
Rosa Amor del Olmo
Durante siglos, Canarias fue dibujada desde lejos: una geografía de postal, un paraíso prometido, un lugar donde los continentes se dan la mano sin tocarse. Desde dentro, sin embargo, el archipiélago ha sido siempre otra cosa: un territorio en tensión, mitad refugio, mitad frontera. Esa dualidad —ser dentro y fuera a la vez— es lo que explica que tantos escritores canarios escriban con un pie en el volcán y otro en la orilla.
Canarias no es un decorado. Es una forma de pensar la distancia.

La distancia que nos separa del continente, la que impone el tiempo cuando las noticias llegan siempre después, y la que se siente en el corazón de quien vive sabiendo que su horizonte es mar por los cuatro costados. Esa condición de frontera —que otros países buscan en laboratorios de identidad— aquí viene de serie. El canario sabe lo que significa mirar hacia Europa con la misma intensidad con la que sueña con América o África.
La cultura insular ha aprendido a sobrevivir en ese vaivén. Galdós lo intuyó en el siglo XIX: Madrid fue su escenario, pero la mirada que ordenaba su novela era atlántica, no castellana. De ahí su mezcla única de compasión y crítica, de lucidez y ternura. Más tarde, autores como Viera y Clavijo, Pedro García Cabrera o Luis Feria entendieron que escribir desde una isla es escribir contra la soledad, convertir la periferia en centro.
Sin embargo, fuera de Canarias persiste la tentación de reducirlo todo a palmeras y sol. Quizá porque el turismo necesita una estética plana, sin contradicciones. Pero el paisaje canario no es amable: es un espacio de erosión y resistencia, de luz violenta y piedra negra. No hay en Europa otra modernidad tan áspera y a la vez tan espiritual como la que se respira en estas islas volcánicas. Aquí el mar no refresca, hiere; el viento no acaricia, pule. Y esa rudeza es también belleza.
Canarias es, en el fondo, una metáfora de lo que somos los contemporáneos: habitantes de una orilla, conectados a todo y a la vez solos frente al horizonte. La lección insular consiste en no huir del aislamiento, sino transformarlo en mirada.

Cuando uno camina por los llanos de Timanfaya, por los acantilados de La Gomera o por las playas negras del norte de Tenerife, siente que el mundo no está hecho para el ruido, sino para la escucha. Quizá por eso tantos poetas y pensadores canarios escribieron en voz baja: porque aquí la palabra tiene que competir con el viento y con el mar.
Canarias no cabe en un tópico, porque es el lugar donde el tópico se rompe. No es ni Europa ni América ni África: es el eco que las une. Es el punto donde el Atlántico piensa.















