenino que intriga a todos. Un personaje como el Conde de Genazahar la percibe con frustración y despecho: Pepita lo rechazó tajantemente y él, ofendido, la calumnia insinuando que coquetea con muchos (lo cual es falso) y se niega a pagarle una deuda, lo que deriva en el duelo con Luis. Para el conde y quizás para otros pretendientes despechados, Pepita es vista como una mujer orgullosa que les hiere el ego; sin embargo, esa es una visión sesgada. La mayoría en el pueblo sabe que Pepita es virtuosa y digna, y la prueba es que ningún escándalo real mancha su nombre. De hecho, cuando se consuma su amor con Luis y se casan, la comunidad parece aceptarlo naturalmente –al fin y al cabo, Don Luis era tenido casi por un santo, y Pepita por un ángel, así que verlos juntos encaja en el ideal romántico local–.

En síntesis, para cada personaje Pepita representa algo ligeramente distinto: para Luis es primero tentación y luego musa y compañera del alma; para Don Pedro, una mujer admirable digna de ser esposa de un Vargas; para la Iglesia (deán, Vicario), una feligresa noble pero envuelta en un dilema moral; para los criados y amigos, una señora bondadosa; para los rivales rechazados, una belleza inalcanzable. Esta multiplicidad de visiones realza la riqueza del personaje: Pepita es vista como ángel o sirena dependiendo de los ojos, lo que refleja también los prejuicios y valores de cada quien en la novela.

Función narrativa en el desarrollo del protagonista

El rol de Pepita Jiménez en la novela es indisociable del arco de transformación de Luis de Vargas, el protagonista masculino. Narrativamente, Pepita es el motor que impulsa ese cambio. Al inicio, Luis aparece seguro de su vocación religiosa, orgulloso de su supuesta inmunidad a las tentaciones mundanas. La irrupción de Pepita en su vida quiebra esa seguridad: suscita en él emociones desconocidas que dan pie a la “lenta seducción” del seminarista. A través de las cartas, el lector presencia cómo la influencia de Pepita va erosionando poco a poco la “soberbia espiritual” de Luis y su falso misticismo, confrontándolo con la realidad de sus propios deseos. Pepita funge así como una especie de maestra vital para Luis, aunque de manera indirecta: sin proponérselo al inicio (luego sí con intención), ella le enseña a descubrir la diferencia entre una vocación ilusoria y un sentimiento auténtico.

La función narrativa de Pepita es, por tanto, desencadenar el conflicto central (amor versus deber) y conducirlo hacia la resolución. Todo el desarrollo psicológico de Luis ocurre por y a través de Pepita. Cada carta que él escribe plasmando sus dudas, cada monólogo interno, giran en torno a lo que Pepita hace, dice o representa para él. En términos literarios, Pepita es el eje de la intriga: su presencia en el pueblo es la novedad que pone a prueba al héroe; sus acciones (organizar tertulias, paseos, confesarse enferma, etc.) van marcando los giros del relato; su decisión de corresponder el amor de Luis determina el desenlace feliz. De hecho, podríamos decir que Pepita es quien resuelve el nudo narrativo: cuando ella toma la iniciativa de propiciar la declaración amorosa y luego apoya a Luis frente a Don Pedro, allana el camino para el final armonioso. En contraposición, si Pepita hubiera decidido rechazar a Luis por escrúpulos, la historia habría derivado en tragedia o en renuncia. Pero su intervención activa reorienta la trayectoria del protagonista hacia una nueva vida.

Además, Pepita cumple la función de personificar el “premio” o recompensa tras la crisis del héroe. Al final del relato, Luis logra no solo superar su crisis vocacional sino ganar un amor pleno y una familia. Pepita es ese premio: la recompensa amorosa que otorga al protagonista crecimiento personal y felicidad. Por ello en la estructura clásica de la novela, Pepita equivale a la figura de la heroína redentora. Redime a Luis de su error (creer que estaba destinado forzosamente al sacerdocio) y le muestra un futuro distinto. En el proceso, también humaniza a Luis: lo hace más humilde (él mismo reconoce la vanidad de su antigua “santidad”), más auténtico y maduro.

