Personajes galdosianos suicidas I: Federico de Realidad

Rosa Amor del Olmo

La acción principal del drama se centra en torno al triángulo Federico-Augusta-Orozco, para desembocar en el suicidio, y la presentación de la tesis: cómo reacciona Orozco ante el adulterio. Hasta el momento el tema del adulterio, tan frecuente en la segunda mitad del XIX, resultaba algo caduco en sus planteamientos, pues no tenía antecedentes de resolución, salvo la manida fórmula calderoniana, cuyo código de honor sustentable había perdido vigencia, se llevaba hasta sus últimas consecuencias[1]. La famosa frase esgrimida por Pedro Crespo en El alcalde de Zalamea: “El honor es patrimonio del alma y el alma sólo es de Dios”, será renovada y actualizada, en todo su concepto, a la realidad del momento por Galdós, hacía falta una renovación de conceptos ya obsoletos para la sociedad.

En el retrato realista que Galdós hace de Federico, en el acto IV, nos invita a una reflexión sobre el carácter controvertido y desequilibrado del protagonista, así como a una lectura que expone la caída flagrante de una clase social.  Galdós poco a poco va sumergiendo al espectador en la tragedia, y en la tragedia realista, porque los hechos ocurren dentro de un marco de pura realidad en una escena lógica y coherente. Federico, un hombre desequilibrado, prototipo del romántico, se suicidará porque no tiene lugar en la sociedad, exactamente igual que las caducas ideas idealistas y románticas que tanto combatió en sus novelas el escritor canario. La coherencia llega con el acto V, donde se hace un verdadero alarde de técnica dialogística. Quizás se abusa, en cierto modo, de los apartes, excesivamente largos, cuya credibilidad está a expensas de la interpretación de los actores, así como de la dirección escénica. Como sea, un final sorprendente, donde Galdós nos ha llevado para volver a donde él quería que volviéramos: a la tragedia de los esposos, al enorme conflicto interior que ya se arrastraba sin solucionar desde el acto I y que termina definitivamente en la catársis de este sorprendente acto final. La cuestión es que la coherencia se da, de principio a fin, en  Realidad.

Federico y Clotilde, ya en plena sociedad de la Restauración y con lo que ésta impone, se encuentran a falta, por completo, de aquel bienestar de antaño. Clotilde -de nuevo el problema de la educación-, teniendo como único espejo donde mirarse los criados de la casa y con una tendencia heredada por lo material, acaba por buscar sentido a su existencia. Lo consigue enamorándose de un hombre de clase muy inferior a ella, aunque ambicioso y trabajador, rompiendo de esa manera el orden social.

Clotilde es una fiel representación de las preocupaciones de Galdós en la década de los noventa coincidentes con las tesis regeneracionistas de Joaquín Costa. Son muchas las obras en las que Galdós plantea la cuestión de salvar el país por medio del trabajo de todos, cualquiera que sea su clase social, voluntad[2] y trabajo para combatir la astenia y caquexia, términos muy del gusto de Galdós, que atravesaba España. 

Federico por su parte prefiere vivir anclado a los recuerdos y al gusto por lo aristocrático heredado de su madre, tratando de mantener unos modales aristócratas y una imagen de caballero, máscara que adopta y que no se corresponde en nada con la realidad de su existencia. Federico es un crápula, un jugador, quizás como eco de la corrupción ambiental -también como eco naturalista-, pero no por eso deja de anclarse a una ficción romántica enamorándose de Augusta, la esposa de su mejor amigo Tomás Orozco, ejemplo de bondad y superioridad intelecto-espiritual. Federico moverá los destinos de los otros personajes y, arruinado por las mujeres y el juego, perseguido por los usureros, se degradará de tal manera que, como su hermana Clotilde, alterará el orden social manteniendo en secreto una relación con la burguesa Augusta y entendiéndose en cuerpo y alma con otra mujer que está muy por debajo de su clase, Leonor, la Peri, una prostituta. Su degradación desencadenará el trágico final del drama con su suicidio.

El suicidio en el teatro y novela del siglo XIX es un hecho bastante común donde finalizan muchas de las vidas que allí se exponen. No era de extrañar pues aquellos años –y como tal se reflejará en el teatro, aunque quizás de una manera más solapada- eran controvertidos, el fruto de una sociedad cambiante y plagada de signos de decadencia.

