La figura del médico en la obra de Pío Baroja: el doctor Iturrioz como observador crítico

Rosa Amor del Olmo (A. Nebrija)

Pío Baroja: médico de formación y novelista del 98

Pío Baroja (1872-1956), miembro destacado de la Generación del 98, fue médico de formación y ejerció brevemente la medicina antes de dedicarse por completo a la literatura. Esta doble faceta marcó profundamente su obra. Baroja realizó sus estudios de medicina en Madrid, doctorándose en 1896 con una tesis sobre El dolor, en la que afirmaba la relación directa entre inteligencia y sufrimiento. Su corta práctica como médico rural en Cestona (País Vasco) le confirmó su falta de vocación clínica, y pronto abandonó la profesión para dirigir un negocio familiar y entregarse a la escritura. Sin embargo, aquella formación científica y experiencia médica dejaron una impronta visible en su narrativa: Baroja incorporó a muchos médicos como personajes en sus novelas, depositando en ellos fragmentos de su propia vida e ideas. Su bagaje profesional y sus lecturas científicas aparecen una y otra vez en su obra literaria, a través de opiniones y comentarios expuestos directamente por el narrador o puestos en boca de criaturas suyas, personajes que sirven de portavoz al autor.

En su juventud Baroja se declaró anarquista individualista y cultivó un inconformismo radical frente a casi todo: la religión, la política, el ser humano y la vida en general. Este espíritu rebelde y escéptico, típico de la Generación del 98, alimentó el tono crítico y desencantado de sus novelas. Baroja permaneció agnóstico toda su vida, repelido por el catolicismo debido a la influencia negativa que veía ejercer a la Iglesia en la vida política y social de España. A su vez, mostró una enorme ternura hacia los seres más desvalidos y marginados, reflejando una sensibilidad social compasiva hacia los humildes. Todos estos rasgos biográficos —formación científica, decepción con las instituciones, sensibilidad social— se proyectan en la figura del médico barojiano, que actúa como observador crítico del mundo moderno y portavoz de las inquietudes filosóficas, morales y sociales del autor.

El doctor Iturrioz en El árbol de la ciencia: voz filosófica y conciencia moral

Dentro de la amplia galería de médicos que pueblan la obra de Baroja, destaca especialmente el doctor Iturrioz, personaje central en la novela El árbol de la ciencia (1911). En esta novela de tintes autobiográficos, Andrés Hurtado —alter ego del joven Baroja— es un estudiante de medicina y luego médico, mientras que su tío, el doctor Iturrioz, representa la voz madura y experimentada del propio autor. De hecho, Baroja confesó que El árbol de la ciencia es la novela de carácter filosófico “más acabada y completa” de cuantas escribió, y en ella emplea a Iturrioz como interlocutor y guía intelectual de Andrés. La estructura misma de la obra resalta la importancia de este personaje: la novela está dividida en dos partes separadas por un extenso diálogo filosófico entre Andrés e Iturrioz. Dicho coloquio, situado en la azotea de Iturrioz, funciona como un paréntesis ensayístico donde tío y sobrino debaten sobre el sentido de la vida, la ciencia, la religión y la situación de España a finales del siglo XIX.

El doctor Iturrioz encarna la faceta más reflexiva y crítica de Baroja. Actúa como conciencia moral y filtro filosófico de la novela: con él Andrés discute “todo lo cuestionable que se le pasa por la cabeza”. Iturrioz es quien expone la célebre metáfora de los dos árboles del Paraíso —el árbol de la vida y el árbol de la ciencia— que da título a la obra, recordando que Dios vetó a Adán el fruto del conocimiento. En su conversación, Baroja contrapone los dos caminos existenciales simbolizados por esos árboles: por un lado, el racionalismo de Andrés Hurtado, sediento de verdades científicas aunque estas traigan amargura; por otro, el vitalismo defendido por Iturrioz, que aboga por una actitud más afirmativa hacia la vida, menos dependiente de la razón pura. Iturrioz llega a sostener principios de raíz nietzscheana, proponiendo la necesidad de una “milicia puramente humana” o “Compañía del Hombre” que inculque valor, serenidad y amor a la vida en un mundo desencantado, renunciando a la humildad y la resignación propias de la moral cristiana. En estas ideas, Iturrioz se perfila como portavoz de las ansias de regeneración de Baroja tras el Desastre del 98: cree que España solo podrá levantarse dejando atrás el lastre de la superstición y la pasividad, forjando un hombre nuevo, secular y enérgico.

