
Rosa Amor del Olmo
Leer La busca, de Pío Baroja, es adentrarse en un Madrid sombrío de finales del siglo XIX. Desde las primeras páginas, el lector percibe un olor rancio a pobreza, a callejón sin salida, que impregna cada escena. Publicada en 1904, La busca retrata con crudeza la vida en los bajos fondos madrileños durante la Restauración. España acababa de perder sus últimas colonias en 1898 y vivía una honda crisis de identidad; los barrios humildes de la capital se hacinaban de gente sin futuro, obreros explotados y marginados a los que la reciente prosperidad burguesa había dado la espalda. Baroja, miembro destacado de la Generación del 98, escribe con el desencanto de quien contempla la decadencia social de su país y siente la necesidad de denunciar la miseria material y moral imperante. En las calles polvorientas y tabernas insalubres de La busca resuena esa España “regeneracionista” que busca un rumbo nuevo tras el Desastre del 98, pero que se enfrenta a desigualdades arraigadas y a la indiferencia de las clases altas. El contexto histórico es así la primera capa de la novela: un fin de siglo convulso, con brechas sociales profundas, introducción de ideas anarquistas y socialistas entre los obreros, caridad hipócrita de parte de la burguesía y un ambiente urbano donde sobrevive el más fuerte. En este caldo de cultivo, Baroja sitúa a sus personajes, extrayendo de la realidad la materia prima de su ficción.
El protagonista, Manuel Alcázar, es un muchacho adolescente enviado a Madrid por su familia campesina en busca de una vida mejor. Su llegada a la gran ciudad marca el inicio de un aprendizaje doloroso. Manuel pronto descubre que el Madrid brillante de los funcionarios y señoritos tiene un reverso tenebroso en los arrabales. Su madre Petra trabaja de criada en una pensión regentada por doña Casiana, y allí Manuel conoce a una pequeña fauna de personajes que malviven intentando mantener las apariencias: un cobrador fanfarrón, una costurera cansada, un viajante de comercio sin éxito… Entre ellos destaca Roberto Hasting, un estudiante culto de origen inglés caído en la pobreza, que trata a Manuel con afecto y le inculca ideas sobre la ambición y el porvenir. Hasting, soñador y orgulloso, vive obsesionado con reclamar una herencia quimérica; para Manuel, que no tiene ni para comer, aquellas fantasías de grandeza resultan incomprensibles. No obstante, Roberto representa una inquietud intelectual insólita en aquel entorno sórdido, hablando de la teoría del superhombre de Nietzsche y defendiendo que el hombre debe aspirar a más. Es el único de los huéspedes que defiende a Manuel cuando éste, tras un altercado con otro inquilino, es echado de la pensión. En Roberto Hasting puede verse un alter ego ideológico de Baroja: un personaje que razona y dogmatiza, portavoz de cierta rebeldía intelectual que contrasta con la abulia resignada de los demás.
Expulsado de la casa de huéspedes, Manuel entra de lleno en los barrios bajos. Su madre logra acomodarlo como aprendiz en la zapatería de un pariente, el señor Ignacio, y durante un tiempo el chico experimenta la dura disciplina del trabajo honrado. En la zapatería convive con sus primos Leandro y Vidal, jóvenes de carácter muy distinto. Leandro es fuerte, impulsivo y de genio violento; lleva “mala vida” porque la brutalidad de su temperamento le pierde, al punto de enredarse con una muchacha (Milagros) y, en un arrebato de celos, cometer un trágico asesinato seguido de suicidio. Baroja no escatima en tintes tremendistas para este episodio, mostrando la fatalidad de las pasiones en la miseria. Por su parte, Vidal —menudo, vivaracho, siempre soñando con dinero fácil— se habitúa rápidamente al ocio del golfillo callejero. Poco amigo del trabajo, Vidal prefiere vagar por las afueras, jactarse de sus aventuras con mujeres y buscar tretas para ganar unas pesetas sin esfuerzo. Termina dedicándose al robo y a vivir de las mujeres (es decir, las prostituye), encarnando a la perfección la figura del delincuente por elección: no roba por hambre, sino por pereza y entusiasmo por la “vida fácil”. Aun siendo primos, Vidal y Manuel representan caminos divergentes: Vidal se lanza sin remordimientos al hampa, mientras Manuel aún conserva escrúpulos y cierta inocencia que le impiden entregarse del todo al delito.
