
José María de Pereda

[Nota preliminar: edición digital a partir de la de OO.CC., Madrid, Impta. de Manuel Tello, 1888-1906, t. VIII y cotejada con la edición crítica de Noël Valis (OO.CC., Santander, Tantín, 1990, t. III, pp. 284-362).]

– I –
Imagínese el pío lector que la vulgarísima historia que voy a referirle se remonta a los tiempos de Maricastaña, y elija para teatro de los sucesos la capital que más le agrade de las nuestras de segundo orden, con tal de que sea de las más empingorotadas en la estadística de los subsidios industriales y no forme con las últimas en el catálogo de las que más nutren y alimentan el caudaloso mar de las rentas de aduanas; señal infalible de que el vértigo de la ganancia es su vida, y el alma del negocio el negocio de su alma; de que por letras se entiende allí las de cambio; por artes los de cocina; por ciencias la aritmética mercantil, y por «trabajo honroso» pura y exclusivamente el que se emplea, de sol a sol, en sacar el jugo a la matrícula, esa ejecutoria de los pueblos ricos, ora en el sucio Borrador de almacén, ora en el pulcro, terso y espacioso libro Diarios, ora en remover obstáculos de arancel con el santo fin de que pasen, como una seda, torres y montones, por donde el rigor de las leyes no deja libre entrada a un mal garbanzo.
Andaba allí el lujo como Pedro por su casa; y teniendo en todas ellas un culto el lujo de los trapos, era un vicio de los más abominables el lujo del entendimiento.
Disculpábase la pobreza en el negociante desgraciado y hasta en aquéllos que del último concurso de acreedores no habían podido sacar la conciencia tan limpia como el fondo de sus cajas; pero era punto menos que infamante en los que por natural aversión a la ciencia del toma y daca sudaban gotas de sangre por hacer un mendrugo miserable del meollo de su inteligencia consagrada a fútiles asuntos que jamás daban un cañamón de riqueza para basar sobre ella la proporción de un impuesto, ni la de un concierto de arbitrios, o de derecho módico.
Aunque gentes sin abolengo blasonado, como buenos «hijos del trabajo», observábase entre ellas la ley de razas. Había allí pueblo bajo que repugnaba a la clase media, y una clase media que era insoportable a la aristocracia; entendiéndose por clase media negociantes de poco más o menos, o de ayer acá; rentistas que habían dejado la matrícula a medio camino de la gran fortuna, y «gentuza» del foro, de la medicina y de las letras. La aristocracia era el comercio tradicional, los grandes caudales en realidad o en apariencia; casas cuyos nombres de guerra contasen de tres generaciones para arriba.
Los hombres de esta privilegiada comunión eran, por lo general, sombríos, recelosos, taciturnos, apegados al atril del escritorio como la ostra al peñasco; tacaños para sí propios, manirrotos para las mujeres de la familia; gran lujo en las encuadernaciones de sus infolios rubricados; pero ni un libro en los barnizados armarios de sus gabinetes de dormir; magnífica letra inglesa, pero ni pizca de ortografía española.
Las mujeres parecían ser el único objeto de tantos desvelos y sudores, al vérselas saquear sin tregua ni descanso el taller de la modista y los estuches de los joyeros. No se les conocía otra pasión ni otras aficiones. Ostentar más lujos que ninguna otra de la clase, y barrer en la calle más basura con más ricas colas y sobrantes; prodigarse poco para no vulgarizarse demasiado; cara de escrúpulo a las de abajo y de altiva majestad a sus congéneres, vamos al decir; a las unas por razón de distancia, y a las otras por cuestión de competencia… Y paren ustedes de contar.
En resumen, de aquel pueblo podía decirse muy bien, violentando, en obsequio a la verdad, lo más consolador de una vieja máxima cristiana: «Cada uno en su casa y el demonio de la envidia y de la maledicencia en la de todos».
Entre las más encopetadas de la encopetada clase última de las citadas, distinguíase la familia de don Serapio Caracas, sexto representante de la casa que, con el mismo apellido como razón social, había venido hasta entonces acreditándose en la plaza entre las más firmes y de más prosapia mercantil. Componíase la tal familia del citado don Serapio, de su señora doña Sabina y de una, al comenzar nuestra historia, niña de diez años, bella como una aurora de mayo, alegre, ingenua y descuidada, como suelta cervatilla entre lentiscos y verbenas.