Al mismo tiempo, Iturrioz muestra un escepticismo incisivo hacia la realidad española de su tiempo. Comparte con Andrés una visión pesimista de la sociedad, aunque su actitud es más estoica. Por ejemplo, no escatima críticas feroces hacia la universidad y el sistema educativo. En El árbol de la ciencia, es Iturrioz quien denuncia que “los profesores no sirven más que para el embrutecimiento metódico de la juventud estudiosa… El español todavía no sabe enseñar; es demasiado fanático, demasiado vago y casi siempre demasiado farsante”. Estas palabras, cargadas de ironía y desencanto, reproducen literalmente opiniones del propio Baroja sobre sus antiguos catedráticos, convertidos aquí en diálogo novelístico. Así, a través de Iturrioz, Baroja proyecta sus inquietudes filosóficas (la contraposición entre conocimiento y vida), sus críticas morales (al conformismo y la hipocresía) y sus preocupaciones sociales (el atraso educativo, la necesidad de nuevos valores). Iturrioz es, en suma, la voz filosófica y moral de Baroja dentro de la ficción, un médico humanista que observa y juzga el mundo que le rodea con lúcida agudeza.

El médico como observador crítico de la sociedad moderna

En la obra de Baroja, el médico suele desempeñar el papel de observador agudo y crítico del mundo moderno, casi como un científico social que diagnostica las dolencias de su época. Esta mirada clínica se manifiesta de dos modos: a través de la trama y personajes médicos (que viven en carne propia la realidad social) y a través del estilo narrativo, preciso y analítico, con el que Baroja describe esa realidad.

En El árbol de la ciencia, Baroja traza una despiadada radiografía del Madrid de finales del siglo XIX a través de los ojos de Andrés Hurtado, primero como estudiante y luego como médico. Cada etapa de la trayectoria de Andrés le confronta con una realidad enferma: la universidad madrileña corrupta e incompetente, el miserioso hospital de San Juan de Dios, la miseria del campo castellano, la sordidez de los arrabales urbanos y, finalmente, la impotencia ante la muerte. Como estudiante, Andrés comprueba que su “preparación para la Ciencia no podía ser más desdichada” debido a unos profesores ineptos y vetustos, mantenidos en sus cátedras por influencia y tradición, símbolos de la decadencia educativa española. En sus prácticas en el hospital, presencia escenas indignantes: la sala de mujeres donde trabaja está sucia y abarrotada, y el médico encargado resulta ser cruel con las enfermas, preocupado solo por el dinero. Horrorizado por aquella falta de ética, Andrés abandona el hospital tras encararse violentamente con ese médico “bestial”. Posteriormente, en su servicio como médico rural en Alcolea, se topa con el caciquismo local: cuando salva la vida a un campesino grave, el médico del pueblo (Dr. Sánchez) en vez de agradecerle le reprocha haberle “robado una cliente”, revelando mezquindad y celos profesionales. De regreso a Madrid, Andrés obtiene una plaza como médico de higiene, lo que le permite constatar lo podrida que estaba la sociedad urbana: atiende a prostitutas en condiciones deplorables y descubre la connivencia corrupta entre la policía y los burdeles, que impide a las mujeres escapar de la explotación.

