A propósito de la vuelta (y de La Vuelta)

Rosa Amor del Olmo

Volvemos de agosto con la cabeza todavía en la playa y, de pronto, el país se despierta en la meta de Bilbao: pancartas, carreras neutralizadas, ciclistas escoltados y una conversación que lo ocupa todo—Palestina, Israel, boicots, dobles raseros. La etapa 11 de la Vuelta a España terminó sin ganador por una protesta en los últimos kilómetros: la organización paró el cronometraje a tres de meta por seguridad. El dato es frío, pero el símbolo es poderoso: deporte, política y calle entrelazados en el mismo esprint. 

La escena sirve de espejo de algo más hondo. Llevamos meses, quizá años, girando alrededor de una cuestión que, en España, se ha vuelto obsesiva. No sólo por empatía—legítima y necesaria—con el sufrimiento palestino, sino porque la conversación se ha politizado hasta el extremo, se ha convertido en prueba de fuego identitaria. El Gobierno reconoció formalmente al Estado de Palestina el 28 de mayo de 2024, en sintonía con Irlanda y Noruega, y buena parte de la opinión pública aplaudió la decisión. Ese impulso es real: en primavera de 2024, el 78 % de los españoles se mostraba favorable a ese reconocimiento, según el Real Instituto Elcano. 

También es real la fractura europea: España, Irlanda o Suecia empujan por medidas más duras; otros socios frenan. La conversación comunitaria se ha encallado entre quienes quieren suspender acuerdos y quienes temen dinamitar los puentes. Esa división se vio con claridad hace pocos días en Copenhague. 

Sefarad no es una metáfora

Conviene recordar algo que en el fragor se olvida: “Sefarad” es el nombre hebreo de la Península Ibérica. La palabra, que designa España (y Portugal), no es un hallazgo poético de última hora: forma parte de una memoria compartida que incluye el Edicto de Granada de 1492 y su revocación simbólica en 1968. Nos une una historia compleja con el judaísmo, hecha de expulsiones, retornos, reparaciones y vínculos culturales vivísimos. No es baladí que España estableciera relaciones diplomáticas con Israel recién en 1986, tarde para el conjunto de Europa occidental, y que décadas después impulsase una ley para facilitar la nacionalidad a sefardíes. Todo esto forma parte del tablero ético desde el que miramos el presente. 

Política, deporte y el límite del boicot

La Vuelta nos ha puesto delante una pregunta incómoda: ¿sirve boicotear a deportistas? ¿A todos por igual? Tras la invasión rusa de Ucrania, el COI permitió la presencia de ciertos atletas rusos y bielorrusos sólo bajo bandera neutral y con condiciones estrictas de elegibilidad; ni equipos ni símbolos nacionales. No pudieron asistir atletas rusos, tampoco pueden asistir a competiciones de música, en algunos contextos boicotean a compositores rusos, es decir, no quieren interpretar a Tchaikovsky, Prokofiev…Ese precedente existe, pero fue explícitamente acotado al caso y no trasladado de forma automática a otros conflictos. Confundir políticas públicas con la vida de los atletas o artistas es un atajo moral que suele castigar a quienes menos poder tienen. 

Con Israel-Premier Tech, el ciclismo se encontró con un cruce de caminos. Hubo presión para que el equipo se retirara; el propio debate sobre seguridad y precedentes se volvió central tras la suspensión de la etapa. El corazón entiende la protesta; la cabeza recuerda que el deporte necesita reglas estables y que las soluciones ad hoc, tomadas al calor del momento, abren puertas difíciles de cerrar. 

Mi posición es clara: no al boicot de deportistas—ni israelíes ni rusos. Lo dije con la guerra de Ucrania y lo repito ahora: las personas no son sus gobiernos, y menos sus gobiernos demonizados. Si hay sanciones, que sean selectivas y dirigidas a responsables políticos, estructuras estatales o entidades cómplices probadas; si hay medidas en el deporte, que sean coherentes y previsibles, no improvisadas.

“Los países árabes no mueven ficha”: ¿seguro?

