
Artículo de opinión para ser firmado por “El Mencey del Viernes”
Hay mañanas en que el Atlántico parece un espejo y otras en que recuerda quién manda: la mar se encrespa, huele a sal y a historia, y en la línea del horizonte asoma el perfil de un pueblo que aprendió a vivir entre lava y bruma. Canarias no es una esquina; es un centro. Un archipiélago no se mide por su distancia a la capital de otro, sino por la fuerza con la que sostiene su propio mapa mental: un país de islas que se miran entre sí, que dialogan con África, que se saben puente con América y Europa, y que no aceptan ser posdata en ninguna agenda.
La primera batalla es semántica. Nos llaman “ultraperiferia” con la misma ligereza con la que se confunde la mar con una piscina. Canarias no flota a la deriva: es un sistema vivo con geografía propia, tiempo propio, cultura propia y memoria que no cabe en una nota al pie. Somos archipiélago: plural, diverso, con la doble insularidad como realidad y no como excusa. Reivindicarlo no es folclorismo; es una política de Estado —del nuestro—.
En economía, turismo sí; turismo a toda costa, no. La dependencia de un único motor nos deja sin margen cuando el viento cambia. El horizonte exige pasar del “cuántos” al “cómo”: límites de carga realistas, ordenación que ponga a los residentes en el centro, tasa finalista que retorne en vivienda pública, agua, sanidad y cultura. Toca apostar por economía azul, I+D en energías limpias, industrias creativas digitales, agroecología y transformación alimentaria, astrofísica y biotecnología vinculado a universidades y pymes locales. No es un capricho: es supervivencia.
El REF debe ser herramienta y no tótem: justicia territorial para compensar la insularidad, con prioridad a la economía real frente a la especulación. Incentivos medibles por empleo estable y valor añadido en las islas, y una administración que no convierta cada trámite en romería burocrática.
La soberanía se cuenta en kilovatios, litros y kilos. Kilovatios de sol y viento con almacenamiento, redes inteligentes y comunidades energéticas donde un barrio sea dueño de su luz. Litros asegurados con desalación eficiente y reutilización integral del agua depurada. Kilos de producto local: recuperar bancales, banco de tierras, relevo generacional con formación y contratos dignos. Kilómetro cero como política pública y orgullo cotidiano. Cada megavatio limpio, cada metro cúbico cuidado y cada hectárea cultivada es menos dependencia y más libertad.
El Atlántico no es postal: es corredor ecológico, pesca artesanal, ciencia y economía. Cuidarlo implica blindar vedas, perseguir el furtivismo industrial y fortalecer a la flota pequeña que mantiene vivo el litoral. Ordenar usos —energía, turismo, investigación, pesca— con una prioridad clara: la sostenibilidad. Y defender nuestros intereses en las mesas donde se decide sobre rutas, cables, datos y fondos marinos. Un pueblo que gira la cara a su mar renuncia a su porvenir.
No hay nación sin posibilidad de arraigo. La vivienda debe dejar de ser lotería: regulación del alquiler vacacional donde proceda, parque público robusto, penalización de la vivienda ociosa especulativa y cooperación con cabildos y ayuntamientos para que una maestra, un enfermero o un albañil puedan vivir cerca de su trabajo. El “derecho a quedarse” es también política juvenil: empleo, formación, cultura y vivienda.
La cultura es columna vertebral. Silbo, décima, romerías, teatro popular, verso improvisado; pero también rap de barrio, cine en islas no capitalinas, editoriales valientes, investigación histórica y patrimonial. Un país que invierte en su cultura invierte en su autoestima. Y la autoestima, en Canarias, cura mejor que el complejo de periferia.
La tricontinentalidad será real si la llenamos de contenido: alianzas educativas y sanitarias con África occidental; logística verde y puertos inteligentes; cooperación cultural de ida y vuelta. Somos vecinos, no turistas diplomáticos. Que se traduzca en becas, investigación conjunta y corredores culturales y económicos más allá de la foto.

Todo ello exige ética pública. La corrupción en islas pesa doble. Transparencia radical, rendición de cuentas, puertas giratorias que no giren y una administración que trate al ciudadano como adulto. Menos marketing y más hechos; menos ruido y más propuestas. Y, sobre todo, coherencia: exigir sin cinismo y participar sin delegar nuestra responsabilidad.
Decálogo del Mencey (compromisos verificables)
- Residencia primero: regulación del alquiler vacacional y parque público suficiente en cada isla, con metas anuales publicadas.
- Energía comunitaria: uno de cada tres nuevos megavatios será de comunidades energéticas locales.
- Agua circular: reutilización del 100% del agua depurada útil y pérdida cero en redes insulares.
- Banco de tierras vivo: hectáreas ociosas a producción con contratos dignos y apoyo técnico.
- Turismo con límites: capacidad de carga por zona e indicadores ambientales públicos.
- REF con propósito: incentivos ligados a empleo estable y valor añadido local medible.
- Mar protegido y productivo: reservas marinas ampliadas y plan de relevo para la pesca artesanal.
- Cultura como derecho: 2% del presupuesto consolidado para cultura, con acceso garantizado en islas no capitalinas.
- Juventud que se queda: plan integral de formación-empleo-vivienda por comarca.
- Transparencia sin excusas: datos abiertos, auditorías accesibles y sanción efectiva a quien robe lo de todos.
Canarias no pide permiso para existir. Ya existía cuando el alisio enseñó a nuestros mayores a leer el cielo y cuando el volcán recordó que toda casa es provisional si olvida la tierra. Existía en los menceyatos y en los patios de vecindad, en los guachinches y en las aulas, en la zafra y en los laboratorios. Hoy, como ayer, el reto es el mismo: ser dueños de nuestro destino. No desde el rencor, sino desde la dignidad. No contra nadie, sino a favor de un nosotros que incluya a quien vino para quedarse y respete a quien estuvo antes. No somos “extremo” de nada. Somos principio de algo. Archipiélago consciente. País de agua y lava.
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