Estos episodios ilustran cómo Baroja utiliza la perspectiva del médico para diagnosticar las enfermedades sociales de su tiempo: la ignorancia, la injusticia, la corrupción y la pobreza moral. En palabras de un comentarista, “España está enferma y para combatir la enfermedad hay que diagnosticarla”. Baroja, a modo de médico social, nos muestra una “galería de personajes egoístas, incultos, crueles, […] explotados…” que ejemplifican los males nacionales. La crítica abarca todos los ámbitos: la Universidad (dogmática y estéril), la prensa, la política caciquil, la burguesía indiferente, el campo atrasado y la ciudad degenerada. Incluso cuando en sus novelas no aparece explícitamente un doctor, la narrativa barojiana conserva esa mirada analítica y desapasionada propia de un clínico. No es casual que la famosa trilogía La lucha por la vida (1904) —compuesta por La busca, Mala hierba y Aurora roja— haya sido descrita como “un gran fresco colectivo, una radiografía del Madrid suburbial en el tránsito del siglo XIX al XX”. En estas novelas, Baroja retrata con minuciosidad casi documental la vida de los bajos fondos madrileños, aplicando una observación directa y detallada que recuerda al estudio de un médico ante un paciente: identifica síntomas (hambre, delincuencia, explotación), rastrea causas (la desigualdad, la falta de educación, la corrupción) y señala prognósticos sombríos para aquella sociedad.

El estilo de Baroja refuerza esta impresión de objetividad clínica. Su prosa se caracteriza por la sencillez, la claridad y la concisión, rehuyendo adornos retóricos en favor de la precisión. Su compañero de generación Azorín atribuía esta sobriedad a la influencia de la formación médica de Baroja, afirmando que los libros de patología y clínica que Baroja leyó “le han ayudado mucho […] a crearse una prosa de diagnóstico; una prosa precisa, clara, exacta, incisiva, profunda”. En efecto, Baroja escribe casi con bisturí, diseccionando ambientes y caracteres con frases cortantes. Esa prosa diagnóstica aumenta el valor testimonial de sus novelas, pues el lector tiene la sensación de acceder a un informe veraz de la realidad de la época, sin idealizaciones. Este modo de narrar, directo pero lleno de penetración psicológica, convierte al autor (y a sus alter ego médicos) en cronista y analista de la vida contemporánea, al modo de un científico social que observa la patología del mundo moderno con distancia y lucidez.

Desencanto con la política y la religión

La desilusión profunda ante la política y la religión es uno de los rasgos más acusados en la cosmovisión de Baroja, y sus personajes médicos suelen encarnarla con nitidez. Como muchos intelectuales del 98, Baroja quedó marcado por el Desastre de 1898 y la crisis de fin de siglo: veía una España decadente, anclada en el caciquismo, la pobreza moral y la ineptitud de sus dirigentes. En El árbol de la ciencia, las conversaciones entre Andrés Hurtado e Iturrioz destilan este pesimismo político. Baroja equipara el sistema político de la Restauración con una farsa hipócrita, y su alter ego literario expresa la convicción de que la acción política revolucionaria es inútil, pues “los más fuertes dominarán siempre a los débiles”, conforme a una ley casi darwiniana de la sociedad. Andrés termina convencido de que la injusticia social no tiene solución colectiva, idea que lo lleva a la desesperanza y la inacción. Esta actitud refleja la pérdida de fe en las ideologías políticas que experimentó Baroja: individualista receloso de todo dogma, nunca se adscribió plenamente a ningún partido ni movimiento, desconfiando tanto del liberalismo oligárquico de su tiempo como de las utopías socialistas o anarquistas, por muy afín que fuese a estas en su juventud. Iturrioz, por su parte, defiende la necesidad de una ilusión o fe secular que dé cohesión a la sociedad, pero admite que tal fe podría basarse en “algo que, aunque sea mentira salida de nosotros mismos, parezca una verdad llegada de fuera”. Esta reflexión tan barojiana resume su desencanto: para organizar a los hombres haría falta una convicción colectiva casi mística, pero ni la religión tradicional ni las ideologías modernas logran ofrecerla sinceramente.