El submundo del hampa madrileña que Baroja describe está poblado de personajes marginales con los que Manuel se va encontrando en su caída social. Con Vidal como guía, el muchacho recorre tabernas infectas, callejones de chabolas y descampados donde arde la hoguera de la miseria. Allí conoce a El Bizco, un muchacho estrábico y feroz, verdadera “alimaña digna de exterminio” en palabras del narrador. El Bizco actúa por instinto violento; para él la vida es una lucha darwiniana donde la fuerza bruta es la única ley. Manuel siente desde el principio repulsión y miedo hacia este chico tosco de mirada turbia y mandíbula bestial. Junto a El Bizco y Vidal, Manuel aprende a dormir al raso, a rebuscar entre la basura algo que echarse a la boca, a escapar de la policía y a sobrevivir con pequeños robos. Baroja nos muestra tres grados de la marginalidad juvenil: El Bizco pertenece a la delincuencia por naturaleza agresiva; Vidal por amor a la buena vida sin esfuerzo; Manuel por falta de rumbo y de voluntad para seguir los preceptos morales recibidos. Esta trilogía de golfos personifica distintas actitudes ante el mal: desde la amoralidad violenta del Bizco hasta la débil conciencia de Manuel, que aún puede salvarse gracias a su sensibilidad y a una vocecilla interior que le susurra valores de justicia.
Esa posibilidad de salvación de Manuel aparece encarnada en otro personaje esencial: el señor Custodio. Este anciano trapero (recogedor de basura) será el último “amo” de Manuel en su periplo laboral. Custodio, cuyo nombre alude a un ángel custodio o guardián, personifica al pobre honrado y resignado que ha logrado encontrar cierta felicidad en la pobreza. Metódico, trabajador incansable y de estricta moral, Custodio se conforma con lo poco que tiene y no desea lo que no puede alcanzar. Su filosofía humilde contrasta con la rebeldía de Vidal o la amargura de otros marginados. Al recoger a Manuel de la calle —como quien recupera un desecho urbano para reciclarlo— el trapero cumple una función casi redentora: lo integra en su modesto hogar, le enseña el valor del trabajo y del orden. Bajo su techo, Manuel experimenta por primera vez una sensación de calma, de pertenencia familiar y dignidad recuperada. Custodio vive con su mujer (ordenada, limpia y cariñosa) y sus hijos, formando un oasis de decencia en medio del caos de los suburbios. Pero la fragilidad de esta paz queda patente cuando un conflicto de faldas estalla: la Justa, una joven que coquetea con Manuel y despierta sus deseos, provoca tensiones en la casa. Por celos e inseguridad, Manuel decide marcharse para no traicionar la confianza del trapero. Una vez más, nuestro protagonista se encuentra solo en la inmensidad hostil de Madrid.
La tercera y última parte de La busca conduce a Manuel al punto más bajo de su trayectoria: vagabundo sin hogar ni familia, deambula por la ciudad sin saber qué hacer con su vida. Son páginas de inmensa desolación, en las que Baroja logra que el lector sienta el frío de las madrugadas en la calle, el hambre lacerante y la soledad absoluta del muchacho. Manuel pasa sus noches con otros mendigos y golfos alrededor de las calderas de asfalto en la Puerta del Sol, buscando el calor que emana de esas máquinas de las obras. Es en este escenario, bajo el cielo indiferente de la gran ciudad, donde ocurre el despertar moral de Manuel. Un guardia municipal, al ver a los muchachos harapientos durmiendo en la calle, comenta con desprecio: “Estos ya no son buenos”. La frase resuena en la conciencia de Manuel y lo obliga a mirarse desde fuera: ¿es él uno de esos jóvenes irremediablemente perdidos? En ese momento crucial, Manuel reflexiona y comprende que hay dos caminos posibles: “para unos, el placer, el vicio y la noche; para los otros, el trabajo, la fatiga y el sol”. Y es entonces cuando toma su primera decisión consciente en toda la novela: “él debía ser de los que trabajan al sol, no de los que buscan el placer en la sombra”. Con esta resolución termina La busca. El muchacho, tras tres años de errancia y degradación (la acción abarca aproximadamente de 1888 a 1891, desde sus 13 años hasta la mayoría de edad), al fin elige apartarse de la golfería nocturna y esforzarse por una vida honrada bajo la luz del día. Este final, más que un desenlace cerrado, es un punto de inflexión en la historia de Manuel: Baroja lo deja encaminado hacia la redención, pero sin mostrar todavía su futuro. De hecho, la novela es “abierta” y su narración continúa en las siguientes entregas de la trilogía (Mala hierba y Aurora roja), donde seguiremos a Manuel en su lucha por integrarse en la sociedad y salir de la miseria. La busca no tiene un final convencional, porque la vida real de estos personajes carece de soluciones fáciles o conclusiones definitivas.

