
Rosa Amor del Olmo
Gustavo Adolfo Bécquer escribió las Cartas desde mi celda en 1864, durante una estadía de reposo en el Monasterio de Veruela, a los pies del monte Moncayo. El joven poeta y periodista sevillano, ya afincado en Madrid, sufría problemas de salud (tuberculosis) y buscó en Veruela un refugio para reponerse. A finales de 1863 viajó con su hermano Valeriano (pintor) hasta este recinto monástico, atraído tanto por el clima seco de la zona –beneficioso para sus pulmones– como por el entorno pintoresco que les había descrito un amigo común. El Monasterio de Veruela, fundado en el siglo XII, se hallaba exclaustrado y casi desierto tras la Desamortización de 1835, aunque una junta local lo mantenía como hospedería abierta a visitantes. Bécquer encontró allí un escenario romántico por excelencia: un conjunto arquitectónico medieval semiruinoso rodeado de naturaleza, que ofrecía “un remanso de tranquilidad” propicio para su recuperación. De hecho, a través de sus textos se percibe cierta mejoría en su estado de ánimo conforme avanza la estancia.
En Veruela, Bécquer llevó una vida retirada aunque no totalmente ascética: paseaba por los parajes vecinos, observaba las costumbres locales y escribía regularmente. Sus crónicas tomaron forma epistolar y fueron enviadas al periódico madrileño El Contemporáneo, donde se publicaron individualmente entre mayo y octubre de 1864. Cada carta va fechada (desde la primera, del 3 de mayo, hasta la novena, del 6 de octubre) y dirigida en un tono informal a unos “Queridos amigos” –saludo con el que se inician todas salvo la última, dedicada a una “apreciable amiga”–, lo que reforzaba la cercanía con el lector. Bécquer pasó los meses invernales y primaverales de 1864 en Veruela y regresó brevemente a Madrid en abril a entregar textos al diario; luego volvió al monasterio durante el verano acompañado de su esposa Casta Esteban y sus hijos. Ocho de las cartas fueron escritas en Veruela y la última ya en Madrid, tras concluir su temporada de aislamiento. Las nueve misivas se recopilaron póstumamente en 1871 en un volumen editado por Fortanet. En suma, Cartas desde mi celda nace de un momento muy concreto en la vida de Bécquer: un paréntesis de retiro forzado por la enfermedad, en un entorno cargado de historia y silencio que influirá decisivamente en el tono y contenido de la obra.
Temas principales
Naturaleza y paisaje: Un rasgo central de estas cartas es la intensa presencia de la naturaleza. Bécquer describe con detalle la geografía del Moncayo, los bosques, los caminos rurales y el clima cambiante, mostrando un especial énfasis en los elementos del paisaje: las ruinas invadidas de hiedra, las lagartijas al sol, las ermitas solitarias, los senderos cubiertos de hojas, etc. La naturaleza no es solo telón de fondo sino protagonista que inspira en el autor sensaciones de sobrecogimiento y belleza. En la Carta I, por ejemplo, narra el fatigoso viaje desde Madrid hasta Veruela atravesando montes y pueblos, y nos sumerge en la rudeza y la grandiosidad del entorno rural decimonónico. El paisaje agreste del Moncayo aviva su sensibilidad romántica: en la Carta III, la visión de las montañas y un remoto camposanto le suscita “emociones y profundas impresiones” que incluso le infunden “un nuevo deseo de vivir”. La naturaleza se asocia así al renacimiento espiritual y funciona como espejo de sus estados de ánimo, ora sereno y sublime, ora melancólico y sobrecogedor.
