
La lectura es un poder, o un contrapoder: el poder de salir a pescar por propia cuenta, sin permiso. El lector está para contrariar lo incuestionable, lo dogmático, lo fijado, lo previsible. Con esa célebre afirmación, la escritora Graciela Montes resumió a la perfección lo que significa leer con auténtica libertad. Sin embargo, en tiempos recientes pareciera que para abrir un libro primero hay que pedir permiso o, al menos, mirar a ambos lados para asegurarse de que nadie nos juzgará por nuestras elecciones literarias. ¿Desde cuándo el acto íntimo y subversivo de leer se ha convertido en un campo minado de consideraciones ideológicas? Vivimos una época en la que tanto el puritanismo progresista como el moralismo conservador se disputan el control de nuestras estanterías. Unos examinan los clásicos con lupa inquisitorial, buscando herejías contra los valores contemporáneos; otros se escandalizan con las nuevas propuestas, temiendo que desafíen sus principios tradicionales. Entre unos y otros, al lector común le quedan pocas páginas libres de sospecha. Pero ha llegado el momento de contraatacar: de reivindicar el derecho a leer sin pedir permiso a ningún tribunal ideológico, ya sea de izquierda o de derecha. En esta batalla cultural, el viejo canon literario saca pecho y vuelve al combate.
Por un lado, nos encontramos con los nuevos puritanos de la izquierda cultural. Armados con buenas intenciones y un celo casi religioso, examinan cada obra del pasado bajo la luz implacable de los valores actuales. Si un clásico de la literatura muestra atisbos de racismo, sexismo o cualquier -ismo discordante con la ortodoxia vigente, enseguida es señalado con el dedo acusador. En algunas escuelas y universidades se propone retirar o reescribir ciertas obras maestras porque contienen pasajes «problemáticos» según los estándares morales de hoy. Parece no importar que esas obras sean producto de su tiempo y reflejen sus circunstancias históricas; para estos cruzados de la virtud contemporánea, ningún contexto justifica la herejía de no ajustarse al catecismo progresista.
Hemos visto casos en que novelas centenarias son expurgadas por editores ansiosos de evitar ofensas: se suavizan términos, se eliminan escenas «inapropiadas» y se añade un prefacio aleccionador que advierte al lector sobre los pecados ideológicos que está a punto de encontrar. Este afán de «purificar» la literatura recuerda a aquellas antiguas versiones censuradas que convertían en pulcro lo pasional y en inocuo lo transgresor. La paradoja es evidente: en nombre de la inclusión y la sensibilidad, se terminan cercenando voces y perspectivas valiosas, empobreciendo la experiencia literaria. ¿Cómo dialogar críticamente con un texto si se nos presenta ya desinfectado y masticado, listo para el consumo seguro? El puritanismo progresista subestima al lector, tratándolo como a un menor de edad intelectual que necesita constantes protecciones y guías para no «corromperse» con ideas incorrectas.
En la trinchera opuesta nos aguarda el moralismo conservador, ese viejo conocido que jamás ha soltado del todo las tijeras de la censura. Si los progresistas puritanos temen que ciertos libros perpetúen prejuicios antiguos, los moralistas conservadores temen que otras lecturas siembren rebeldía o inmoralidad en las mentes. Son los herederos modernos de aquellos que antaño condenaban novelas por «indecentes» o «blasfemas». Hoy levantan la voz escandalizados ante cualquier obra que desafíe su visión tradicional del mundo: ya sea una novela juvenil que habla con franqueza de sexualidad, un ensayo que cuestiona dogmas religiosos o un poema que celebra formas de vida ajenas a su estrecha norma.
Estos guardianes de las buenas costumbres han resucitado, a su modo, el Index Librorum Prohibitorum: no lo llaman así, pero mantienen listas no oficiales de libros «peligrosos» que preferirían ver fuera de bibliotecas y librerías. En algunos lugares presionan para retirar títulos de bibliotecas escolares alegando que «corrompen la inocencia» o «atacan los valores familiares». El resultado es el mismo de siempre: una invitación a la ignorancia. Porque prohibir un libro nunca ha educado a nadie; solo alimenta la curiosidad clandestina y refuerza el aura subversiva de aquello que se quiso silenciar. El moralismo conservador, con su pánico a lo nuevo y a lo diferente, también le niega al lector la madurez de confrontar ideas y decidir por sí mismo. En lugar de confiar en la capacidad crítica de las personas, prefiere envolverlas en una burbuja moral y mantenerlas «a salvo» de la complejidad del mundo real.
En defensa de la lectura libre y del canon rebelde
Tanto el puritanismo progresista como el moralismo conservador, aunque parezcan opuestos, comulgan en una premisa paternalista: la idea de que necesitan protegernos de los libros. Unos nos protegerían de las ofensas del pasado; otros, de las irreverencias del presente. Ambos subestiman al lector adulto y curioso, que no busca lecturas para confirmar un credo sino para explorar, dudar y, si es preciso, escandalizarse un poco. Leer con libertad ideológica significa exactamente eso: adentrarse en territorios incómodos, confrontar pensamientos dispares y formarse un criterio propio sin miedo a los anatemas de ningún bando. El canon literario occidental —ese conjunto de obras que han perdurado por su valor artístico y humano— ha sido blanco de ataques por parte de ambos extremos. Pero lejos de morir bajo el fuego cruzado, el canon contraataca demostrando su vigencia. ¿Que cierto clásico expresa ideas hoy cuestionables? Precisamente por eso puede enseñarnos algo: cómo pensaban otras épocas, qué tan lejos (o no) hemos llegado y qué debates siguen abiertos. ¿Que una novela contemporánea sacude los pilares morales de algún sector? Mejor, así nos obliga a discutir y a replantearnos certezas acomodadas. La literatura, cuando es genuina, nunca fue cómoda ni perfectamente pura; es un espejo de nuestras grandezas y miserias, un campo de batalla de ideas, un refugio para lo inapropiado y lo sublime por igual. Reivindicar el derecho a leer sin pedir permiso es reivindicar el acto intelectual más básico y a la vez más revolucionario: el de pensar por cuenta propia. Cada lector tiene la potestad soberana de elegir sus libros y extraer sus conclusiones. No necesita custodios ideológicos que le digan qué está autorizado a disfrutar y qué debe repudiar. De hecho, la historia demuestra que muchas veces las obras más incómodas —aquellas que molestaron a puristas de uno u otro signo— resultaron ser las más fecundas, las que abrieron caminos nuevos en el arte y en el pensamiento.
En última instancia, leer es un ejercicio de libertad interior. Es un diálogo entre el individuo y el texto, un espacio donde nadie más debería meter las narices. Ni el inquisidor progresista con su lista de lecturas moralmente correctas, ni el censor conservador con su catálogo de lecturas permitidas. Es hora de devolverle al lector la responsabilidad —y el placer— de descubrir por sí mismo lo que la literatura le ofrece, sin manual de instrucciones moral ni esterilizada por avisos de «contenido sensible». Que el contraataque del canon sirva de inspiración: frente a quienes quieren domesticar la lectura, respondamos leyendo más y leyendo mejor. Abramos las páginas de Cervantes, Kafka, Woolf, García Márquez, o de cualquier autor maldito de ayer y de hoy, no para buscar confirmación de nuestras ideas preconcebidas, sino para desafiarlas. Porque en ese choque a veces incómodo entre el libro y nuestra mente reside la chispa del pensamiento crítico.
Prof. Dra. Rosa Amor del Olmo Directora















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