En cuanto a la religión, Baroja la relega sin ambages a la categoría de superstición. En El árbol de la ciencia, Andrés pierde pronto la poca fe católica de su infancia; como buen discípulo de Kant y Schopenhauer, entiende que los postulados religiosos son indemostrables y que confiar ciegamente en ellos equivale a autoengañarse. Esta pérdida de fe deja al protagonista en un vacío espiritual angustioso, exponente de la “angustia existencial y hastío” propios del 98. Iturrioz coincide con Andrés en la crítica a la religión institucional: en sus diálogos, tilda el espíritu cristiano de fomentar valores pasivos (humildad, resignación, piedad) que él juzga nocivos para la vitalidad del individuo y el progreso de España. De hecho, Iturrioz equipara peyorativamente ese espíritu cristiano con un “semitismo” a erradicar del carácter nacional, proponiendo sustituirlo por una ética aristocrática del valor y la autoafirmación. Estas ideas, influenciadas por Nietzsche, evidencian la postura anticlerical y antitradicional del autor: Baroja carga con vehemencia contra el catolicismo oficial de su época, al que considera cómplice del atraso y la mediocridad nacional. En sus novelas abundan curas fanáticos o ignorantes, beaterías asfixiantes y ejemplos del peso opresor de la moral católica en la vida cotidiana – un peso que sus protagonistas rechazan de plano. Así pues, los médicos barojianos suelen ser agnósticos desengañados que, habiendo abrazado la razón científica, contemplan la religión organizada como un vestigio anacrónico o un refugio de ilusiones. En El árbol de la ciencia, ningún consuelo trascendente llega para aliviar el dolor de Andrés; ante la muerte y el absurdo de la vida, solo encuentra el silencio y la nada. El desenlace trágico de la novela —con el suicidio de Andrés Hurtado tras la muerte de su esposa Lulú y de su hijo recién nacido— es emblemático de ese choque entre la búsqueda racional de sentido y la ausencia de respuestas últimas. Incapaz de creer en la promesa redentora de la fe ni en utopías humanas, el hombre barojiano queda solo frente al vacío. El doctor Iturrioz, aunque sobrevive a Andrés, no logra tampoco disipar la sombra de este pesimismo absoluto; su vitalismo teórico apenas sirve de paliativo parcial ante la amarga constatación de que “la felicidad solo puede venir de la inconsciencia y el conocimiento trae siempre dolor”.

Ciencia, conocimiento y límite de la razón

Dada la formación científica de Baroja, sus personajes médicos suelen encarnar la tensión entre el conocimiento científico y las grandes preguntas existenciales. En la España de Baroja, a caballo entre el siglo XIX positivista y las dudas del siglo XX, la figura del médico representa el ideal moderno de la razón ilustrada, pero también la frustración ante los límites de esta. Andrés Hurtado comienza la novela creyendo en la Ciencia como herramienta de progreso y verdad —Baroja lo presenta cercano al positivismo decimonónico, confiado en que la unión de razón y experiencia podrá resolver incluso los problemas humanos más profundos—. Iturrioz, sin embargo, le advierte de la otra cara de esa fe científica: el peligro de que la ciencia, al explicar mecánicamente la realidad, mate la vida, es decir, agote la capacidad de ilusión o espontaneidad del ser humano. Este es el gran dilema intelectual de El árbol de la ciencia: la contradicción entre ciencia y vida. Baroja, influido por Schopenhauer, sugiere que el conocimiento racional del mundo conduce al determinismo y al nihilismo —“el mundo es ciego… ya no puede haber ni libertad ni justicia”, llega a exclamar Andrés, eco del pesimismo schopenhaueriano—. La ciencia describe leyes y causas, pero es incapaz de otorgar sentido o propósito a la existencia.