Religión, leyendas y espiritualidad: Dado que Bécquer escribe desde un monasterio cisterciense, la temática religiosa y lo espiritual impregnan la obra. El silencio de Veruela, sus claustros góticos vacíos y su iglesia semiderruida invitan al autor a reflexiones de corte espiritual. En la Carta IX, por ejemplo, relata los orígenes legendarios del Monasterio de Veruela, evocando la fundación del cenobio en honor a la Virgen y describiendo el estado de abandono del edificio tras décadas de desuso. Este interés por el pasado sagrado y la devoción contrasta con otro aspecto fascinante: las supersticiones locales. Bécquer dedica las Cartas VI, VII y VIII a historias de brujería en el vecino pueblo de Trasmoz, famoso en el folclore aragonés. Con gran viveza narra la espeluznante muerte de la “Tía Casca”, una bruja linchada por los lugareños, así como la leyenda de la construcción mágica del castillo de Trasmoz en una sola noche y el supuesto origen sobrenatural de las brujas del lugar. Estos relatos combinan lo sagrado y lo diabólico: mientras el autor recoge las creencias populares en brujas, pociones y aquelarres, también las mira con cierto escepticismo humorístico, contraponiendo la fe sencilla del pueblo con una perspectiva más racional (llegando a insinuar que quizás esos hechizos no sean reales). En conjunto, las cartas exploran tanto la religiosidad institucional (la paz monacal, la imaginería cristiana) como la espiritualidad heterodoxa del pueblo llano (mitos, leyendas y fuerzas ocultas), reflejando la dualidad entre fe y superstición típica del Romanticismo tardío.
Vida, muerte y melancolía: La contemplación del paso del tiempo y la finitud de la vida es otro tema medular. Alejado del bullicio mundano, Bécquer medita sobre la muerte en varias ocasiones. La Carta III está motivada por la visita a un pequeño cementerio rural, donde el silencio de las tumbas le inspira una profunda reflexión sobre la vida y la muerte. El autor filosofa acerca de lo efímera que es la existencia humana frente a la eternidad de la naturaleza y de Dios, en una línea de pensamiento íntima y elegíaca. Estas meditaciones existenciales se entrelazan con un tono melancólico general en la obra. Bécquer, de carácter sensible, tiñe muchas páginas de nostalgia y suave tristeza. En la Carta II, por ejemplo, confiesa que aunque disfruta de la quietud de Veruela, experimenta una aguda añoranza de su vida madrileña, echando de menos “las tertulias en los cafés, las funciones de teatro, el bullicio de las calles” e incluso las sesiones parlamentarias a las que asistía como periodista. Esta soledad buscada le pesa por momentos, revelando al hombre social desterrado del mundo familiar. La melancolía becqueriana –tan presente también en sus Rimas– aquí adopta matices de soledad e aislamiento, pero sin caer en la desesperación absoluta; más bien es una tristeza contemplativa, el sentimiento agridulce de quien observa la vida desde una celda retirada mientras recuerda tiempos mejores.
Crítica social y cultural: Aunque la mirada de Bécquer en Veruela es principalmente poética y costumbrista, en ocasiones asoma la crítica hacia la sociedad de su época. Por un lado, sus descripciones de personajes y costumbres locales –como los tipos pintorescos que encuentra durante el viaje o las mujeres de Añón retratadas en la Carta V– llevan implícita una observación irónica de las diferencias entre la vida rural tradicional y la modernidad urbana. Por otro lado, Bécquer se indigna ante la destrucción del patrimonio histórico y natural. En la Carta IV manifiesta su rechazo a cómo el progreso mal entendido o la ignorancia arruinan paisajes y monumentos: critica expresamente “la destrucción del paisaje y [del] patrimonio, ya sea por ignorancia o por vandalismo”. Esta denuncia refleja su sensibilidad romántica por la belleza antigua y su deseo de conservar la memoria del pasado frente a la incuria contemporánea. Asimismo, en las cartas dedicadas a Trasmoz podemos leer entre líneas una crítica social al fanatismo y la superstición violenta: la historia de la bruja ajusticiada expone la crueldad que puede darse en comunidades rurales movidas por el miedo y el prejuicio. Bécquer narra estos hechos sin condena explícita, pero su tono escéptico y compasivo invita a reflexionar sobre la condición humana: la mezcla de credulidad, ignorancia y miedo que lleva a esos extremos. En suma, las Cartas no son panfletos sociales, pero sí contienen destellos de crítica al mostrar con honestidad las luces y sombras de la España de su tiempo –desde la política (que echa de menos, quizás con ironía, en sus referencias al Congreso) hasta la cultura popular y el abandono institucional del patrimonio.