La tentación de simplificar—“los árabes no hacen nada”—es comprensible, pero inexacta. La región está dividida y los movimientos son desiguales: Emiratos, Bahréin, Marruecos o Sudán normalizaron la relación con Israel en los Acuerdos de Abraham, con cálculos propios de seguridad y economía. Arabia Saudí ha condicionado cualquier normalización a avances reales hacia un Estado palestino viable. Y, aun en medio del barro, Qatar y Egipto han mediado una y otra vez para treguas, canjes y corredores humanitarios. No es un bloque inmóvil; es un archipiélago de intereses en tensión. 

El zoom que nos falta

Otra autocrítica necesaria: nuestra lente moral se estrecha cuando el dolor es lejano o sin cámaras. Mientras discutimos con razón sobre Gaza o Cisjordania, en Sudán la hambruna ya ha sido detectada en varios distritos y la inseguridad alimentaria afecta a decenas de millones; en la República Democrática del Congo, 28 millones de personas padecen hambre aguda. La jerarquía del sufrimiento no debería depender del trending topic. Nombrar estas tragedias no relativiza el drama palestino-israelí: nos vacuna contra la miopía y nos obliga a una política exterior más coherente. 

Fe, profecías y repúblicas

Para quien lee el conflicto con claves bíblicas, no extraña recordar pasajes apocalípticos donde “todo el mundo estará contra Israel”. Es legítimo creer, pero una democracia no puede gobernarse por profecías. Sí, Israel es hoy la “bestia negra” en muchos discursos; eso no nos autoriza a importar esa guerra a nuestros barrios ni a dividir nuestras naciones en bandos irreconciliables. Vigilancia contra el antisemitismo y contra la islamofobia; firmeza frente a crímenes de guerra, vengan de quien vengan; y un principio básico: el ciudadano no es un fusible político.

¿Qué deberíamos hacer “a la vuelta”?

1. Separar pueblo y Estado. Exigir responsabilidades a gobiernos y mandos, no a músicos, atletas o científicos por su pasaporte.

2. Coherencia europea. Si pedimos sanciones o suspensiones, que se basen en criterios verificables y aplicables también a otros conflictos, sin excepciones de conveniencia. 

3. Derechos humanos como brújula. Reconocer a Palestina no es “ir contra” nadie: es afirmar un horizonte de dos Estados con garantías, algo que la sociedad española apoya de forma amplia. Mantener relaciones diplomáticas con Israel—y presionar cuando toca—también forma parte de construir ese horizonte. 

4. Cuidar el deporte. Si un evento no es seguro, se suspende; si hay reglas, se cumplen; si hay cambios, que vengan de las federaciones con transparencia y con igualdad de trato. El precedente de los “atletas neutrales” existe, pero su traslación exige un debate abierto, no emboscadas en meta. 

5. Ampliar el foco. Mirar también a Sudán, al Sahel, al Congo. No por competir en penas, sino para construir una política exterior que no se active a golpes de impacto mediático. 

La vuelta—la de septiembre y la de La Vuelta—nos recuerda que España discute con pasión. Que Sefarad sigue siendo palabra viva. Que tampoco somos ajenos a la historia: echamos a los judíos, tardamos siglos en remendar ese daño, fuimos los últimos de Europa occidental en reconocer al Estado de Israel y hoy somos de los primeros en reconocer a Palestina. Tal vez por eso el debate nos rasga más: la historia nos mira mientras opinamos. La salida está en sostener tres hilos a la vez: empatía sin maniqueísmos, firmeza jurídica sin dobles raseros y una cortesía cívica que no convierta el deporte (o la cultura) en campo de castigo.

No dejemos que la “bestia negra” nos divida también a nosotros.

Una respuesta a «A propósito de la vuelta (y de La Vuelta)»

  1. Avatar de Cecilio Macarron
    Cecilio Macarron

    Ne se de que se trata pero me opongo, decía D. Miguel de Unamuno en una de sus genialidades. España, Hispania, Sefarad , da igual, de que se trata que me opongo.

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    One thought on “A propósito de la vuelta (y de La Vuelta)

    1. Ne se de que se trata pero me opongo, decía D. Miguel de Unamuno en una de sus genialidades. España, Hispania, Sefarad , da igual, de que se trata que me opongo.

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