A lo largo de esta travesía narrativa, Baroja explora temas universales que hacen de La busca una obra de gran profundidad social. El tema central es la pobreza urbana y sus efectos deshumanizadores. Las descripciones de Baroja nos meten de lleno en casuchas oscuras y malolientes, patios de vecindad abarrotados (las corralas), tabucos insalubres y descampados mugrientos. Con una fuerza expresiva admirable, el autor pinta un fresco implacable de la miseria: “toda la novela despide un olor macilento a pobreza”, podría decirse. La marginación es mostrada no solo en sus manifestaciones exteriores (suciedad, hacinamiento, enfermedad) sino también en sus consecuencias psicológicas: la desesperanza, la apatía, la violencia latente. Personajes como el mendigo cojo Salvadora o las jóvenes prostitutas adolescentes (la Mellá, la Goya, la Rabanitos, la Engracia, niñas de 13 a 18 años que se venden para sobrevivir) ilustran cómo la miseria empuja a la degradación moral cuando no queda otra salida. Baroja, sin embargo, trata a estos seres con una mezcla de crudeza y compasión: los presenta como víctimas de un entorno viciado del que es casi imposible escapar. Aquí asoma la influencia del Naturalismo: el determinismo social, la idea de que el individuo es producto de su medio, sobrevuela la novela entera. Manuel es básicamente un muchacho sin maldad innata, pero las circunstancias lo arrastran una y otra vez hacia la delincuencia y la vagancia; solo un golpe de conciencia casi milagroso logra frenarlo al final.
Otro tema importante es la búsqueda de la identidad y de un sentido vital. No en vano la novela se titula La busca: más allá de referir la labor del trapero que “busca” objetos en la basura, el título alude simbólicamente a la búsqueda interior de Manuel. Desde el pueblo a la ciudad, desde la niñez a la adultez, el protagonista está buscando su lugar en el mundo. Su periplo es el de un bildungsroman (novela de aprendizaje) invertido: en vez de progresar, Manuel parece hundirse más en cada capítulo, perdiendo la inocencia a golpes de realidad. Su juventud transcurre sin guía ni propósito, oscilando entre pequeños trabajos precarios y la tentación de la golfería. A diferencia de un héroe clásico, Manuel no tiene un objetivo claro ni una voluntad firme; es más bien un testigo pasivo de la sordidez que le rodea. Esta falta de propósito es reflejo del vacío existencial que Baroja y otros autores del 98 detectaban en la sociedad española de la época. Manuel encarna, a su modo, la “inadaptación al medio” y el pesimismo existencial: se siente frustrado, falto de energía vital, decepcionado una y otra vez por sus fracasos. Solo al final parece vislumbrar un sentido: trabajar honradamente, aunque sea una vida humilde, le daría al menos dignidad. La lucha por la vida (título global de la trilogía) es en el fondo la lucha por encontrar un motivo para seguir adelante en un mundo hostil.