Estilo literario
El estilo de Cartas desde mi celda se caracteriza por la sencillez expresiva, el tono íntimo y un logrado equilibrio entre lirismo romántico y realismo costumbrista. A continuación, se destacan algunos rasgos estilísticos fundamentales de la obra:
Estructura epistolar e intimidad narrativa: Bécquer adopta la forma de carta personal, dirigiéndose directamente a sus destinatarios imaginarios con un tono coloquial y cercano. El encabezamiento habitual de “Queridos amigos” en casi todas las misivas crea la ilusión de una conversación confidencial. Este recurso epistolar le permite mezclar la narración de vivencias cotidianas con reflexiones subjetivas, como si estuviera escribiendo a amigos sobre sus días en el monasterio. El lenguaje, por tanto, rehúye grandilocuencias en favor de una naturalidad casi oral. No obstante, esa sencillez aparente convive con una fina elaboración literaria: Bécquer sabe dosificar anécdotas, descripciones y digresiones filosóficas con la soltura de un articulista experimentado. El resultado es una prosa clara y fluida, que envuelve al lector en la atmósfera de Veruela sin perder nunca el hilo personal. La voz del autor es franca, a veces confidencialmente irónica, lo que genera empatía y credibilidad. Por ejemplo, en Carta I describe con humor las vicisitudes del viaje y retrata a sus compañeros de diligencia con guiños cómplices al lector. Esta familiaridad estilística, propia del género epistolar, consigue que el lector “viaje” junto a Bécquer y comparta sus impresiones de primera mano.
Lirismo y riqueza descriptiva: Aunque escrita en prosa, la obra destila un profundo lirismo. Bécquer era poeta de formación, y en Cartas desde mi celda despliega una prosa poética, cargada de imágenes sugestivas, ritmo cadencioso y sensibilidad estética. Sus descripciones del paisaje y de los escenarios poseen una notable fuerza sensorial y pictórica. El autor pinta con palabras: los jirones de niebla oscura deslizándose por las laderas del Moncayo al atardecer, el silencio profundo del bosque apenas roto por el viento, la luz dorada del ocaso filtrándose en las ruinas… Estas escenas están narradas con tal detalle y plasticidad que el lector puede visualizarlas vivamente. La crítica ha señalado el “grado de plasticidad muy elevado” de su prosa, que “invita a una recreación mental inmediata”, hasta el punto de hacernos sentir que “casi nos vemos paseando por los montes del Somontano” junto al narrador. La precisión léxica de Bécquer (emplea términos exactos pero nunca rebuscados) contribuye a esta viveza. Por ejemplo, al describir la iglesia abandonada de Veruela, recurre a contrastes y metáforas de fuerte impacto: cuenta que al entrar, el aire gime entre las bóvedas vacías y “los pasos resuenan de un modo tan particular, que parece que se anda por el interior de una inmensa tumba”. Con esa imagen sencilla pero poderosa transmite la sobrecogedora sensación de vacío y sacralidad perdida del templo. En efecto, su lirismo maduro aflora sin caer en excesos sentimentales: la crítica moderna destaca que aquí Bécquer depura la típica emotividad romántica en favor de una emoción más auténtica y contenida. La melancolía, por ejemplo, se manifiesta en descripciones nostálgicas del paisaje otoñal o en recuerdos de su Sevilla natal, pero con una elegancia sobria, lejos de cualquier sentimentalismo. Todo esto hace que el tono general sea emotivo pero equilibrado, combinando la belleza poética con la claridad expositiva.
Realismo costumbrista y mezcla de géneros: Cartas desde mi celda es una obra singular en tanto combina observación realista y fantasía legendaria dentro de la misma estructura epistolar. Por un lado, Bécquer actúa como un cronista costumbrista: documenta con veracidad la vida rural aragonesa de mediados del XIX, las hablas locales, los personajes humildes que conoce (pastores, campesinos, arrieros), las tradiciones de pueblos como Tarazona o Añón, etc. Su estilo en estos pasajes recuerda a los artículos de Larra u otros costumbristas, con abundancia de detalle y a veces fina sátira social. Él mismo había trabajado como periodista y se nota esa pluma ágil para