A lo largo de la novela, Andrés experimenta en carne propia la impotencia de la medicina y la ciencia ante los grandes males de la vida: conoce el dolor, la enfermedad y la muerte no solo en sus pacientes sino en sus seres queridos (la muerte de su hermano pequeño Luisito por tifus, y posteriormente de Lulú y el bebé en el parto). Estos golpes le demuestran que, por mucho que él haya estudiado, hay sufrimientos que escapan a su control. Ni su saber médico puede salvar a los que ama, ni su entendimiento logra encontrar una razón última al sufrimiento. En este sentido, Baroja proyecta en Andrés una amarga lección vital que acaso él mismo extrajo de su tesis doctoral: a mayor inteligencia y conocimiento, mayor es el dolor, porque uno es más consciente de la crudeza de la realidad. La ciencia, pues, no redime al protagonista, sino que acentúa su angustia. El propio Baroja, escéptico y pragmático, desconfiaba de la grandilocuencia cientificista de algunos de sus contemporáneos. Parodiando a ciertos sabios pedantes de su época (como el profesor Letamendi, caricaturizado en la novela), Baroja deja claro que la ciencia oficial en la España finisecular distaba de ser la panacea ilustrada que prometía el positivismo. Más bien la veía lastrada por el dogmatismo académico y la falta de medios, incapaz de resolver el atraso material y moral del país.

Sin embargo, Baroja no aboga por rechazar la ciencia, sino por reconocer sus límites y complementarla con una actitud vital más amplia. De hecho, Andrés Hurtado conserva hasta el final cierta fe en una ciencia futura: “cree en la ciencia, pero no en la de su momento, sino en la que está por venir”, como señala un análisis de la novela. Hay en Andrés algo de “precursor” que vislumbra un conocimiento mejor aunque él no llegue a verlo. Esta pequeña luz de esperanza en el progreso científico contrasta con la oscuridad personal del personaje. Por su parte, Iturrioz representa la visión más humanista del saber: no rechaza la razón, pero sostiene que hay que dotarla de calor humano, de ética y hasta de cierta ilusión metafórica (como su propuesta imaginaria de la Compañía del Hombre). En la oposición entre tío y sobrino se encarna el conflicto intelectual de Baroja: la frialdad analítica vs. la acción vital. Al final, Andrés sucumbe a la “ataraxia” o negación de la vida, siguiendo la senda pesimista de Schopenhauer, mientras Iturrioz defiende la voluntad de vivir, más cercana a Nietzsche, aunque sea a costa de abrazar ficciones útiles. Esta tensión no se resuelve plenamente en la obra, reflejando la ambivalencia de Baroja ante el conocimiento: lo considera necesario para desenmascarar la mentira (de ahí su empeño en diagnosticar a España), pero es consciente de que la verdad desnuda puede ser insoportablemente amarga. El lector culto o académico percibe en esta dicotomía la huella del debate filosófico de la época (razón vs. fe, ciencia vs. humanismo) llevado al terreno de la literatura.

Vínculos del médico barojiano con otros personajes

La figura del médico en Baroja no existe en el vacío, sino que interactúa significativamente con los demás personajes y ambientes de sus novelas, resaltando sus rasgos por contraste o afinidad. Por lo general, el médico barojiano suele ser un individuo aislado o inadaptado, cuya lucidez lo distancia de su entorno. Andrés Hurtado, por ejemplo, se siente incomprendido en su familia burguesa (mantiene con su padre una relación fría y conflictiva) y tampoco encaja con sus compañeros estudiantes, a quienes ve frívolos o mediocres. Su única verdadera compañía intelectual es su tío Iturrioz, con quien establece una relación maestro-discípulo pero también de amistad: ambos comparten confidencias en la azotea, formando una isla de entendimiento en medio de la incomunicación general. Esa soledad del protagonista científico es un tema recurrente en Baroja: el hombre de ideas se ve separado de la masa, y su instinto antisocial se agudiza ante la trivialidad o incomprensión de los demás. En El árbol de la ciencia, Andrés y Iturrioz representan dos generaciones que dialogan; aunque discrepan en enfoques, comparten un mismo desencanto frente a terceros personajes que encarnan la complacencia o la ignorancia. Por ejemplo, las figuras de otros médicos en la novela (el facultativo del hospital, el Dr. Sánchez del pueblo, etc.) sirven de contrapunto negativo: con ellos, Andrés choca porque simbolizan la clase médica acomodaticia y sin escrúpulos que él detesta. A su vez, personajes humildes como el estudiante Julio Aracil (cínico y arribista) o Lulú (la joven sencilla de origen modesto que Andrés ama) permiten mostrar distintas facetas de la interacción del médico con la sociedad. Andrés se siente moralmente superior a Aracil, a quien ve como un producto de la picaresca española, mientras que con Lulú experimenta por un tiempo el consuelo íntimo del amor y la autenticidad emocional que la fría razón no le daba. Sin embargo, incluso ese vínculo humanizador fracasa: la muerte de Lulú y del hijo de ambos deja a Andrés totalmente abatido y confirma su visión trágica de la vida.