Baroja no se contenta con pintar la miseria; también lanza una crítica social directa. En La busca se evidencian las brechas entre clases: los pobres malviven en barrios insalubres mientras los ricos y la burguesía apenas se enteran de sus penurias. Un episodio ilustrativo es el de las Damas de la Doctrina, señoras pudientes que los viernes reúnen a mendigos para darles sermones de doctrina cristiana. Los chavales de la calle asisten forzados a escuchar oraciones y buenas palabras que no llenan sus estómagos vacíos. Baroja retrata esta escena con ironía amarga: para los golfos, aquel acto de caridad no es más que “un piadoso entretenimiento de las devotas”, un simulacro inútil que no remedia nada. Los marginados, instintivamente, sienten deseos de insultar a esas damas bienintencionadas pero ciegas a la realidad: “parné, eso es lo que hace falta, y todo lo demás… leñe y jarabe de pico” —es decir, dinero es lo que necesitan, lo demás son palabrerías. Esta denuncia de la hipocresía burguesa y de la caridad vacía es uno de los reproches más fuertes que hace Baroja a la sociedad de su tiempo. Del mismo modo, arremete contra otras instituciones e ideas establecidas: muestra cómo la Iglesia está ausente o es inútil para socorrer a los pobres (de hecho, uno de los personajes exclama violentamente que “a frailes, monjas y demás morralla lo mejor sería degollarlos”, reflejando el anticlericalismo radical de ciertos sectores populares). Critica también la explotación laboral que sufren los aprendices y obreros: jornadas inhumanas en la tahona (panadería) donde trabaja Manuel un tiempo, salarios de hambre, jefes déspotas como el tío Patas (verdulero tacaño que hace trabajar a Manuel entre coles podridas sin pagarle un céntimo). Incluso el mundo del ocio nacional es examinado con dureza: al acompañar a la familia del trapero a los toros, Manuel encuentra ese espectáculo “repugnante y cobarde”, una metáfora quizá de una sociedad que disfruta mientras se derrama sangre inocente. En definitiva, La busca es más que una novela de un muchacho pobre: es un alegato contra la desigualdad, un reproche amargo a una sociedad con la que Baroja, misántropo confeso, nunca logró reconciliarse.
Toda esta carga temática está presentada con un estilo narrativo muy particular, marca de la casa Baroja. El autor adopta un tono sobrio, directo y descarnado. La prosa de La busca es ágil, hecha de frases cortas y párrafos breves, a menudo encadenando oraciones coordinadas sin subordinar (rasgo que en su época se consideró poco elegante, pero que aporta frescura y rapidez). Baroja declaró en 1903 que aspiraba a escribir con espontaneidad y personalidad, usando todos los recursos del lenguaje a su alcance, incluidos neologismos y giros extranjeros, para lograr un estilo moderno. En la novela se aprecia ese esfuerzo consciente: la sencillez expresiva es engañosa, pues detrás hay un trabajo minucioso de depuración. Los capítulos avanzan como escenas sucesivas, casi cuadros costumbristas hilados por la presencia de Manuel. De hecho, el propio Baroja llegó a confesar que La busca era un “conjunto de apuntes” que él reunió para mostrar “el mal reinante en la clase baja madrileña”. Esto explica la estructura algo fragmentaria: no sigue el esquema clásico de planteamiento, nudo y desenlace, sino que encadena episodios unidos por el protagonista y por la continuidad de un mismo ambiente. Pese a esa aparente dispersión, la novela tiene una unidad potente de ambiente: siempre estamos en esa atmósfera de pobreza, miseria y sordidez que envuelve todo. También mantiene cierta unidad de ritmo, gracias a la narrativa vivaz. Baroja emplea con frecuencia el asíndeton (omisión de conjunciones) para imprimir velocidad y viveza a la acción. Los diálogos son rápidos, con frases coloquiales, y los párrafos nunca se extienden demasiado, evitando cualquier pesadez.

La técnica descriptiva de Baroja merece mención especial. Abundan las descripciones detallistas, insertadas sin romper del todo la narración, a través de las cuales el autor traza retratos físicos y morales muy vívidos. En pocos trazos certeros dibuja una imagen exacta de un personaje o un lugar. Un recurso que emplea a menudo es la animalización o deformación expresionista: por ejemplo, compara la cara de El Bizco con la de un mandril rubio, o describe a unas ancianas devotas como “viejezuelas esqueléticas de nariz de ave de rapiña”. Con estas imágenes duras acentúa la impresión de degeneración física y moral. Asimismo, Baroja juega con la ironía lingüística: a veces usa eufemismos invertidos (llamando “dama” a una prostituta o “palacio” a una chabola) para subrayar la degradación mediante contraste sarcástico. Otras veces introduce contradicciones o frases ilógicas que reflejan el desorden de ese mundo. Todo esto dota al texto de un matiz impresionista y expresionista a la vez: impresiona al lector con pinceladas fuertes, y expresa subjetivamente el caos social. La riqueza del lenguaje popular es otro rasgo notable. Baroja transcribe la jerga de los barrios bajos con gran fidelidad: desde vulgarismos fonéticos (los personajes dicen novedá en lugar de novedad, robao por robado, esperandolos por esperándoos, etc.) hasta argot castizo y caló (palabras del habla gitana). Los diálogos están trufados de términos jergales que, si bien pueden desafiar la comprensión del lector no familiarizado, aportan un realismo contundente. Se oyen expresiones como aluspiar (estar alerta), apandar (robar), pintar un chirlo (dar una puñalada), ser un púa (ser astuto) o estar a la husma (vigilar). Esta jerga callejera sitúa a cada personaje en su estrato social: mientras Manuel habla en un registro sencillo pero no excesivamente vulgar, y Roberto Hasting utiliza un español más culto, los delincuentes emplean un lenguaje soez y fragmentado. Incluso las prostitutas adolescentes tienen su manera de hablar incorrecta (dicen veniría por vendría, quedría por querría, etc.), reflejo de su escasa educación. Baroja no corrige ni estiliza estas voces, las deja fluir con sus errores sintácticos y sus exclamaciones de la calle (“¡Las tías brujas esas…!” gritan sobre las monjas). Este realismo lingüístico implacable fue innovador en su momento, anticipando tendencias de la novela social posterior.