Habitaban los tres casa de gran fachada en el barrio de preferencia, sin más trato íntimo, según la costumbre, que el de algunos individuos del mismo apellido que los cónyuges, siempre que fuesen mayores contribuyentes, y sin otro pasatiempo que el escritorio para don Serapio, las tiendas para su señora y el colegio a media pensión para la niña Enriqueta; por extraordinario, algunas visitas de etiqueta cuando el almanaque marcase «lujo extremado», tal cual exhibición en el teatro, en los entierros o en Semana Santa, y nada más.
Don Serapio tenía su escritorio en el entresuelo de la misma casa, con el cual estaba ésta en comunicación por medio de una escalera en espiral. Por esta escalera subía y bajaba dicho señor cuando lo necesitaba, y por la misma subían, para no bajar más a la mazmorra de donde habían salido, los cartuchos de doblones que doña Sabina necesitaba para lo necesario y para lo superfluo, que era muchísimo si ha de decirse toda la verdad. Mas no por eso se quejaba don Serapio, que, aunque avaro para adquirir, no lo era para guardar, siempre que los despilfarros redundasen en gusto y contentamiento de su familia; en lo cual llevaba una gran ventaja a casi todos sus colegas, que si bien eran ostentosos, porque consideraban a sus familias respectivas como trenes de lujo por razón de crédito y rivalidad, no entregaban el cuarto sin protesta, ni se pagaban en poco ni en mucho de la satisfacción inefable que experimentar pudieran sus hijas y sus mujeres al verse hechas un escándalo de sedas y pedrería.
Era, en verdad, don Serapio un pobre hombre en toda la extensión de la palabra. Ni las grandes jugadas le entusiasmaban ostensiblemente, ni los descalabros le sacaban de su centro, por más que hicieran honda mella en su corazón. Si no era de un entendimiento brillante, ni mucho menos, tenía cierto sentido práctico, el cual le bastaba para considerar qué sería de su hija y de su mujer si la contraria suerte le obligase a ponerles tasa en sus dispendios enormes, acostumbradas a ellos toda la vida. Pero sabía sufrir y ocultarlo, para lo cual contaba con una languidez natural de fisonomía, que así podía ser reflejo de un lento dolor físico, como de una gran pesadumbre; y don Serapio optó por aparentar lo primero, cuando la suerte le puso en la necesidad de elegir entre las dos apariencias. Verdad es que los estrechos límites a que fue reduciendo los negocios; la chocante parsimonia observada en su casa, tan notable antes por su vertiginoso movimiento, y otros síntomas por el estilo, dieron algo que sospechar en la plaza; pero ni el más mínimo recelo asaltó la mente de doña Sabina. Bien es que para esta señora había en el caudal de su marido algo como derecho divino que le ponía fuera de toda discusión y hasta de todo riesgo vulgar.
Tenía don Serapio, como dependiente de confianza, un viejo tenedor de libros, vástago de una familia que también venía perpetuándose en la casa con el mismo cargo; hombre, en verdad, no muy expresivo en su afecto, acaso por no haber dado fomento en su alma a otra pasión que la de los números en columna; pero, en cambio, honrado, metódico, inteligente y reservado como arca de tres resortes. Aquel hombre y su principal eran los únicos que conocían, por maravedís, la verdadera situación de la casa. Los otros dos dependientes que se empleaban también en ella, eran poco más que máquinas de copiar o de escribir al dictado.
No se crea, sin embargo, que la casa de don Serapio estaba para dar un estallido de un momento a otro: era, como si dijéramos, uno de esos edificios quebrantados de muy atrás, que viven largos años con reparos y puntales, pero que son temibles durante cualquier temporal que se desencadena en torno de ellos… si es que no les da por durar siglos de medio lado, como la torre Nueva, fenómenos que si son raros en arquitectura, lo son mucho más en el caprichoso vaivén de los negocios mercantiles.
Y bien lo sabía don Serapio, según se afanaba hasta pasar en vida el purgatorio, no solamente por sostener derecha su fortuna, sino porque ni por dentro ni por fuera de su casa se vieran los puntales y el revoque con que aguantaba los desplomes y tapaba las rendijas.