En la trilogía La lucha por la vida, aunque el protagonista Manuel Alcázar no es médico sino un joven obrero, Baroja aplica una estrategia similar de contraste de personajes para reflejar su visión clínica de la sociedad. Manuel se cruza con anarquistas idealistas (como su hermano Juan en Aurora roja, un ex-seminarista místico) y con delincuentes o explotadores. La mirada barojiana se posa con igual franqueza en santos laicos ingenuos y en pícaros brutales, revelando patologías morales en ambos extremos: la bondad quijotesca de Juan resulta inútil y acaba sacrificada, mientras la brutalidad del Bizco (un joven delincuente) encarna la ley del más fuerte en su forma más descarnada. Aunque no haya doctores protagonistas en estas novelas, el ojo del narrador opera como ese médico social que examina todas las capas humanas, desde el idealista hasta el criminal, entendiendo sus motivaciones pero sin alentar falsas esperanzas. La muerte de Juan (el hermano utópico de Manuel) simboliza “el final de un sueño” y devuelve a los personajes a la cruda realidad, del mismo modo que en El árbol de la ciencia la desaparición de Lulú y el suicidio de Andrés escenifican la derrota de la ilusión personal y del idealismo intelectual. En ambos casos, Baroja vincula la figura compasiva (sea el médico consciente del sufrimiento ajeno, sea el soñador altruista) con un desenlace de desencanto, subrayando la dificultad de cambiar una sociedad enferma.

No obstante, es importante señalar que el médico barojiano no es un mero misántropo aislado: suele mantener un vínculo de solidaridad con los humildes. La ternura de Baroja hacia los marginados se refleja en personajes como Andrés Hurtado, quien siente auténtica compasión por los pobres (se apiada de enfermos y prostitutas, se indigna ante las injusticias que sufren) aunque no pueda salvarlos a todos. Este rasgo lo aproxima a otros protagonistas barojianos, como el propio Manuel de La lucha por la vida, que pese a su origen humilde muestra empatía con sus compañeros de infortunio en los barrios bajos. En cierta forma, el médico en Baroja actúa como conciencia ética: denuncia la crueldad y la explotación allí donde la ve. Cuando Andrés observa la corrupción que atrapa a las prostitutas o la miseria de los campesinos, reacciona con ira impotente pero sincera. Ese posicionamiento crítico al lado de los desfavorecidos emparenta al doctor con figuras compasivas de la literatura naturalista y regeneracionista. Sin ser un revolucionario activo, el médico de Baroja es un testigo moral que con su sola presencia señala las heridas sociales abiertas. Su relación con los otros personajes suele estar mediada por esa función: pone en evidencia a los malos (enfrentándose dialécticamente al médico cruel, al cacique pueblerino, al profesor incompetente) y se apiada de las víctimas (enfermos, pobres, mujeres oprimidas). Lamentablemente, en el universo pesimista del autor, esta empatía raras veces conduce a una redención efectiva. Baroja no concede a sus médicos el poder de curar los males sociales; a lo sumo, les otorga la lúcida amargura de diagnosticarlos con honestidad.

