El síndrome de ‘Alicia en el País de las Maravillas’

Rosa Amor del Olmo

Imagínese por un momento que, al igual que Alicia, la heroína del célebre cuento de Lewis Carroll, de repente todo a su alrededor cambiara de tamaño. Los pasillos se alargan interminablemente, los muebles se achican como casas de muñecas, sus propias manos y pies parecen no guardar proporción con el resto de su cuerpo. En la historia Alicia en el País de las Maravillas, la niña bebe una poción mágica y muerde un pastel encantado para encoger y agrandarse a voluntad. Pero fuera de las páginas de la literatura victoriana, existen personas que han experimentado sensaciones muy parecidas sin probar brebajes fantásticos. A mediados del siglo XX, la medicina bautizó este curioso fenómeno como síndrome de Alicia en el País de las Maravillas, en honor a la inolvidable protagonista que primero nos hizo soñar con mundos cambiantes. Lo que para Carroll fue una licencia poética para explorar la lógica del absurdo, para la ciencia moderna pasó a ser el nombre evocador de un trastorno neurológico real.

Del País de las Maravillas a la vida real

El origen literario de este término clínico no es casualidad ni mero capricho. Fue en 1955 cuando el psiquiatra británico John Todd describió por primera vez un conjunto de síntomas desconcertantes –distorsiones repentinas en la percepción del tamaño, la forma o la posición de los objetos– y decidió nombrarlo en honor a la obra de Carroll. No era para menos: los pacientes relataban episodios en los que las habitaciones se estiraban como pasillos de espejos cóncavos, o en los que veían su propio cuerpo encoger y expandirse como por arte de magia. Todd reconoció en esas vivencias una estrecha analogía con las aventuras de Alicia, aquella niña que podía crecer hasta casi tocar el techo o empequeñecer hasta lo diminuto tras consumir ciertas sustancias en el País de las Maravillasq. Desde entonces, el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas –también conocido en inglés como Alice in Wonderland Syndrome o incluso síndrome de Todd– se incorporó al vocabulario médico para describir estas alteraciones paroxísticas de la percepción. Curiosamente, algunos historiadores y médicos han sugerido que el propio Lewis Carroll pudo inspirarse en experiencias personales de migrañas con aura o episodios de micropsia al escribir las peripecias de Aliciai. El autor sufría jaquecas crónicas, y no es descabellado pensar que, al igual que su personaje, en ocasiones sintiera que el mundo físico a su alrededor se tornaba tan engañoso como un sueño. De hecho, el término “síndrome de Alicia” parece cerrar un círculo casi poético: la ficción decimonónica de Carroll, nacida para entretener a una niña en un paseo en bote, terminaría dando nombre a una condición que borra la frontera entre la realidad objetiva y la imaginación subjetiva.

Resulta llamativo cómo un relato fantástico del siglo XIX logró infiltrarse en la jerga de la neurología moderna. Pero más allá de la anécdota nominal, el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas nos recuerda cuánto misterio guarda aún el cerebro humano. Quienes lo padecen –afortunadamente, es un trastorno raro y generalmente benigno– describen sensaciones dignas del País de las Maravillas: ven personas “como liliputienses”, farolas que se alejan a lo lejos con un parpadeo, suelos que se ondulan, o escuchan voces ora atronadoras ora susurrantes sin razón aparente. Por momentos, pierden la noción del tiempo y el espacio, como si anduvieran perdidos en el bosque de Cheshire o mirando un reloj de bolsillo que siempre llega tarde. Estos episodios suelen ser breves y pasajeros, a veces ligados a migrañas intensas, epilepsia temporal o incluso a infecciones víricas. No obstante, la experiencia puede ser tan vívida que más de uno habrá mirado alrededor buscando, incrédulo, al Conejo Blanco con su chaleco y reloj. Que la literatura haya servido para ilustrar un fenómeno clínico es prueba del poder evocador de las metáforas: Alicia nos legó una imagen perfecta para comunicar la extrañeza de percibir el mundo deformado, sin recurrir a jerga técnica ni largos rodeos explicativos.

La realidad a través del espejo

Desde su origen, el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas trasciende lo meramente médico y se instala como un símbolo cultural de las percepciones alteradas. La obra de Lewis Carroll siempre ha estado rodeada de lecturas simbólicas y guiños culturales: es bien sabido que muchas interpretaciones han vinculado los pasajes alucinógenos de Alicia con el consumo de sustancias psicodélicas en la cultura popular. No por casualidad, en plena psicodelia de los años 60 la banda Jefferson Airplane compuso White Rabbit, una canción inspirada en los viajes de LSD y en los pasajes más oníricos del cuento: “one pill makes you larger, and one pill makes you small…”. En la letra desfilan el Conejo Blanco, la Oruga fumando su narguile y las píldoras mágicas que hacen cambiar de tamaño, reflejando cómo los visionarios del rock vieron en Alicia una metáfora perfecta de los estados alterados de la mente. Y es que Carroll ya había puesto sobre la mesa, casi cien años antes, la imagen de un hongo capaz de volver gigante o diminuto a quien lo come – detalle que, dicho sea de paso, corresponde a la Amanita muscaria, un hongo alucinógeno real cuyos efectos incluyen precisamente macropsia y micropsia. La ficción y la realidad psicotrópica se daban la mano en estas páginas, mucho antes de que los neurólogos acuñaran el término clínico.

En tiempos más recientes, “el síndrome de Alicia” también ha encontrado eco en el arte y los medios. Su nombre aparece en relatos, ensayos e incluso series de televisión, siempre que se quiere aludir de forma pintoresca a percepciones distorsionadas. Un ejemplo memorable ocurrió en la serie médica House M.D.: en un episodio, el diagnóstico sorpresa para un paciente que veía todo diminuto a su alrededor resultó ser Alice in Wonderland Syndrome (para asombro del propio paciente, que descubría que la fantasía literaria podía manifestarse en su vida). Asimismo, escritores contemporáneos han usado la figura de Alicia para explorar la incertidumbre entre lo real y lo ilusorio, o el vértigo de no reconocer el propio cuerpo – un terreno abonado por la novela original y resignificado por este trastorno epónimo. En la literatura y el cine abundan los homenajes y revisiones de Alicia en el País de las Maravillas, desde versiones ilustradas por Salvador Dalí hasta interpretaciones más oscuras que la entrelazan con ensoñaciones o pesadillas modernas. Cada nueva mención del síndrome en contextos creativos funciona casi como un espejo a través del cual mirarnos: nos invita a reflexionar sobre la fragilidad de nuestra percepción y la manera en que nuestra mente puede engañarnos, sumergiéndonos momentáneamente en un “país de maravillas” propio.

En última instancia, el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas nos enseña algo que Lewis Carroll, con su lúdica sabiduría, quizá intuía: la realidad no es tan firme ni objetiva como suponemos, y basta un pequeño desequilibrio –un sueño, una migraña, una gota de la botella equivocada– para que el mundo se torne extraño e impredecible. Alicia sigue corriendo detrás del Conejo Blanco en nuestro imaginario colectivo, recordándonos con una sonrisa (¿o será la del Gato de Cheshire?) que la línea entre la fantasía y la realidad puede ser tan fina como las páginas de un libro. Y a veces, al atravesar el espejo de la conciencia, descubrimos que todos llevamos una pizca de País de las Maravillas dentro, una llave dorada para abrir puertas a mundos insospechados en nuestra mente.

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