Del matrimonio y otros placeres religiosos  

Alejandro Caño Clemente

La obra Doña Luz (1879) de Juan Valera se enmarca dentro de la novela tendenciosa del siglo XIX de la literatura española. No obstante, el autor no quiso tratar temas de actualidad y posicionarse dando su opinión acerca de los acontecimientos expuestos,  sino tratar la novela desde el punto de vista estético del que partía, es decir, como un partidario “del arte por el arte”, sin ningún tipo de ideología. A continuación analizaremos el tema principal de la novela que es la propia protagonista, Doña Luz, y todo lo que la rodea. La controversia entre los estudiosos reside en saber diferenciar el realismo del idealismo, sobre todo en el tema amoroso ya que los pretendientes presentan rasgos propios del idealismo (padre Enrique) y del realismo (Jaime Pimentel). Ambos se presentan ante una mujer cuya única inquietud es mantenerse firme a partir de su propio ideal: el amor como ascenso a la belleza suprema.

El padre Enrique es un cura que llega desde Manila a Villafría donde espera pasar una larga temporada. Es acogido por don Acisclo, su tío, y se instala de forma muy cómoda y holgada trayendo consigo una paz interna: “no frecuentaba la tertulia del boticario, no sabía palabra de política, no visitaba a las señoras devotas del lugar, en fin, se aseguraba ya que no servía para nada”. Este anonimato le sirvió para relacionarse con Doña Luz sin comentarios por parte de los familiares y conocidos de la protagonista. En las tertulias que mantenía con ella se trataban temas de carácter religioso y científico además de amoroso, se discutían sin cesar lo relacionado con el alma, lo material y el más allá junto con el amor humano.

Diferentes eran las opiniones y, en este punto, el padre Enrique sentenció que “no deben reírse los que no saben nadar, ni se echan al agua, de los que por nadar se aventuran y se ahogan; y que sólo yerra el que aspira, y que sólo da caídas mortales el que tiene arranque y valor para encumbrarse y subir”. Esta valentía tiene como fin el ascenso que podemos relacionar con la liberación del alma en el cura, no así en otros personajes de la obra. La elevada inteligencia y la bondad del Padre, fueron afianzando la relación entre él y doña Luz, que ella seguía cuidando como lo había hecho de su alma y de su cuerpo antes de su llegada.

El cura, por su parte, se limitaba a la relación casi familiar que se desvió poco a poco hacia la relación más sentimental. Como cura que es, el padre Enrique dispuso para sí un repertorio de creencias y conocimientos religiosos que le hicieron no caer en la tentación de la carne. Sin embargo, la mirada cada vez “se desvanecía y se cegaba” con mayor frecuencia y con mayor intensidad hacia doña Luz. Para él “lo importante, lo libre, lo meritorio está en poner bien la mira, en buscar el supremo bien donde en realidad reside”. Desde que conoció a doña Luz, la relación cambió su rumbo y la confusión se apoderó de él: antes era capaz de querer por amor y obligación de Dios al resto de seres humanos, pero ahora no era capaz de diferenciar la idea de belleza. No se había encontrado nunca con una mujer que despertara en él la sensación carnal y más animal propiamente dicha, y sentía temor por estar traicionando sus principios y caer en el infierno por pensar semejantes atrocidades. Su consuelo es dar a la amada este amor que siente y liberarse de la pesada carga de la conciencia cristiana.

Cuando ambos se encontraban a solas, bien en la casa bien fuera de ella, no hablaban de sus propios sentimientos sino de lo que atañía al universo exterior alabando al Creador. Como “predicador, confesor y catequista”, el padre Enrique había percibido los sentimientos de Dña Luz y forjaba la amistad de la forma más tierna jamás esperada, deseada.

En el momento en que Dn Jaime Pimentel llega a Villafría con la intención de conquistar las elecciones que se celebrarían, y a la vez el corazón de doña Luz, el padre Enrique se siente “inactivo, incapaz e infecundo”. No podía expresar su soberbia, su envidia y su impureza, por eso decide hacerlo de forma escrita y escribe una carta a Doña Luz. En ella le explica el verdadero sentimiento que había sentido hacia ella, hacia una alma gemela “capaz de servir de guía a su espíritu en sus vuelos audaces”. Él fue el único en comprender a Doña Luz, nadie había podido satisfacerla intelectual y moralmente hasta la fecha. Y ese sentimiento le confundió. Había dejado de ser “su maestro, su amigo, el depositario de sus ideas” para cometer un delito.

