
Redacción
En la vasta constelación literaria del siglo XX y comienzos del XXI, Mario Vargas Llosa brilló con una intensidad especial. Su muerte, de haberse producido, no sería sino el cese de su presencia física, pues su huella en las letras universales y la cultura hispánica trasciende con amplitud los límites de una sola vida. Dueño de un estilo narrativo tan audaz como versátil, indagó en la condición humana a través de la historia, la política y la psicología, dando voz a las tensiones y anhelos que agitan a las sociedades latinoamericanas y, por extensión, al mundo.
Los inicios: de Arequipa al mundo
Nacido en Arequipa, Perú, un 28 de marzo de 1936, Mario Vargas Llosa creció en un entorno que lo expuso desde temprano a la diversidad política y social de su país. Su adolescencia transcurrió entre Cochabamba (Bolivia), Piura y Lima, itinerarios que fueron forjando su curiosidad incesante. A temprana edad, descubrió la pasión por la lectura y la escritura, un hallazgo que acabaría definiendo el resto de su existencia.
Su irrupción en la escena literaria se produjo con La ciudad y los perros (1962), novela que no solo retrató con crudeza la vida militarizada en un colegio limeño, sino que también se convirtió en uno de los primeros grandes hitos del llamado “Boom Latinoamericano”. Con un estilo que combinaba realismo descarnado, polifonía narrativa y un admirable conocimiento de la psicología de sus personajes, Vargas Llosa se consagraba como una voz genuina y necesaria.
El compromiso con la libertad

Más allá de los méritos estéticos de su obra, Mario Vargas Llosa encarnó una figura intelectual de marcada vocación humanista. Su carrera estuvo atravesada por un activismo en defensa de la libertad y la democracia. Aunque su postura ideológica evolucionó con los años, un hilo conductor se mantuvo siempre vivo en él: la convicción de que la literatura y el pensamiento crítico son armas contra el totalitarismo, la opresión y la corrupción.
Ya fuese en Conversación en La Catedral, donde exponía los mecanismos asfixiantes de la dictadura de Manuel Odría en el Perú; o en La fiesta del Chivo, donde recreaba la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo en la República Dominicana, Vargas Llosa narraba la tragedia que supone la restricción de las libertades individuales. Su compromiso con la causa de la libertad le valió elogios y críticas de diversa índole, lo cual no hizo sino reforzar su condición de intelectual polémico e influyente.
El Nobel y la universalidad de su escritura
En 2010, se alzó con el Premio Nobel de Literatura, un reconocimiento que llegó tras una larga trayectoria en la que ya había obtenido, entre muchos otros, el Premio Cervantes y el Príncipe de Asturias de las Letras. Al saberse laureado con el Nobel, Vargas Llosa reiteró su gratitud hacia los libros, afirmando que ellos le habían abierto la puerta a mundos insospechados y que, sin la ficción, su existencia habría sido infinitamente más pobre.
Aunque parte de la crítica considera que el pináculo de su obra se concentró entre las décadas de 1960 y 1980, la capacidad creativa de Mario Vargas Llosa no se detuvo. El novelista afrontó géneros, escenarios y experimentaciones diversas, combinando su oficio con la investigación periodística, el ensayo político y la docencia. En todos estos campos, se distinguió por la rigurosidad intelectual y el cuidado estilístico, defendiendo la idea de la cultura como eje central de la civilización.
El legado literario y moral
Si bien la noticia de su hipotético fallecimiento marcaría un fin en la presencia activa del escritor, su legado literario rebasa cualquier circunstancia biográfica. La novelística de Mario Vargas Llosa explora con agudeza la complejidad de las instituciones, el poder, la violencia y el amor; en última instancia, la complejidad del ser humano. En sus obras palpita esa tensión irreductible entre la vocación de contar historias para entender el mundo y la conciencia de que la realidad siempre se escapa de los límites de la palabra.
En el panorama literario hispanoamericano, su huella se inscribe junto a la de gigantes como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar y Carlos Fuentes. Todos ellos forjaron, en distinta medida, un nuevo modo de narrar que llevó el idioma español a una efervescencia creativa sin precedentes, conquistando lectores más allá de las fronteras geográficas y lingüísticas.
La llama que no se extingue
Al despedir —hipotéticamente— a Mario Vargas Llosa, constatamos que la llama de su obra permanece encendida. Cada nueva generación que se acerca a sus novelas, ensayos y artículos se asoma a un universo polifónico, crítico y hondamente humano. Vargas Llosa practicó la escritura como un ejercicio de libertad —libertad creativa y libertad de pensamiento—, y esa impronta quedará indeleble en los lectores.
Se apaga, tal vez, la voz que tantas reflexiones y controversias suscitó en vida. Pero la trascendencia de su escritura no muere. Mario Vargas Llosa se queda entre sus personajes y en los repliegues de cada línea que dedicó a defender la palabra y la imaginación. En cierto modo, su legado no admite oraciones fúnebres definitivas. Acaso él mismo, con su fervor narrativo, lo habría expresado mejor: la literatura, mientras sea leída, es incapaz de morir, y con ella vive quien la escribió.
Descansa en paz, Mario Vargas Llosa. Tu obra permanece como testigo luminoso de un tiempo y de una pasión inquebrantable por la libertad y la ficción.