El clínico de la conciencia moderna

La figura del médico en la obra de Pío Baroja, ejemplificada en el doctor Iturrioz de El árbol de la ciencia, es un vehículo privilegiado para las preocupaciones intelectuales y éticas de este escritor. Baroja, médico de formación y novelista por vocación, proyectó en sus doctores ficticios su propio sentido crítico frente a la realidad de la España finisecular. El médico barojiano es, ante todo, un observador implacable: contempla la sociedad como un organismo enfermo, al que hay que auscultar y diagnosticar sin engaños. A través de esa mirada clínica, Baroja retrató la pobreza, la injusticia y la hipocresía de su tiempo con un realismo descarnado –ya sea pintando los bajos fondos de Madrid como una “radiografía” social, ya sea describiendo las aulas y hospitales con ojo crítico. La mirada clínica de Baroja no es fría neutralidad, sino que lleva implícita una evaluación moral: el médico escritor señala lo que está mal (en la política, en la religión, en las costumbres) y, aunque duda de la posibilidad de cura, al menos deja un testimonio de denuncia.

El doctor Iturrioz, en particular, condensa las inquietudes filosóficas de Baroja. En sus conversaciones con Andrés Hurtado, Iturrioz debate las grandes cuestiones (el sentido de la vida, la verdad, la fe) reflejando las influencias de pensadores como Schopenhauer, Kant o Nietzsche en el pensamiento del autor. Iturrioz representa la voz de la experiencia desencantada que aconseja a Andrés, pero también un alter ego de Baroja que explora posibles salidas al laberinto nihilista: su vitalismo nietzscheano es un intento de afirmar la vida y la acción frente al abatimiento intelectual de Andrés. No obstante, Baroja no ofrece soluciones dogmáticas; la novela termina en tono trágico, subrayando la dificultad de reconciliar el “árbol de la ciencia” con el “árbol de la vida”. El médico se queda así como símbolo de la conciencia moderna: armado de razón y de sentido crítico, pero a la vez herido por la duda y la soledad en un mundo que no satisface su anhelo de verdad ni de justicia.

En el contexto histórico de la Generación del 98, Baroja y sus personajes médicos personifican el malestar de fin de siglo y el ansia de regeneración. Les “dolía España”, en famosa expresión, y por eso la examinaban sin piedad para entender sus dolencias. El desencanto con la política corrupta y la religión caduca, la confianza frustrada en la ciencia, la compasión hacia los humildes y la búsqueda de nuevos valores, todo ello se articula en las novelas barojianas a través de estos doctores desencantados pero lúcidos. Su mirada clínica es también una mirada ética: al diagnosticar los males sociales, Baroja nos incita a no aceptarlos con resignación. Aunque el propio autor dudaba de las soluciones, su legado es una literatura que combina análisis y humanismo, pesimismo y autenticidad. En definitiva, la figura del médico en Baroja (y especialmente el doctor Iturrioz) se erige como un observador crítico del mundo moderno, un intelectual decepcionado de falsos consuelos pero comprometido con la verdad, que proyecta las inquietudes filosóficas, morales y sociales de un escritor que vivió entre el bisturí y la pluma. Como un médico del alma colectiva, Baroja explora en sus páginas los síntomas de la enfermedad de su época y, aunque no halle la cura, nos lega el valioso ejercicio de pensar y sentir ese malestar con honesta claridad. Las obras del autor, de La lucha por la vida a El árbol de la ciencia, invitan así al lector culto a una reflexión crítica sobre la sociedad y la condición humana, guiados por la mano experta y a la vez humilde de un médico que supo transformar su ciencia en conciencia literaria.

Fuentes consultadas: El árbol de la ciencia (1911) de Pío Baroja; La lucha por la vida (1904) de Pío Baroja; estudios y artículos sobre Baroja y la Generación del 98, entre otros.

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