El casamiento con Jaime Pimentel era inminente y daba gracias a Dios por haberlo propiciado. Él no hubiese sido capaz de soportar ese tormento de no poder expresarse libremente y de ver la claridad de sus sentimientos. En su pecho ardía ese infierno que prefería arrojar la mezquindad de sus pensamientos. La muerte es la única meta a la que aspira después de la humillación a la que ha sido sometida su soberbia: “muera yo, Dios mío, muera yo antes de que ella sepa que la he amado, que todavía la amo”. Había comparado a Doña Luz con Dios por “la noble altivez de su mirada, por el ritmo de su fortuna, por la gracia de sus movimientos”. Pide perdón después de no haber sido capaz de diferenciar la fe hacia Él y la confianza dada a Doña Luz. Ha alcanzado el pecado y siente “perdida la esperanza” por lo que desea limpiar sus engaños y borrar la idealización y la contemplación que han servido para enamorar y estremecer a su propia alma. Doña Luz es una mujer y como tal no sólo puede vivir de la contemplación sino que requiere ser tomada también en cuerpo, algo que el padre Enrique no puede alcanzar por su condición de predicador.

Un candidato ilustre, un sujeto de inmenso porvenir, un héroe de la guerra de África”. Así se presenta don Jaime Pimentel en Villafría  para derrotar a Don Paco en las elecciones y convertir a Don Acisclo en “el hombre práctico por completo”, es decir, poder disponer de más renta y beneficio sobre los demás. Con esta pretensión política llega el joven gallardo con la intención, además, de conquistar a doña Luz. El motivo es claro y contundente: disponer de la herencia que ella misma desconoce y que recibirá una vez muera su madre. La víspera de su llegada, todo era alboroto para que los preparativos fueran precisos y agradables. Doña Luz ya empezaba a discutir con Doña Manolita sus intenciones amorosas, no sólo con el padre Enrique sino su posible amorío con el pretendiente de Villafría. En ambos supuestos su respuesta era la misma: “yo no me casaré nunca”.

Don Jaime, el último día de estancia allí, acometió su empresa y declaró a Doña Luz que la idolatraba y que le proponía “un propósito para toda la vida” casándose con ella. Su amor sólo podía compararse “con el respeto y la profunda admiración” que siente. Sin embargo, todo esto resulta ser una pantomima. Don Jaime Pimentel no es más que un disfraz de caballero que salva a la princesa, tal y como doña Luz se imaginaba el idilio amoroso. Ella sigue engañada y cree que don Jaime la merece y que la decisión que ha tomado del matrimonio es “la garantía mejor y más segura”.

No obstante, toda acción del marido iba en su propio detrimento porque arrastraba un pasado adúltero que ella se cuestionaba y que le provoca sospechas. Y con la llegada de la carta que la confirmaba como heredera, vio como su verdadero amor había muerto. Pimentel había deshonrado a su esposa porque sabía que Doña Luz podía ser poderosa y no fue a Villafría poseído de amor sino poseído de codicia.

Es entonces cuando ella decide permanecer en su casa junto a su hijo y él quedarse en Madrid en la Corte. La protagonista comienza una vida retirada sin excesivo contacto con las gentes de Villafría porque las consideraba de carácter modesto y recatado, así como egocéntrico y orgulloso. En ningún caso pretendía ofender sino que ella grabó en su magín esas acciones, y de las de los demás, la parte que la hace crecer y que la fortalece. Fue la única premisa que mantuvo después de su fugaz matrimonio.

Desde el principio de la obra podemos apreciar que la altivez se apoderó de ella reiteradamente antes de la llegada del padre Enrique. Su compañía le es grata y piensa que, al fin, ha conseguido un alma parecida a la suya capaz de comprenderla y de compartir las mismas aspiraciones. Su mejor y única amiga sospecha de que el sentimiento pueda ser humano y no religioso pero doña Luz siempre rechazó la idea de casarse por motivos personales: su pasado fue tumultuoso, su infancia también, y no desea ser objeto de sufrimiento como lo fueron sus progenitores con ella. En todo momento rechaza el matrimonio aunque en alguna ocasión piensa que esa caballero ideal llegará a Villafría con la idea de liberarla y llevarla consigo para un final de cuento, un final feliz. El padre Enrique no puede cumplir este cometido por su condición de cura. Sin embargo, el sentimiento se reafirma cuando llega Jaime Pimentel.