Se me olvidaba decir que el buen señor pasaba ya de los cincuenta y cuatro, y que doña Sabina andaba muy cerquita del medio siglo, siendo la niña Enriqueta el fruto de su último alumbramiento, tras otros cinco bien desgraciados. Y su lucha a brazo partido con los estragos del tiempo, no era lo que menos preocupaba a la vanidosa mujer, no poco atareada ya con el afán obstinado de eclipsar a todas sus semejantes, así en el brillo del lujo como en la novedad de las galas.
– II –
Tenía don Serapio una hermana viuda y pobre, que en algún tiempo, en vida de su marido, gozó también los favores de la fortuna. Esta hermana vivía en una aldea de la misma provincia, y tenía a su vez un hijo, de nombre César, en la edad crítica de emprender una carrera que, cuando menos, le proporcionase en adelante el pan cotidiano que su madre no podría darle siempre. Escribió a don Serapio todas estas cosas y otras más sentimentales todavía, añadiéndole que recibiría como una merced del cielo el ver a su hijo sentado en el último rincón del escritorio, bajo el amparo de su tío. Lo cual era tanto como pedir también al caritativo hermano techo, vestido y alimentos para su sobrino.
Prestóse desde luego a la solicitud el bueno de don Serapio; pero no su señora, que abarcó, en una sola ojeada, el desentonado cuadro que ofrecería semejante intruso en su entonada casa. ¿Qué puesto iba a ocupar en ella? Para ponerle a la mesa era muy poco; para enviarle a comer a la cocina, era demasiado; y en la mesa y en la cocina sería un pregón incesante de la miseria de su madre; y doña Sabina no se resignaba fácilmente a declarar, con testimonios de tal calibre, que en su familia o en la de su marido hubiese individuos pobres. Hubo, pues, dimes y diretes, semanas enteras de hocico y de ceñudo silencio en la mesa; pero aquella vez tuvo un poco de carácter don Serapio, y fue el rapaz a su casa, medio cerril, medio culto, pero listo como un pájaro y revelando en todas sus vetas una madera de facilísimo pulimento.
Diósele cuarto, aunque oscuro, en la casa, un puesto en la mesa y un atril en el escritorio. En el primero dormía como una marmota a las horas convenientes; en el segundo comía con gran apetito y desparpajo, y en el escritorio copiaba facturas, ejercitaba la letra y las cuatro reglas, y a menudo iba al correo a llevar o traer la correspondencia.
En las primeras horas de la noche, después de dejar su tarea, jugaba con Enriqueta al as de oros, o al tenderete, o a las adivinillas, o la contaba los cuentos de su aldea. Muchas veces iba también a acompañarla al colegio por la mañana o buscarla por la tarde. Y con estas y con otras, al poco tiempo de conocerse los dos primitos parecían nacidos el uno para el otro. Gozábase en creerlo así don Serapio; pero no doña Sabina, que se daba a todos los demonios con las familiaridades que se iba tomando el atrevido pelón.
A los ocho meses de haber llegado éste a casa de su tío, ya se le encomendaban trabajos más delicados: se le permitió poner su mano en el copiador de cartas, y sus ojos en el Mayor para consultar el estado de alguna cuenta corriente.
En momentos tan solemnes para él, cuando llevado de su afición al trabajo, o más bien, de su deseo de saber algo y de valer algo, se quedaba solo en el escritorio, solía bajar Enriqueta de puntillas; acercábasele callandito, y después de leer por encima de su hombro, conteniendo la respiración, lo que escribía, dábale en el codo un brusco manotazo y le hacía trazar un verdadero mapa-mundi en la página más pulcra y reluciente del inmenso libro. Saltaba César de ira y de espanto, y amenazaba tirar con el tintero a la atrevida chiquilla; pero tal reía ésta, tales muecas y dengues sabía hacerle, que acababa por reducirle a que le enseñara todos los armarios del escritorio que estuviesen a su alcance, y a que robara para ella una barra de lacre, dos lapiceros y media docena de obleas de goma, amén de echarla en la portada de su catecismo el timbre en seco de la razón social de su padre.
-Por esta vez, pase -decía el pobre chico haciéndose el enfadado-; pero no vuelvas aquí más, o se lo digo a tu papá.