retratar escenas con ironía benevolente. La narración posee un “realismo detallado, veraz y bondadoso” que recorre todo el texto: Bécquer observa atentamente y describe con minuciosidad, pero también con comprensión humana y ternura hacia lo que ve. Al mismo tiempo, junto a este plano realista introduce relatos de corte ficcional o legendario (como las historias de brujas) que amplían la dimensión de las cartas. La “arquitectura narrativa” resulta así original, pues “se establecen dos planos de escritura que se imbrican perfectamente: el ensayístico [o descriptivo] con el ficcional”. Sin transición brusca, pasamos de leer la experiencia real del autor (p.ej., un paseo hasta Trasmoz) a escuchar un cuento fantástico dentro de la carta (la leyenda que el pastor le relata sobre la Tía Casca). Este entrelazamiento fluido de realidad y fábula es un rasgo estilístico notable: Bécquer lo maneja de forma natural, haciendo creíble que en una misma carta convivan la crónica y el cuento. Además, al narrar sucesos sobrenaturales adopta un tono escéptico y burlón, marcando distancia irónica frente a las supersticiones. Por ejemplo, mientras el pastor de Trasmoz describe aterradoras visiones de brujería, Bécquer confiesa medio en broma que “por muchos conjuros que recitara la bruja… los espíritus malignos se mantendrían quietecitos”, rebajando así la tensión con la voz de la razón. Este juego de creer y no creer aporta al estilo un encanto especial: es racional sin dejar de ser imaginativo. En síntesis, las cartas exhiben una prosa híbrida entre el artículo periodístico, el ensayo descriptivo y el relato romántico, todo ello sostenido por la primera persona del autor. La naturalidad con que Bécquer transita de un registro a otro (humorístico, lírico, terrorífico) demuestra su maestría estilística. La crítica ha elogiado esta versatilidad: “la narración y la descripción nos permiten conocer a fondo a la persona y al artista. [Bécquer] es un observador atento y minucioso y nos transmite una fotografía de la España real de sus días”, a la vez que nos sumerge en sus ensoñaciones poéticas. Pocos escritores decimonónicos lograron integrar tan bien estos elementos dispares, lo que hace de Cartas desde mi celda una pieza singular en estilo y forma.
Valor testimonial y filosófico
Además de su indudable valor literario, Cartas desde mi celda posee un interés testimonial y filosófico notable. En primer lugar, funciona como un testimonio de época y un autorretrato del propio Bécquer en un momento crucial de su vida. A través de estas nueve cartas, el autor nos legó una crónica personal de su experiencia en Veruela, que documenta aspectos cotidianos y culturales con la fidelidad de un reportero. Como literatura de viajes y de costumbres, la obra nos ofrece una ventana a la España rural de 1864: desde las dificultades logísticas para desplazarse (trenes, carruajes y mulas en caminos precarios), hasta la descripción de pueblos anclados en tradiciones seculares, casi intactos ante la modernidad. Bécquer actúa en cierto modo como etnógrafo espontáneo, registrando leyendas locales, dialectos, vestimentas y rituales populares. Por ejemplo, su retrato de las mujeres de Añón (Carta V) y su relato de la romería en Trasmoz dejan constancia de costumbres aragonesas hoy desaparecidas. Este valor documental hace que las Cartas puedan inscribirse dentro de la literatura costumbrista decimonónica, al igual que pueden considerarse literatura de viajes por su forma de relatar la exploración de un territorio desconocido. A diferencia de un simple diario íntimo, aquí Bécquer escribe pensando en unos lectores (los del periódico), por lo que selecciona cuidadosamente lo que cuenta, brindando un fresco veraz y ameno de la realidad que contempló. En suma, las Cartas tienen un valor testimonial doble: reflejan la realidad externa (histórica, geográfica y social) del Moncayo en el siglo XIX, y a la vez revelan la realidad interna del autor (sus sentimientos, su carácter, sus opiniones). Gracias a ellas podemos apreciar de cerca la personalidad de Bécquer –su sensibilidad, su humor, sus preocupaciones– mejor que con cualquier otra obra suya.