A pesar de tanta oscuridad, la lectura de La busca no resulta estéril ni deprimente, sino profundamente reflexiva. La novela suscita en el lector cuestionamientos sobre la justicia social, la ética y la naturaleza humana que siguen siendo válidos en la actualidad. Más de un siglo después, La busca conserva una asombrosa vigencia. Por desgracia, la pobreza urbana, la falta de oportunidades y la marginación que Baroja retrató no son solo cosa del pasado: en las grandes ciudades modernas aún perviven bolsas de miseria, jóvenes sin horizontes y desigualdades que parecen insalvables. La lucha de Manuel por no hundirse en ese abismo podría ser la de muchos adolescentes hoy en entornos desfavorecidos. Asimismo, la crítica que hace Baroja a la indiferencia de los privilegiados resuena en nuestra conciencia contemporánea: todavía hoy existen “damas de la caridad” y buenas intenciones que no bastan para remediar las injusticias estructurales. Por otro lado, La busca es también un recordatorio de la dignidad del esfuerzo honrado frente a la tentación de las vías fáciles y amorales. El mensaje esperanzador que cierra la novela —la decisión de Manuel de trabajar “al sol”— invita a creer en la posibilidad de rehabilitación personal incluso cuando el contexto es adverso. Esta nota de esperanza, tímida pero firme, hace que la obra trascienda el pesimismo: dentro de su visión desencantada de la sociedad, Baroja deja un resquicio para la elección moral del individuo.
En términos literarios, La busca se considera una novela precursora del realismo social en España. Fue muy bien acogida en su época precisamente porque ofrecía un retrato veraz de un mundo hasta entonces poco novelado. Frente a la visión costumbrista edulcorada de sainetes y zarzuelas, que a menudo caricaturizaban a los pobres de forma pintoresca, Baroja presentó una realidad desnuda y sin romanticismos. El público de todas las clases valoró esa autenticidad que traspasaba las páginas, haciendo visible la vida cotidiana de “los de abajo”. La influencia de Baroja se dejó sentir en generaciones posteriores de narradores, desde Camilo José Cela (quien desarrollaría el tremendismo a mediados de siglo) hasta novelistas de la posguerra que cultivarían la novela social y existencial. La busca, con su estilo vivo y su sinceridad brutal, marcó un camino nuevo para la narrativa española del siglo XX.
En conclusión, la experiencia de leer La busca es intensa e inolvidable. Baroja nos sumerge en un infierno urbano pero lo hace con mano maestra: su escritura despojada de artificios nos golpea con la verdad de unos personajes que palpitan de vida propia. Sentimos la angustia de Manuel, la mezquindad de Vidal, la fiereza del Bizco, la bondad austera de Custodio; recorremos con ellos las calles y tabernas, respiramos ese aire viciado de los suburbios y también vislumbramos, fugazmente, el sol redentor al final del camino. La busca es una obra literaria de enorme calado humano, un espejo de una sociedad partida en dos que, lamentablemente, encuentra ecos en nuestros días. Con tono literario pero sin moralina, Baroja consigue que nos preguntemos qué responsabilidad compartimos todos en las desgracias de aquellos que viven en la miseria. Esta novela, primera entrega de la trilogía La lucha por la vida, se erige así como un clásico social y existencial, un testimonio desgarrador de su tiempo y una llamada de atención atemporal sobre la condición humana. Leída hoy, La busca sigue siendo una voz que interpela nuestras conciencias, invitándonos a reflexionar sobre la injusticia y la esperanza que coexisten —ayer como hoy— en la lucha diaria por sobrevivir y encontrar un sentido a la vida.
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