Y la chiquilla, ocultando lo robado en el seno o en la faltriquera, subía la escalera cantando, mientras César se ponía a raspar el escandaloso mapa-mundi, y después cernía polvos de greda sobre lo raspado, y luego frotaba lo cernido con las uñas hasta que saliera lustre en el papel, que no salía antes que el sudor en su frente. Así, tras hora y media de fatigas, quedaba la página tan limpia como si nada hubiera sucedido en ella.
A todo esto, ya le apuntaba el bozo (a César, no a la página); peinaba con esmero su negra y ondulante cabellera; comenzaba a brillar en sus hermosos ojos la luz de una inteligencia no vulgar; y aunque vestido con desechos mal arreglados de su tío, y en una edad en que todo en el hombre, desde la voz hasta la longitud de los brazos, de las piernas y de las narices, ofrece chocantes desarmonías, presentaba a la vista del más escrupuloso magníficos elementos para ser un gran mozo dentro de pocos años. Era además dócil, prudente y trabajador. Don Serapio comenzaba a quererle entrañablemente, y la misma doña Sabina necesitaba violentarse mucho para quererle mal. De Enriqueta no hay que decir que le prefería, para sus juegos y entretenimientos, a sus desabrida zagala, que tan a menudo la contrariaba en sus deseos más sencillos.
Y corriendo el tiempo, sin mejorar en una peseta la situación económica de la casa, pero sin agravarse tampoco, llegó Enriqueta a los diez y siete años, creciendo sus bellezas en proporción de la edad, y César a los veinte. Para entonces era el dependiente más activo y diestro de su tío, que halló en él un gran descanso; se le había asignado un sueldo proporcionado a sus merecimientos, y dado en la habitación un gabinete más cómodo que el cuarto oscuro de antes; vestía con suma elegancia, aunque con modestia; era siempre discreto en su conversación, y, sobre todo, agradecido a la protección recibida, pareciendo haber reconcentrado todo su cariño de hijo en su tío, desde la muerte de su madre, ocurrida al cumplir él diez y ocho años. En cambio, un instinto de invencible repugnancia le alejaba cada vez más de su tía. Verdad es que no se apuraba ella gran cosa por conquistar el afecto de su sobrino; antes al contrario, siempre se mostraba con él fría y desdeñosa.
-Es un excelente muchacho este César, -decía don Serapio a su señora, muy a menudo, después de haber ensalzado alguna de sus cualidades, con el fin, sin duda, de ir dándole entrada en el corazón de aquella insensible mujer, quien, por todo elogio, contestaba:
-¡Quiera Dios que esa alhaja no nos dé que sentir algún día, en pago del hambre que le has quitado!
-Eres muy injusta, Sabina -replicaba el bueno del comerciante, herido en sus más nobles sentimientos.
Y Enriqueta, que lo escuchaba todo en silencio, sentía, con las palabras duras de su madre, algo que helaba la sangre en su corazón, a la vez que hallaba en los elogios de su padre un consuelo para aquella impresión de escarcha.
Porque es de advertir (y no se sorprenderá el lector, seguramente, al decírselo yo) que la mutua simpatía entre los dos primos había ido creciendo con los años y transformándose poco a poco, sin advertirlo los interesados, en otro afecto más acentuado y de raíces más extensas y profundas. Enriqueta, al vestirse de largo, no sintió la alegría tan propia de todas las niñas en semejante caso, por el fútil afán de que al presentarse en el paseo con los nuevos atavíos, dijera la gente: «una mujer más», sino porque viera César si se había cumplido su pronóstico, tantas veces repetido, de que ella iba a ser «una mujer hermosa». Por su parte César, si se afeitaba con un cortaplumas a cada instante, no lo hacía por adquirir cuanto antes determinada patente que le permitiera codearse en el mundo con los hombres, sino por el inocente deseo de saber si, con un bigote bien poblado, se parecía su cara, como Enriqueta se lo tenía predicho, a la de un guerrero de las Cruzadas que ella había visto en una estampa, y considerado siempre como el tipo de la belleza varonil.
