El “Tren de las lentejas”: cuando Juan Negrín quiso salvar Madrid a golpe de vía férrea

Observatorio Negrín-Galdós

En la historia de la Guerra Civil Española abundan los grandes nombres, las batallas épicas y las derrotas traumáticas. Pero hay también episodios menores, logros invisibles que, lejos del estruendo de las armas, retratan la determinación de quienes se empeñaron en sostener una idea —o una ciudad— frente al derrumbe. Uno de esos episodios, casi olvidado, lleva un nombre humilde: el “Tren de las lentejas”.

Corría el invierno de 1937 y Madrid resistía como podía. La ciudad, convertida en emblema de la lucha republicana desde que el general Franco iniciara su asedio en noviembre de 1936, vivía bajo la amenaza constante de bombardeos, cortes de suministros y, sobre todo, hambre. Las comunicaciones con el exterior se habían vuelto casi imposibles. La línea férrea que unía la capital con Valencia —donde se había instalado el Gobierno de la República— estaba cortada a la altura de Guadalajara por el avance de las tropas sublevadas. La carretera de Valencia sufría ataques constantes. Y la escasez comenzaba a calar hondo entre los habitantes de la capital.

Fue entonces cuando Juan Negrín, por entonces ministro de Hacienda y auténtico “hombre fuerte” del Consejo de Ministros, ordenó una operación tan insólita como audaz: construir una nueva línea de ferrocarril entre Madrid y la zona republicana. La orden no era descabellada, pero sí ambiciosa hasta el extremo. La nueva vía debía ir desde Torrejón de Ardoz hasta Tarancón, cruzando el valle del Tajuña y zonas escarpadas de la Alcarria —territorio difícil, de clima riguroso y geografía traicionera. Serían 92 kilómetros de vía férrea levantados en tiempo récord, bajo amenaza aérea y en condiciones materiales precarias.

Para llevarla a cabo, el Gobierno movilizó a cerca de 10 000 hombres: ingenieros, obreros ferroviarios, campesinos voluntarios, batallones de fortificaciones, milicianos, e incluso prisioneros de guerra. El plan no contemplaba maquinaria pesada. Se recurriría al ingenio y al trabajo manual. Se desmontaban tramos de vía en desuso —de antiguos ramales industriales o líneas secundarias— y se reutilizaban unas horas después, a veces con los raíles aún calientes por el sol del día anterior. Las jornadas eran extenuantes: se trabajaba de noche, a la luz de candiles, para evitar los ataques aéreos. Y de día, bajo el cielo claro, se ajustaban raíles, se fijaban traviesas y se apuntalaban taludes con los medios disponibles.

La consigna era clara: acabar la obra en cuarenta días. No se logró. La línea se inauguró oficialmente al día 100, en primavera de 1937, pero antes ya empezaban a circular trenes de urgencia, cargados con alimentos básicos. Lo importante era que Madrid volvía a estar conectada con Valencia, y a través de ella, con el Mediterráneo y los canales de importación.

El primer cargamento fue simbólico: toneladas de legumbres —lentejas, alubias, garbanzos— resistentes al almacenamiento, baratas, nutritivas y fáciles de cocinar. La prensa republicana celebró el hito con titulares épicos. Pero los madrileños, siempre irónicos incluso en tiempos de guerra, bautizaron enseguida el invento con un nombre más humano: “el tren de las lentejas”. Algunos lo llamaron también la “Vía Negrín”, en homenaje al ministro que había dado la orden. Otros, con humor negro, decían que traía las “píldoras del doctor Negrín”, pues alimentaban poco pero reconfortaban moralmente.

Aquella línea de hierro, levantada con prisas, esfuerzo y sin apenas recursos, se mantuvo operativa durante buena parte de 1937. Permitió sostener el frente de Madrid, garantizar el abastecimiento mínimo a la población civil, evacuar heridos, y sobre todo —como decía el propio Negrín— ganar tiempo. Porque esa era la gran estrategia del presidente republicano: resistir, resistir, resistir… hasta que la situación internacional cambiara y alguna democracia europea se decidiera por fin a intervenir.

El “tren de las lentejas” no figura en los grandes libros de historia militar. No cambió el curso de la guerra, ni se recuerda en placas de mármol. Pero durante unos meses, aquel modesto convoy fue símbolo de algo mucho más profundo: la fe obstinada en que una ciudad no debía rendirse por hambre, que la logística también era una forma de lucha, y que un país se defiende no solo con fusiles, sino también con lentejas.

Hoy, parte de su trazado se conserva como vía verde entre pueblos de la Alcarria, y solo unos pocos vecinos recuerdan el paso de aquellos trenes de urgencia. Pero en la memoria popular queda la anécdota: la de un presidente que, acorralado por las bombas y las dudas, mandó construir un camino de hierro para alimentar a un pueblo entero. Y esa historia, por humilde que parezca, es digna de figurar en cualquier biografía épica.

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