El personaje que Galdós perfila como innovación materializada en el escenario, es el Federico de Realidad, quien merece un análisis en cierto modo más detallado por su complejidad. Escribe Gustavo Correa[3]:

Desde el punto de vista de la posición social Federico es el único personaje de procedencia aristocrática, en este grupo de burgueses, que se empeña en seguir siendo tal, sin corresponder sus medios de vida a tales exigencias. Por el contrario, la situación económica de Federico es de un total desastre, debido a deudas que lo acosan. De joven recibió una educación pésima, y ahora no se halla preparado para hacer frente a la vida con un trabajo o profesión honesta. La fatalidad lo ha llevado a buscar en lugares innobles la posibilidad de rehacerse, probando con el juego de azar la solución a sus problemas.

Efectivamente, Federico es a nuestro juicio el personaje de este drama que todavía mantiene fuertes elementos propios de los aristócratas del momento, si bien en decadencia. Este personaje conserva además -y no creo que casualmente- elementos propios de los protagonistas del ya caduco romanticismo. Esta fuerza del destino que lleva a Federico al suicidio es un aviso que se hace al espectador ya desde el acto I. El espectador se predispone a este controvertido final, que en el manuscrito presenta más veracidad que en la postrera edición de 1892 porque aparecen los personajes donde tienen que aparecer, es decir en el verdadero lugar de los hechos.

Federico es un enfermo, vicioso, alcohólico y dado a frecuentar ambientes y mujeres criticables desde su posición social; metido en el juego y en la prostitución, quiere salir del conflicto interior en el que se encuentra. El personaje muestra el caos de su contradicción, debilidad y cobardía que pretende redimirse en un final arrepentido y sin salida. Como dice el personaje Malibrán en la escena V del acto III: “Es un desequilibrado, un cerebral, una contradicción viva, una antítesis…”. Y efectivamente es así, pero hay algunos factores que le han hecho ser así.

Hay muchos elementos y condicionantes que perturban a Federico. Entre ellos, la herencia genética de su madre, mujer débil, romántica y soñadora cuyos atributos hereda Federico presentados por Galdós como un retrato fiel del hombre natural, aquel que viene al mundo y que pone por delante sus instintos. Federico en su desequilibrio es un personaje como los del naturalismo, es decir marcado por la sangre y el medio ambiente. Federico es una víctima más de la mala educación. De nuevo esta obsesión galdosiana que siempre aparece en sus obras. Así lo define Orozco[4], cuando habla de las faltas o errores que Joaquín Viera, como padre y responsable del futuro de Federico, ha cometido:

Escúchame. Joaquín es un monstruo; tú lo has dicho. Entre sus muchas responsabilidades ante Dios y los hombres, la más notoria es la perversa educación de sus hijos: el abandono en que los tiene, sin apoyo moral, sin medios honrosos de subsistencia. La penuria, la falta de autoridad doméstica, condujeron a Federico… bien lo sabes… a una vida de angustias humillantes.

Por los mismos errores, su hermana Clotildita se ve precisada a buscar marido de una manera… poco decorosa. Yo digo –prosigue en su disertación Orozco- ¿rectificar los errores de ese aventurero, no es un acto de alta justicia? ¿No procedo con absoluta equidad, sustrayéndole, con astucia no inferior a la suya, la mayor parte de lo que le pertenece, para mejorar con ello la existencia de sus infelices, olvidados hijos?”.

            Federico no puede escapar a su destino. ¿Qué salida hubiera tenido de no haber sido la del suicidio?. Es un personaje que desde el principio se nos presenta con graves trastornos de personalidad, encajando dentro de un cliché de perturbado del que no se puede desquitar en ningún momento. Como drama realista, Galdós -aunque este personaje tiene bastante de ideal romántico- tiene que justificar su comportamiento en el medio y en la sociedad a la que pertenece y a la que no quiere pertenecer. Por esta razón Federico es un hombre pervertido, que bebe, que juega, que se manifiesta, en suma, violento en su comportamiento, tratando de conservar una quimera, que es la de pertenecer a la aristocracia, llevando esta obsesión como  “concepto de honor y dignidad”  de vida, hasta los límites.

Federico presenta los rasgos que hoy se consideran de primer orden en el diagnóstico de un fuerte trastorno de la personalidad, lo es el patrón que presenta de relaciones interpersonales inestables e intensas caracterizado por la alternancia entre los extremos de idealización y devaluación; lo es la alteración de la identidad. Esta idealización-devaluación le sucede con la realidad y con los afectos, sobre todo con las mujeres. Su personalidad, amante de las mujeres y dicotómica, se divide en dos manifestaciones, una la que ama físicamente a la mujer, en este caso Augusta, y otra la que busca la amistad femenina, libre de sexo, pero basada en la confianza y sinceridad, su relación con Leonor, una prostituta como así se expone en su monólogo de la escena VI del acto II.