Finalmente, cabe señalar que la importancia estructural de Pepita se ve realzada por el hecho de darle título a la obra. Aunque Luis es quien narra gran parte, la novela se llama Pepita Jiménez, enfatizando que el significado último del libro recae en ella. Pepita Jiménez no es solo una historia de amor, es la historia de cómo la presencia de Pepita moldea el destino de un hombre y desafía ciertas convenciones sociales y religiosas. Así, la función narrativa de Pepita es ser el catalizador del clímax y desenlace, la prueba que el héroe debe afrontar y la solución al conflicto planteado. A través de Pepita, Valera articula el mensaje central de la novela, haciendo que el protagonista (y con él el lector) comprendan la necesidad de equilibrar la voz del corazón con las imposiciones externas.

Interpretación crítica del personaje a lo largo del tiempo

Desde su publicación, Pepita Jiménez y en particular el personaje de Pepita han sido objeto de numerosos análisis e interpretaciones críticas. En su época (siglo XIX), la novela gozó de gran aceptación. La crítica contemporánea alabó la elegante prosa de Valera, su fina ironía y la profundidad psicológica de sus criaturas. Pepita fue celebrada como un logro en la pintura de un personaje femenino creíble, tierno y atractivo. Muchos vieron en ella a la mujer ideal española: virtuosa pero apasionada, sumisa en apariencia pero influyente en la vida del hombre. La novela se leía como un cuento moral feliz, donde una mujer buena guía sin querer a un hombre por el camino natural del matrimonio y la familia. Incluso se llegó a considerar a Valera un pionero del realismo psicológico, destacando cómo Pepita y Luis estaban retratados con sus emociones internas de forma verosímil y moderna para la literatura española del momento. Menéndez Pelayo y otros críticos tradicionales aplaudieron la armonía y “decencia” de la obra, al igual que la ausencia de estridencias ideológicas (Valera no hacía una crítica anticlerical feroz, sino un planteamiento delicado donde al final se respetan los valores familiares y religiosos, aunque moderados).

No obstante, sectores conservadores de la época manifestaron cierta inquietud: para los más rígidos, la historia de Pepita Jiménez podía parecer subversiva en tanto un aspirante a sacerdote renuncia a su vocación por una mujer. Hubo quienes interpretaron a Pepita como una “seductora” peligrosa, la clásica Eva tentadora que desvía al hombre de Dios. La crítica moralista conservadora llegó a hablar de la “mujer como instrumento de perdición” refiriéndose a arquetipos de seductoras literarias decimonónicas. Sin embargo, Valera esquivó hábilmente esas acusaciones construyendo a Pepita con tanta pureza y religiosidad que pocos podían tacharla de femme fatale. De hecho, la mayoría de lectores la percibieron más como un ángel bueno que rescata al protagonista de una vocación equivocada, que como una diabólica maniobradora. En suma, en el siglo XIX prevaleció una lectura romántica y costumbrista: Pepita era vista como símbolo de la armonía entre amor humano y virtud cristiana, y el desenlace matrimonial feliz reforzaba esa idea.