Por otra parte, Cartas desde mi celda es una obra profundamente reflexiva y filosófica. El aislamiento en el monasterio brinda a Bécquer la oportunidad de meditar sobre grandes temas universales: la vida, el paso del tiempo, la soledad, la muerte y la condición humana. En varios pasajes las descripciones externas dan paso a consideraciones íntimas de alcance general. Un ejemplo claro se halla en la Carta III, cuando tras contemplar las tumbas humildes de un camposanto montañés, el autor se sume en una reflexión sobre la fugacidad de la vida y el enigma de la muerte. Bécquer se pregunta por el destino del alma, por el recuerdo que queda de quienes se van y por la igualdad definitiva que impone la muerte a todas las personas, ideas acordes con la sensibilidad romántica. También aflora la filosofía del desengaño: en una parte de esa carta, Bécquer confiesa que tras dejar su Sevilla natal y madurar, su imaginación “cansada ya de idilios, de ninfas, de poesía y de flores” empezó a dirigirse a cuestiones más profundas y a épocas distintas. Este pasaje revela un cambio de cosmovisión, desde las ensoñaciones juveniles hacia una perspectiva más histórica y existencial. Asimismo, la soledad del monasterio propicia consideraciones sobre el aislamiento y el valor de la compañía humana. Bécquer experimenta en carne propia la tensión entre el ansia de tranquilidad y la necesidad de contacto social: sus cartas transmiten la ambivalencia entre el disfrute de la paz rural y la melancolía por la ausencia de sus amigos y la vida urbana. Esa vivencia personal lleva implícita una reflexión sobre la naturaleza social del ser humano y cómo el entorno influye en el estado anímico. Por otro lado, en la Carta IV, al lamentar la destrucción del legado antiguo, Bécquer expresa una visión historicista y ética: aboga por valorar el esfuerzo de las generaciones pasadas. Es memorable su ruego: “lo único que yo desearía es un poco de respetuosa atención para aquellas edades, un poco de justicia para los que lentamente vinieron preparando el camino… cuya obra colosal quedará acaso olvidada por nuestra ingratitud e incuria”. En estas palabras –escritas con motivo de contemplar ruinas históricas expoliadas– late una filosofía del tiempo y la memoria colectiva: Bécquer nos invita a aprender del pasado y a no despreciar las raíces de nuestra cultura. Se trata de una reflexión de gran calado sobre la ingratitud humana y la pérdida del patrimonio, que trasciende el caso concreto y plantea preguntas vigentes sobre cómo el presente recuerda (o ignora) al pasado. Finalmente, las cartas de Trasmoz tienen un cariz filosófico en otro sentido: exploran el misterio y lo sobrenatural como partes de la experiencia humana. Bécquer observa la credulidad de los aldeanos en brujas y fuerzas malignas con mente analítica, dudando de la realidad de esos fenómenos; sin embargo, también se deja fascinar por la poesía que encierran esas creencias. En su escepticismo moderado subyace una actitud filosófica de búsqueda de la verdad: intenta discernir cuánto hay de imaginación y cuánto de realidad en el folclore, y qué necesidades o miedos humanos explican esas historias. Así, cada carta funciona en el fondo como una meditación personal sobre algún aspecto de la existencia: la muerte (Carta III), la tradición y el progreso (Carta IV), la identidad local (Cartas IV-V), el mal y el miedo (Cartas VI-VIII), el aislamiento y la memoria (Cartas II y IX), entre otros. Todo ello convierte a Cartas desde mi celda en una suerte de ensayo filosófico escrito en lenguaje sencillo y poético, donde Bécquer comparte con el lector no solo lo que ve, sino también lo que piensa y siente ante ello.
Relevancia dentro de la obra de Bécquer
En el conjunto de la producción becqueriana, Cartas desde mi celda ocupa un lugar destacado y complementario a sus escritos más conocidos (Rimas y Leyendas). De hecho, los críticos coinciden en que estas cartas, junto con las Rimas poéticas y las Leyendas en prosa, constituyen lo mejor de la obra de Bécquer. No se trata de un trabajo menor, sino de un texto fundamental para entender la evolución y las facetas del autor. Publicadas en el mismo periodo en que Bécquer dio forma final a muchas de sus Leyendas, las Cartas comparten con aquellas un mismo clima romántico y preocupaciones estéticas similares. Es más, se ha señalado que las Cartas desde mi celda “forman una unidad estilística con las Leyendas”, pues fueron concebidas en la misma época y presentan gran semejanza en temas y tono. En efecto, varias cartas (VI, VII, VIII) adoptan el estilo de leyenda: narran hechos misteriosos del pasado con ambientación gótica (noches tormentosas, castillos, brujas y fantasmas) que podrían perfectamente figurar entre las Leyendas de Bécquer. La historia de la Tía Casca o la leyenda del castillo de Trasmoz tienen la atmósfera sobrenatural, el suspense y la imaginería típica de relatos como El monte de las ánimas o Maese Pérez el organista. Esta continuidad temática indica que Bécquer no hacía compartimentos estancos en su creación: su pasión por lo legendario, lo medieval y lo fantástico se filtra tanto en sus relatos ficticios como en estas misivas pretendidamente “reales”. Asimismo, el tono melancólico y contemplativo que impregna las Rimas (sus poemas íntimos) resuena también en las Cartas bajo forma de prosa. Bécquer, en cualquier género, mantiene su sello de sensibilidad, ese mirar romántico que encuentra poesía en la soledad, en la naturaleza o en el recuerdo amoroso. Por ejemplo, la nostalgia de la Carta II por los días idos y la soledad de la celda guardan parentesco con las Rimas de desengaño amoroso, donde también abundan la añoranza y la tristeza. En ambos casos aflora la voz de un alma herida que anhela algo perdido (sea el amor, sea la vida social y la salud).