En su confusión interna, odia a Augusta porque es la mujer de otro hombre, de su mejor amigo y en el fondo no la respeta precisamente por eso, porque traiciona a un gran hombre, amigo de Federico de siempre, “ya no sé si es amor si es odio lo que me inspira”, comenta en el monólogo de la escena IV del acto IV, donde Federico se zambulle en la realidad por completo y se convierte en juez. Está en el fondo deseando deshacerse de ella, quiere escapar de la realidad y sueña con que Augusta le libere de su carga, abandonándole, liberándole de tener que enfrentarse a ese gran hombre, Orozco. Enfrentar a su conciencia es algo que no va a poder soportar, una conciencia que, aunque laxa porque es un gran vividor, no puede llegar a la humillación final de tener que pasar por la manutención benefactora de Orozco, el esposo de su amante, porque todavía le queda algo de honor.

            Su carácter presenta rasgos de mal genio (sobre todo en sus encuentros con Augusta), ira inapropiada e intensa que difícilmente puede controlar, como le sucede cuando descubre la relación de su hermana Clotilde con Santanita, que da lugar a un estallido desmesurado, enfermizo y fuera de lugar. Esta forma de ira es descrita por los otros personajes. Galdós utiliza frecuentemente la descripción del personaje por otros personajes para dibujarlo, y también porque de algún modo tiene que describir la personalidad, y tiene que ser a sabiendas de perder algunos resabios novelescos a cambio de los resortes teatrales. Por ejemplo, la escena I del acto III, al menos en el manuscrito, comienza con la descripción de la ira de Federico, contada por Orozco y Villalonga.

            Su proceder siempre es desmesurado, y su impulsividad también lo es, siempre potencialmente dañina para sí mismo, como lo demuestra la continua “incomodidad” que siente en el mundo y consigo mismo, acrecentada además por la extralimitación de sus actos, como es el gasto excesivo en el juego, apuestas y deudas, que le arruina continuamente, que le hace aceptar sin remilgos la protección de Leonor, su amiga prostituta. El frecuente abuso de sustancias, como el café y sobre todo el alcohol, la fiebre, el insomnio, hacen que Federico sea todavía más veraz incluso a la hora del suicidio, pues a pesar de que en la edición de 1892 se corrigió, lo cierto es que dan una situación y sucesión de hechos, veraces, que hacen e impulsan a Federico a su trágico final, y que están reflejados en la versión del manuscrito.

Augusta con su manera de actuar, con su actitud posesiva agobia y lleva al límite la idea de dominar y proteger a su amante a toda costa, quiere cambiar su vida, quiere cambiarle a él mismo. Augusta pretende que Federico sea rico y tenga de todo, no le importa así tanto la felicidad de él, los sentimientos del hombre, sino la propia satisfacción femenina, que sin dudas hunde a Federico en la depresión y en la neurosis que muestra ya desde el acto II.

            Las alucinaciones que padece con la confusión de la realidad y lo onírico, la ideación paranoide transitoria que le hace ver seres reales y los síntomas disociativos graves hacen de Federico un trastornado que necesita ayuda, pero él no la quiere en ningún momento, todo ello junto a los altibajos de ánimo y sentimientos crónicos de vacío que le precipitan y le dominan. Aunque sus amigos quieren ayudarle, él prefiere dejarse llevar por los acontecimientos y ser un juguete del destino, al que no se puede escapar. Su obsesión por la traición a su gran amigo y benefactor Orozco le derrumban junto con Augusta, culpable directa de su suicidio. El espectador no queda extrañado del final, porque Galdós va preparándolo desde el principio inconscientemente, en otro plano, en el que la tragedia vive con la naturalidad que pervive la existencia en sí misma.

Galdós quiso que Federico fuese un personaje de visibles patologías, y así lo creó. La crítica (como por ejemplo Carmen Menéndez Onrubia en Introducción al teatro de Benito Pérez Galdós) ha apuntado el carácter biográfico de los años jóvenes de Galdósque este personaje muestra, y pensamos que, en realidad. No creemos en acudir a lo biográfico. Galdós vivió la vida intensamente, observó la vida intensamente y escribió en su vida también intensamente, por lo tanto, todas sus creaciones tienen irremediablemente que llevar su sello personal. Siempre nos hemos preguntado por qué Galdós modificó el manuscrito, sobre todo en el acto IV, para diseñar una característica muy peculiar de Federico, y es la obsesión por su madre y su retrato y devocionario en las últimas horas de su maltrecha existencia.