Si al tener veinte años y un bigote negro, suave y bien desmayado, se parecía César al guerrero de la estampa; si al cumplir Enriqueta los diez y siete era tan hermosa como su primo se lo había prometido, no quiero decirlo yo por si me equivoco así por carta de más como por carta de menos; pero es lo cierto que ninguno de los dos daba señales de haber perdido con los nuevos atributos las ilusiones, según que se comprendían y se adivinaban sin necesidad de hablarse ni de verse; hasta el punto de que la una desde su habitación distinguía, entre todos los ruidos del escritorio, los pasos que en él daba el otro; a la vez que éste percibía claros y distintos, desde abajo, los menores movimientos de su prima: el roce de su vestido contra una puerta, o el leve rumor de sus menudos pies al hollar la alfombra de su gabinete.
Una vez hablaban los dos de estos fenómenos, mientras Enriqueta, libre por entonces de la presencia de su madre, hacía labor de punto al calor de la chimenea en una de las largas noches de invierno.
-Y ¿por qué será eso? -preguntaba ella entre rubor y curiosidad.
-Pues ahí verás tú, -respondió él, por no meterse en mayores honduras; con lo cual ni la una ni el otro quedaron muy satisfechos.
Pasaron algunos instantes de silencio, y volvió a preguntar Enriqueta:
-Y ¿siempre vivirás tú con nosotros?
A lo cual contestó César, casi haciendo pucheros:
-Y ¿adónde quieres que vaya yo, pobre huérfano, sin otro amparo que tu padre, ni más porvenir que su casa?
-Qué sé yo… -dijo la joven algo aturdida al observar la emoción de su primo.
-¿Y tú? -preguntó a su vez éste.
-¡Oh, yo siempre aquí!-exclamó Enriqueta sin titubear.
-¿Lo crees así? -repuso César como asaltado de algún recelo.
-Y ¿por qué no he de creerlo? -dijo aquélla con mucha gravedad-. ¿No me quiere papá con entusiasmo? ¿No dice mamá que no tiene otro pensamiento que mi porvenir?
-Pues por eso mismo que dice tu mamá…
-¿Sabes tú, Enriqueta, a qué llaman las madres «porvenir» de sus hijas?
-Y ¿quieres que yo te lo diga?
-Pues se llama porvenir de una hija a…
Y aquí le faltó la voz al pobre chico, que jamás se había visto en trance tan apurado. Su corazón hasta entonces no había hecho más que sentir, y en aquel momento comenzaba a hablar; y lo que su corazón le decía le daba miedo, a la vez que le embriagaba.
-Vamos, hombre -exclamó Enriqueta impaciente-; ¿qué porvenir es ese?
-Ese porvenir es… es -respondió al cabo el atortolado mozo, cerrando los ojos de miedo y de vergüenza-, un matrimonio… ventajoso.
Calló César, bajó Enriqueta los ojos, paráronse las agujas entre sus manos, y quedó sumida en profunda meditación. Quizá también por primera vez le asaltaba a ella el temor de un riesgo en que jamás había pensado.
-Y ¿qué es un matrimonio ventajoso? -se atrevió a preguntar todavía, a poco rato.
-Matrimonio ventajoso -contestóle César, -es el que se contrae con un hombre muy rico…
-¿Aunque no sea joven ni bello?
-Aunque no sea bello ni joven.
-No puede ser eso, -exclamó la joven con admirable ingenuidad.
-No puede ser -repitió el primito con un poco de amargura-, y, sin embargo, se ve muy a menudo.
-Pues, por esta vez, no lo verás, César, -concluyó con aire resuelto la inexperta chica.
-¡Que Dios te oiga… Y te lo pague!…
-¿Por qué te alegra tanto mi resolución?
-Porque ahora he caído en que -y esto lo dijo dando diente con diente-, si yo te viera casada… con otro, me moriría.
A la cual protesta correspondió la joven lanzando a su primo una mirada elocuentísima, y diciéndole al mismo tiempo:
-Pues mira, César, si quieres que yo viva, no nos dejes nunca.
En aquel instante entró en escena doña Sabina, cuyos ojos de basilisco supieron leer toda una historia en la emoción reflejada en los candorosos semblantes de los dos jóvenes; emoción que llegó a su colmo y hasta rayó en espanto, cuando les acometió el recelo de que aquella dulcísima señora podía haberles descubierto su secreto.
¡Como si no le hubiera descubierto mucho antes que ellos mismos!