Ahora bien, junto a estas continuidades, Cartas desde mi celda aporta matices diferentes dentro de la obra de Bécquer. A diferencia de las Rimas, que son composiciones líricas centradas en la subjetividad amorosa y estética, las Cartas abarcan un registro más amplio de asuntos: no solo el yo íntimo del poeta, sino también el mundo exterior con sus personajes y costumbres. Donde las Rimas exploran principalmente el amor, el desengaño, la inspiración poética y el dolor existencial en abstracto, las Cartas tocan temas concretos como la vida rural, la política (aunque sea tangencialmente), la historia local o las supersticiones de un pueblo. Esto muestra a un Bécquer más abierto al mundo circundante, capaz de poetizar la realidad sin encerrarse únicamente en su interior emocional. Por otro lado, comparadas con las Leyendas, las Cartas presentan un punto de vista narrativo distinto: en las leyendas clásicas, Bécquer suele adoptar una tercera persona o un narrador omnisciente que cuenta historias del pasado, mientras que en las Cartas el narrador es el propio Bécquer en primera persona, en tiempo presente y desde su vivencia inmediata. Esto confiere a las cartas una autenticidad y cercanía que las leyendas (al ser ficción histórica) no persiguen. Por ejemplo, en una leyenda Bécquer relata sucesos sobrenaturales de forma seria, inmerso en la ficción, pero en las Cartas introduce esos mismos sucesos enmarcados en su experiencia personal, lo que le permite comentar con ironía o escepticismo. En efecto, en las cartas de brujas vemos al autor casi como personaje: él escucha la leyenda de labios del pastor y no duda en interrumpirla para dar su opinión racional (“¿No fue así?”, pregunta, sugiriendo que los demonios “se mantuvieron quietecitos” sin intervenir). Este recurso meta-narrativo, con el autor-dentro-del-relato, apenas aparece en las Leyendas tradicionales. Por tanto, las Cartas aportan un tono más ensayístico y humorístico que contrasta con la gravedad romántica de muchas Leyendas. La crítica lo resume diciendo que Bécquer en estas cartas “mantiene una duda permanente sobre la existencia de las brujas; se muestra escéptico y, por momentos, burlón”, cosa que no ocurre en sus leyendas sobrenaturales donde prima la suspensión de la incredulidad. También formalmente las Cartas se distinguen por su carácter periodístico: fueron concebidas como artículos para un diario, lo cual implicaba llegar a un público amplio en entregas periódicas. Por ello su estructura es modular y variada (cada carta con tema propio), mientras que las Leyendas y Rimas estaban pensadas más como obras literarias unificadas (aunque muchas leyendas también salieron sueltas en prensa). En definitiva, Cartas desde mi celda complementa a las Rimas y Leyendas mostrando a un Bécquer polifacético: aquí es poeta, narrador y cronista a la vez. Si las Rimas nos dan la música de sus sentimientos y las Leyendas la imaginería de sus sueños, las Cartas nos dan la voz hablada de Bécquer, reflexionando en vivo sobre su realidad. Esta obra permite apreciar la coherencia del universo literario becqueriano –siempre romántico en espíritu– a la par que su versatilidad para adaptarse a distintos géneros y tonos.
