
Eduardo Montagut
Los afrancesados durante la Guerra de la Independencia fueron una minoría, eso sí, muy activa, denostada por unos y otros, por los absolutistas y los liberales por considerar que eran traidores, que sacrificaron la independencia del país por intereses personales o por otros de distinto signo, al apoyar la entronización de José Bonaparte como rey de España. Absolutistas y liberales no tenían nada en común, nada más que su objetivo común de combatir a Napoleón, José I, el gobierno afrancesado y las tropas francesas, pero ambos sectores defendían modelos políticos, sociales y económicos diametralmente opuestos para España, aunque aparcarían, momentáneamente, los enfrentamientos para ganar la guerra.
Los afrancesados comenzaron a ser considerados desde una forma, digamos, más distante, sin cargas peyorativas apriorísticas por parte de Miguel Artola ya hace muchos decenios, a partir de su obra clásica, Los afrancesados, y luego por otras más, seguido por otros historiadores, y también en Francia, como Gérard Dufour, por ejemplo. Estos historiadores no buscaban enjuiciar a nadie, sino entender por qué hubo españoles que abrazaron la causa josefina, demostrando que, aunque siempre pudo haber alguna motivación egoísta, oportunista o de supervivencia en algunos, la mayoría, siendo, insistimos, una minoría, tenía sus razones para colaborar en la nueva Administración.
Ya sabemos que los afrancesados fueron los últimos ilustrados españoles, más bien, los últimos defensores del despotismo ilustrado que vieron en José I un instrumento moderado para emprender seriamente reformas, las que no se habían hecho cuando el despotismo ilustrado español estuvo en auge, o que se habían paralizado, especialmente ante el temor del contagio revolucionario, precisamente procedente de Francia. Había que emprender reformas administrativas, y religiosas, ilustrar al país, modernizarlo, en suma, pero respetando el orden público, y dejando muy claro cual era el lugar del pueblo. El país no podía seguir encorsetado por estructuras políticas, sociales y económicas que impedían el desarrollado, pero no se podía emprender la aventura liberal y constitucional de reconocimientos de derechos, soberanía nacional, división de poderes, etc. Reformas y orden, bajos los principios de la Ilustración y del despotismo ilustrado.
Pero en este trabajo queríamos fijarnos más en un aspecto que, en principio, puede parecer paradójico. Si tradicionalmente se ha considerado a los españoles que se enfrentaron a los franceses como patriotas, independientemente del color político de los mismos, convirtiendo a la Guerra de la Independencia en uno de los fundamentos del nacionalismo español posterior, y que ha llegado hasta nuestra época, como lo demostraría la celebración del bicentenario del 2 de mayo en Madrid en 2008, resulta que los afrancesados desarrollaron una suerte de patriotismo que, curiosamente, salvando las distancias, hasta podía ser del gusto de cierto nacionalismo español tan acusadamente preocupado en la Historia contemporánea por los nacionalismos de signo centrífugo, por los separatismos. Conocer la Historia de una forma adecuada, es decir, viendo todas las facetas y las fuentes, puede ayudarnos a terminar con creencias que se van arraigando con el tiempo y que terminan por ser casi imposible de desmentir.
Muchos afrancesados realizaron un análisis de la situación de 1808, aun después da la derrota francesa de Bailén, que pasaba por la convicción de que era imposible que España pudiera oponerse con éxito a Napoleón. No era una percepción alejada de la realidad, en vista del inmenso poder del emperador de los franceses, demostrado ya en decenas de campos de batalla, expediciones militares, y en la reorganización del mapa europeo que había y estaba realizando. Enfrentarse a este poder en 1808 parecía una locura.
Esta era la primera idea de los afrancesados, pero no la única ni tan siquiera la más importante. La segunda pasaba por el miedo intenso a la inestabilidad social, a las revueltas, insurrecciones, motines y protestas populares. El 2 de mayo había sido un levantamiento que había generado una intensa violencia. Napoleón (Murat, más bien) había demostrado que podía reprimirlos, aunque fuera a sangre y fuego. Los defensores del Despotismo Ilustrado siempre sintieron pánico hacia el pueblo levantisco, por lo que más que celebrar la victoria de los franceses, deseaban la derrota de los amotinados. Aunque se había producido hace mucho tiempo, ahí estaban en la memoria los motines de 1766, en el reinado de Carlos III, y entre ellos el de Esquilache. Los principios del orden y la Monarquía eran sagrados, reinase quien reinase. En este sentido, los afrancesados se emplearon en demostrar a través de la propaganda y la literatura que estaba justificada la existencia de un rey extranjero, aunque no tuvieron mucho éxito.
En estrecha relación con el despotismo ilustrado y su temor a la supuesta anarquía de los levantamientos los afrancesados desarrollaron la convicción de la necesidad de preservar la integridad de España como un Estado centralizado. Los levantamientos que se fueron produciendo en la primavera y el verano, y la creación de juntas locales provocaron un enorme temor entre estos españoles, porque consideraron que se veía amenazada la unidad del país, ya que, en su visión, cada Junta luchaba por su zona, por su ciudad, localidad o provincia, sintiéndose sus componentes antes aragoneses, o andaluces, por poner dos ejemplos, que españoles. La existencia de fuerzas locales o provinciales, hasta de las guerrillas, eran síntomas de una posible destrucción de España. La administración francesa era un seguro contra eso, como había demostrado en la propia Francia por ser el modelo más acusado de centralización. Por eso, los afrancesados se preocuparon mucho de plantear reformas de la administración territorial con el fin de desarrollar la estructura centralizada de España (departamentos), y también de la propia organización eclesiástica (diócesis más vinculadas a la organización territorial civil y militar). Claro está, que no contaban con la decisión imperial posterior de 1810 de incorporar a Francia los gobiernos militares del norte y noreste, decisión que nunca admitieron los afrancesados, ni tampoco, en el otro campo, que las Juntas locales terminaran convergiendo en la Junta Suprema Central.
En todo caso, a los afrancesados les movía una forma especial de patriotismo que pasaba por aceptar un rey nuevo, y el apoyo de Napoleón, aunque parecía imposible que se pudiera de esta forma garantizar la independencia de España, como las injerencias y órdenes del emperador demostrarían durante todo el transcurso de la guerra. El desarrollo de los acontecimientos demostró el fracaso del proyecto afrancesado.
Podemos acudir a la obra clásica de Miguel Artola sobre los afrancesados, de la que contamos con muchas ediciones en Alianza Editorial, o el muy didáctico y riguroso trabajo de Gérard Dufour, Los afrancesados, nº 121 de los Cuadernos de Historia 16.