 Tal vez para dotar al personaje de aquellos caracteres definitivos que resaltasen su verosimilitud y por lo tanto su trayectoria hacia la muerte. Por un lado retrata la condición de “niños” que todos llevamos dentro, haciendo de Federico un personaje más humano y veraz, un personaje de verdad. Por otro, aporta esa dosis de desequilibrio necesaria para creernos la degradación a la que ha llegado Federico. Esta degradación que su conciencia lleva implícita un arrepentimiento, que es el que Federico esboza en la última escena del acto IV, cuando está con Augusta y dice: “Huesos áridos, oíd la palabra del Señor”. Además, sus ganas de arrepentirse le llevan a aparecer después de muerto como espíritu en sombra, para “resolver” lo que en vida no resolvió: la confesión y el perdón que necesitaba de Orozco, y que éste le da, para poder descansar. La presencia de la madre en los últimos momentos de la existencia, a las puertas de la muerte, y las reflexiones religiosas también fueron temas que Galdós desarrolló a lo largo de toda su producción dramática[5], como en Santa Juana de Castilla cuyo final tiene como bases la reconciliación con Dios y la memoria de la figura materna, inherente al ser humano. Federico descansa y limpia su dignidad con el suicidio, se autoelimina de la sociedad en la que nunca encontró su lugar, y donde su tormenta interior no le dejaba sentir y vivir tal y como él quería, porque en el fondo no encontró el amor.


[1] Calderón de la Barca escribió tres dramas trágicos unidos por su semejanza, en los que lleva al extremo el concepto del honor conyugal: A secreto agravio, secreta venganza, El médico de su honra y El pintor de su deshonra. En ellos, Calderón plantea y desarrolla hasta sus últimas consecuencias la situación límite que plantea la tiranía del honor, las tres son asesinadas por sus maridos, sin que ninguna de ellas haya llegado a consumar realmente el pecado.

[2] La voluntad y el trabajo, como constantes de la personalidad y como ejes sociales para cambiar España, fueron ideas fijas que preocupaban enormemente en estos años a Galdós, como lo vemos reflejado en su producción teatral, donde el autor insiste en el papel de las mujeres para cambiar la sociedad, a base de demostraciones de trabajo y de fuerza voluntariosa para la nueva regeneración. Tal es el caso de Isidora en Voluntad (1895) estrenada en el teatro de la Comedia, y de Victoria en La loca de la casa (1893) también el Teatro de la Comedia. Se puede encontrar en estas mujeres gran parte de la energía que Galdós plantea en Clotilde. Mujeres que aparentemente son muy inocentes, que nos recuerdan en cierto modo al cambio surgido en Nora que pasa de ser una muñeca coqueta e infantilona y se revela en segundos como una fuerte mujer portavoz de las ideas feministas del siglo XIX. Empero, gracias a su tesón y obstinación resuelven por sí mismas interesantes encrucijadas, que les hace ser portadoras de tesis muy curiosas, si tenemos en cuenta la sociedad del momento. El progreso por el trabajo y el orden es la tesis que plantea Clotilde, núcleo de una acción secundaria y episódica del tercer acto, tal y como la crítica ha señalado.

[3] Gustavo Correa, “Pérez Galdós y la tradición calderoniana”, en Cuadernos Hispanoamericanos 250-252,  octubre  1970, enero 1971, pp. 150-167.

[4] Orozco es el único personaje que aún mantiene elementos propios de la filosofía krausista. Filosofía que tuvo muchos adeptos en su inicio, la mayoría de los intelectuales de la época, cuyas teorías Galdós mantuvo siempre presentes, casi como una forma de vida. Orozco representa esta disparidad krausista que enriquece el panorama partiendo de una especie de filosofía viva, no encorsetada y abierta a las nuevas aportaciones. Esta filosofía confiaba en la razón como norma de vida, manifestando una idéntica predilección por ciertos temas del repertorio espiritual del siglo de las luces. Todos ellos creerán en la perfectibilidad del hombre, en la moralidad, en el progreso de la sociedad, en un completo espíritu de armonía, en fin, en la belleza esencial de la vida, trabajando todos ellos en pro de un mundo mejor.

[5] En obras como Celia en los infiernos, Sor Simona y Electra aparecen las reflexiones espirituales constantemente, y la presencia de la madre también se esboza como fundamental, sobre todo en Electra, donde además la presencia de la madre muerta resuelve el conflicto del drama.

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