A lo largo del siglo XX, las interpretaciones se diversificaron. La crítica formalista y estilística destacó la estructura y estilo de Valera, señalando que Pepita es producto de un narrador hombre (Luis en las cartas, el deán en la recopilación) y por tanto en parte un constructo masculino. Estudios posteriores, especialmente a finales del siglo XX e inicios del XXI, aplicaron enfoques de género a Pepita Jiménez. Desde una mirada feminista, se examina cómo la novela refleja el orden patriarcal decimonónico a través del destino de Pepita. Por un lado, señalan que Pepita comienza rompiendo moldes: es económicamente independiente, elige a su amor y toma iniciativa (seduce a Don Luis) –un comportamiento inusual para una heroína de 1874–. Durante buena parte de la narración, hay una especie de inversión de roles: Pepita actúa activamente (rasgo masculino en términos de la época) mientras Luis vacila, muestra debilidad y sensibilidad extrema (rasgos estereotípicamente femeninos). Sin embargo, estos críticos apuntan que al final ocurre una restauración del orden tradicional: Luis se “remasculiniza” (demuestra valentía en el duelo, asume el control al decidir casarse, vuelve a su rol de hombre activo) y Pepita se “refeminiziza”, es decir, termina entregándose al varón y ocupando su papel de esposa dócil y madre amorosa. De este modo, la novela confirmaría los ideales normativos del siglo XIX en cuanto a género: el hombre como cabeza de familia y la mujer como ángel del hogar subordinado, a pesar de haber insinuado temporalmente una alteración de esos papeles. Algunos estudios han profundizado en cómo Valera rodea a Pepita de un halo de misterio y encanto que, si bien le da poder de seducción, al mismo tiempo la confina al rol idealizado femenino, sin permitirle una verdadera emancipación. No hay en Pepita, por ejemplo, rebeldía contra la institución matrimonial ni un afán de independencia absoluta; su historia concluye feliz, sí, pero dentro de los cauces convencionales (casada, madre, en su pueblo). Estos análisis más críticos sugieren que Valera, hijo de su tiempo, compuso a Pepita combinando fantasías masculinas y virtudes “aprobadas” para la mujer, resultando en un personaje entrañable pero limitado por la óptica patriarcal.

Por otro lado, la crítica literaria también ha enfatizado la dimensión simbólica y filosófica del personaje. Algunos la interpretan como la personificación de la Madre Naturaleza o del instinto vital frente a la represión religiosa. Desde esta óptica, Pepita sería una figura casi alegórica: la fuerza telúrica (vida, fertilidad, placer) que inevitablemente reclama su lugar incluso en una sociedad muy católica. Su nombre mismo, Pepita (diminutivo de Josefa), evoca algo sencillo y terreno, en contraposición a los nombres cargados de santidad (Luis, por ejemplo, es llamado “el teólogo, el santo” irónicamente en el pueblo). En ensayos sobre la novela se ha destacado la abundancia de motivos duales (cielo/infierno, ángel/demonio, Virgen/Eva, pecado/redención) para subrayar que Pepita transita entre polos opuestos sin encasillarse totalmente en ninguno. Esta ambivalencia ha fascinado a académicos porque refleja la ambigüedad con que la cultura decimonónica veía a la mujer: o santa o pecadora, o idealizada o denostada. Valera parece inclinarse por el lado de la exaltación respetuosa, pero, como señalan algunos críticos, incluso al contradecir estereotipos, la novela acaba revalidándolos (por ejemplo, enalteciendo a Pepita como ángel doméstico tras haberla mostrado también como tentación).

En cuanto a valoraciones estilísticas, muchos críticos elogian cómo Valera dio vida a Pepita con naturalidad y encanto, usando diálogos vivaces y descripciones sutiles. La psicología femenina retratada en Pepita se considera muy lograda: sus dudas, sus arrebatos de amor, sus escrúpulos, todo resulta comprensible y empático para el lector. Autores del 98 y del 14 en España (como Azorín o d’Ors) admiraron este logro de Valera de crear personajes femeninos profundos sin caer en melodrama. Gerald Brenan afirmó que Valera tenía un talento especial para los caracteres femeninos y para analizar el amor con objetividad y lirismo a la vez. En décadas más recientes, Pepita Jiménez sigue siendo leída en círculos académicos como una novela clave para entender la transición del Romanticismo al Realismo y la génesis de la novela psicológica en lengua española. Pepita, su protagonista, es central en esos estudios, ya sea como ejemplo de heroína idealizada de la literatura hispánica o como sujeto de debates sobre la construcción de género en la ficción.

Conclusión. La crítica a lo largo del tiempo ha visto en Pepita Jiménez desde una heroína romántica-ideal hasta un símbolo del conflicto entre eros y fe. Se la ha ensalzado como modelo de virtud femenina y también analizado como reflejo de las tensiones patriarcales de su siglo. Lo que permanece unánime es el reconocimiento de Pepita como un personaje vivo y matizado, crucial en la obra maestra de Valera. Su caracterización rica en matices, su evolución en la historia y su significado profundo siguen generando interpretaciones, lo que habla de la vigencia literaria de esta joven viuda andaluza que, con su amor, fue capaz de cambiar un destino.

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