
Por el Mencey del Viernes
En un mundo que corre sin saber adónde, hay un pedazo de lava en mitad del Atlántico que se niega a participar en la carrera. No se maquilla para el turismo de masas, no se arrodilla ante la economía del clic y, si le preguntas por el futuro, te responde con viento. Ese lugar es El Hierro. Y aquí las cosas son como son… o no son.
Dicen que El Hierro está vacío. Que se está quedando viejo. Que no tiene centros comerciales, ni franquicias, ni cadenas hoteleras, ni influencers con extensiones en los sobacos. Y yo digo: menos mal.
El Hierro no compite. Desprecia.
Desprecia la prisa, la sobreexplotación, las papas fritas congeladas y el concepto de “coliving con vistas”. Aquí, si preguntas por coworking, te mandan a cargar piñas al monte. Porque en esta isla no se trabaja con el wifi, se trabaja con la tierra. Y si no quieres tierra, tienes mar. Y si no quieres mar, tienes silencio. Y si no quieres silencio, te montas en el barco y te vas a Tenerife, que allí hay de todo, incluso cosas que no hacen falta.
El Hierro no es para cualquiera. No promete comodidad ni abundancia. No te da la bienvenida con guirnaldas, sino con un viento que te despeina las pretensiones. Aquí las cosas tardan. Sí. Pero no porque seamos lentos. Porque no somos estúpidos. En tu ciudad pierdes 45 minutos en coche para llegar a una oficina donde finges ser útil y te dan un sueldo en PDFs. Aquí, en 45 minutos, has subido de La Restinga a Jinama y te ha cambiado el alma tres veces. El tiempo, en El Hierro, no se mide en productividad, sino en dignidad geológica. Aquí no se va a ningún sitio corriendo porque ya estamos donde hay que estar.
La isla exige. Te obliga a aprender. Si quieres agua, tienes que entender el alisio. Si quieres pescado, tienes que mojarte el culo. Si quieres trabajar, tienes que saber de todo: albañil, apicultor, poeta, cabrero y primo del concejal. No tenemos Uber. No queremos Uber. Aquí haces dedo, y si no te paran, te recogen en la próxima vida. El karma herreño es lento, pero fiable.
Y pese a todo, o precisamente por eso, aquí se respira algo que no cabe en las estadísticas del INE: una libertad salvaje y silenciosa. Mientras otras islas se debaten entre la turistificación descontrolada y la especulación disfrazada de “progreso”, El Hierro sigue su paso firme y testarudo, como una cabra con convicciones. Nos miran con pena desde fuera porque no tenemos Zara, pero en realidad nos envidian porque tenemos sombra bajo los sabinares, tomates con sabor y vecinos que saludan.
A veces se nos rompe algo: la luz, el barco, la conexión a internet, la paciencia. Pero el alma no. El alma está entera. Aquí no se viene a que te sirvan. Se viene a servir algo más grande. El volcán, el océano, la montaña. Aquí el centro comercial es el horizonte, y la terapia es sentarte a ver cómo cae la niebla en El Pinar mientras te tomas un vaso de vino que no necesita etiqueta para saberse bueno.
¿Sabes por qué no hay influencers en El Hierro? Porque aquí no hay nada que influenciar. Nadie necesita filtros cuando el mar ya tiene siete azules distintos. Nadie hace yoga en la playa porque el viento te parte la esterilla. Y si alguien viene con un dron, el lagarto gigante lo mira con tal desprecio que el dron se cae solo. Aquí las cosas son como son. Y el que quiera inventarse otra cosa, que se la trague en Instagram. Nosotros seguimos con los pies en la lava.
Nos llaman isla menor. Y yo digo: menor, pero más. Más honesta. Más pura. Más sabia. Más dura, sí. Pero como la piedra: la que aguanta siglos sin corromperse. Aquí no hay mucho de lo que “hace falta” en el mundo moderno. Por eso vale la pena quedarse. Porque en El Hierro no se viene a tener más. Se viene a ser menos… y a estar mejor.
Y si alguien todavía no lo entiende, que venga. Pero sin prisa. Con mochila, sin exigencias. Que aquí todo tarda. Incluso la revelación.
Porque el día que El Hierro se rinda, será porque el océano se ha secado.
Y si vienes sin respeto, recuerda: aquí no caben todos.
Este trozo de lava no es para conquistar. Es para pertenecer.
Y el que no entienda eso, que ni lo intente.