Toda la población lo espera con entusiasmo mientras Doña Luz y el padre Enrique no rompen con sus tertulias. En el momento en que Jaime Pimentel se declara a Doña Luz ella sólo confía en el amor interesado y su situación no le permite enamorarse: si fuese rica “recelaría siempre que no me amaban por mí, y pobre, recelo que no me amen hasta el extremo de que se sacrifiquen amándome”. Así, desconfía de las intenciones de Jaime Pimentel hasta que no sean totalmente claras y, mientras, desea recuperar las conversaciones con el padre Enrique y olvidar el peligro que le supone el posible enamoramiento. Pero la altivez se apodera de ella y accede ante la invitación de matrimonio de ese “valeroso soldado” que no había aceptado antes porque “el recelo de no ser amada sublevaba mi orgullo”. Sigue, no obstante, esa duda del amor hacia él “pero si el contento que me causa el creerme amada y el temor de perder esta creencia son síntomas de amor, me parece que le amo”,  y es Doña Manolita quien le ayuda a decidirse por el caballero porque es el único que puede amarla “plenamente”.

La confirmación del matrimonio se da por auto persuasión y la gente comenta que Doña Luz tiene especial interés en brillar “en los Madriles”, que se ha ofrecido al “primer venido” que le ha tendido la mano “sin amor, sin estimación, porque ni el amor ni la estimación nacen tan de súbito”. En su propia alma había fantaseado con el ideal de amor que el día de su boda expresó, mediante el lujo, el sentimiento de amor. Doña Luz es testigo de que el mayor valor del galán se demuestra de forma pomposa hacia su amada. Entonces ella es capaz de dejar a su familia por complacer a su amante, “en virtud de superiores y más puros atractivos” porque “se llenaba de orgullosa complacencia, juzgándose mil veces más amada que todas sus antiguas rivales”. Creía que el amor hacia ella “era virtuoso y santo; para las otras había nacido de capricho, de vanidad, de extravío juvenil o de otras pasiones ilegítimas; para ella nacía el amor de D. Jaime del manantial más elevado y puro del alma”.

Doña Luz había confesado a su amiga Manolita que sólo podría dedicar su amor a la imagen de cristo muerto, representante del dolor y del sufrimiento. En alguna ocasión Doña Luz había cubierto la figura del Cristo de su casa porque le recordaba al padre Enrique, a ese hombre que no podía amar y que no la amaba a ella. Pronto descubrirá que no eran ciertas sus cavilaciones porque la enfermedad del cura hace que doña Luz descubra realmente las intenciones del padre Enrique. Él siempre había creído que su presencia no obedecía a algo que no fuera simple compañía, no pensó jamás en un amor puro y sincero como hombre, no como cura. Sintió incluso rabia y celos ante la pasividad después de su matrimonio con Pimentel y acusa a su propio orgullo por haber confiado en que podían haber profundizado en su relación.

Pero una vez doña Luz visita al padre Enrique en su lecho de muerte, confiesa su sentimiento de forma carnal. Un beso sirve para callar el anhelo y para no hablar de sus sentimientos. Después conoció por manuscritos los sentimientos que tuvo en vida y lo que realmente le importa fue que el amor surgió y que tuvo un amante. De nuevo extrapola el sentimiento desinteresado a su propio ego: “estaba mitigada por la satisfacción que sentía doña Luz de haber inspirado tan viva simpatía; por la declaración, hecha por el mismo Padre, de que ella no había sido coqueta, y por la absolución, que ella misma se daba, después de hacer un examen de conciencia muy riguroso”. Tal y como le sucedió con Jaime Pimentel, el sentimiento era palpable en su interior aunque por miedo o por orgullo no quiso desvelar que  lo amaba por el ideal de belleza arraigada en el alma y no necesariamente en el cuerpo. Esto pudo ser un motivo por el que Doña Luz desechara la idea de enamorarse.

Sin embargo, supo trasladar su orgullo al terreno religioso. Una vez descubre el fraude de su marido Jaime Pimentel, decide no alarmarse a pesar de que “dio muestras de verdadero dolor y de emoción profunda” y se alegra de verse tan rica. De nuevo su ego aumenta y lo aboca en su hijo. El casamiento con Jaime Pimentel no tuvo que haberse producido nunca pero sirve para que doña Luz deseche la idea del amor que tenía hasta aquel momento, y para que descubra su verdadera identidad. Ahora sabe quién es, una rica heredera. Ahora sabe que realmente ama a ese compañero espiritual. Pero lo sabe porque ha sido engañada por su marido. Su aspiración por seguir viviendo reside en una esperanza, su hijo. Y ese hijo es suyo y de nadie más. Ella depositará en él su espíritu y su voluntad. Este hijo siente que es del padre Enrique porque, si de alguien deseaba tener una presencia, era de él y no de Jaime Pimentel.  Es el reflejo del matrimonio espiritual entre ambos que se dio en vida y que ambos compartieron pero que por motivos sociales y religiosos, además del orgullo de Doña Luz, no pudieron expresarlo de forma mundana. De este modo, retiene lo espiritual del nacimiento más que lo material y rechaza el verdadero engaño, el matrimonio.

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