Influencia posterior y recepción crítica
Aunque Cartas desde mi celda no alcanzó en su momento la difusión popular de las Rimas (la poesía suele perdurar más en la memoria colectiva) ni quizá el aura mítica de las Leyendas, con el tiempo la crítica literaria ha revalorizado enormemente esta colección epistolar. Ya en 1871, al publicarse de forma póstuma las obras de Bécquer, sus amigos editores se aseguraron de incluir las cartas junto a las Rimas y Leyendas, conscientes de su importancia integral en el legado del autor. Desde entonces, los estudiosos han visto en Cartas desde mi celda una fuente imprescindible para comprender la personalidad literaria de Bécquer. El sevillano Rafael Montesinos, uno de sus biógrafos, destacó especialmente la Carta III por la brillante evocación de la infancia sevillana del poeta y su hondura autobiográfica. Por su parte, los lectores han mostrado predilección por las cartas más novelescas (VI-VIII), celebradas por su intensidad narrativa y cercanía al estilo de las Leyendas de terror. Esto evidencia que las Cartas han encontrado un reconocimiento dual: como texto íntimo de autor (apreciado por académicos) y como relato ameno y fantástico (apreciado por el público aficionado a historias de misterio).
En la crítica contemporánea, Cartas desde mi celda goza de gran prestigio y suele considerarse una pieza singular dentro del siglo XIX español. La investigadora Mª Paz Díez Taboada la ha calificado incluso como “una obra maestra del periodismo del siglo XIX español”, subrayando la calidad literaria con que Bécquer elevó el artículo costumbrista a categoría de arte. En efecto, hoy reconocemos en estas cartas una prosa innovadora para su tiempo: Bécquer supo aunar la herencia romántica con un estilo depurado que prefigura la modernidad. Algunos críticos han señalado que en la voz de Bécquer se percibe “el vigor moderno de su narración costumbrista, heredado de Larra y tan propio de la actualidad, en la que abunda la descripción y la sátira”. Es decir, anticipó en parte la sensibilidad de la generación posterior (la del 98 y el Modernismo), que admiraría su sencillez expresiva y su sinceridad emocional. Autores como Rubén Darío elogiaron las Rimas de Bécquer, pero también su prosa ha sido revalorada: Azorín, por ejemplo, mencionó a Bécquer como uno de los prosistas que describieron con amor el paisaje español, una línea que él mismo continuaría. Además, el fuerte componente folclórico de las cartas (esas leyendas aragonesas) ha influido en la literatura regional posterior e incluso en estudios antropológicos: Francisco J. Díez de Revenga, en un artículo académico, analiza la figura de las brujas en Bécquer como parte de la tradición cultural española. En el propio Aragón, la huella de Bécquer es profunda: Veruela, Trasmoz y el Moncayo se convirtieron en lugares literarios de referencia (hoy existe una “Ruta de Bécquer” turística por la zona). Se puede decir que Bécquer contribuyó a dar proyección universal a esos parajes con sus cartas.
La recepción crítica más reciente insiste en la vigencia de Cartas desde mi celda. A 150 años de su publicación, el texto se sigue leyendo con frescura y agrado. Juan Alberto Vich, en la revista Contrapunto, comenta que releer las cartas durante el confinamiento de 2020 permitió hallar paralelos entre la experiencia de Bécquer aislado en Veruela y la soledad pandémica actual. Esta anécdota subraya que las reflexiones becquerianas sobre el aislamiento y la vida sencilla mantienen su resonancia en la sensibilidad moderna. En palabras del profesor Simón Valcárcel, la carta sexta (la de la bruja) “hoy, como en 1864, se lee con gozo… logra lo que alcanza la buena literatura: trasladar al lector una imagen real, honesta y profunda de la España de sus días”, reuniendo “miseria y grandeza, pasiones y miedos” de forma perenne. Coincide la crítica en que esa mezcla de verdad humana y belleza literaria es lo que convierte a Bécquer en “uno de nuestros clásicos” imperecederos. En suma, Cartas desde mi celda ha pasado de ser un conjunto de artículos decimonónicos a ser considerada una obra clásica de la literatura española, estudiada en colegios y universidades y objeto de continuas ediciones anotadas. Su influencia quizá no sea directa en forma de escuela o imitadores, pero sí se manifiesta en la pervivencia de su estilo: Bécquer legó un modelo de prosa lírica y reflexiva que encontraría eco en escritores posteriores que buscan la emoción en la sencillez. Y sobre todo, nos dejó en estas cartas un testimonio humano y literario de primer orden. Pocas obras logran, como esta, combinar la belleza artística con la sinceridad personal de su autor. Por ello, Cartas desde mi celda ocupa un lugar especial en la obra de Bécquer y en la literatura española: es el íntimo susurro epistolar de un poeta en soledad que, paradójicamente, ha logrado conversar con generaciones de lectores a lo largo del tiempo.
Fuentes: Cartas desde mi celda (1864), ed. Cátedra.