Galdós político: El conflicto hispano-alemán

Madrid. septiembre 4 de 1884

B.P.G

I

La noticia de haber sido ocupadas por los alemanes nuestras islas Carolinas, ha quitado interés a todos los demás sucesos actuales. No podre fácilmente hacer comprender a mis lectores la sensación que este acto ha producido en todos los ánimos y el furor patriótico que entre nosotros ha despertado la usurpación anunciada. Hace mucho, muchísimos años que no se ha visto en España unanimidad tan grande y consoladora. Borradas como por encanto las diferencias de partido, creeríase que todos sus odios se han aplacado y que entramos en el periodo de reconciliación total con que suenan los optimistas. Las expresiones del sentimiento patrio,

que, en España, para honra de nuestra raza, son siempre muy vivas, han tenido en el caso presente extraordinaria resonancia.

Algunos creen que se ha ido más allá del punto que la prudencia, la discreción y la conveniencia misma aconsejan. Pero, ante todo, daré a mis lectores una idea de las Carolinas. Conozcamos el hueso antes de conocer los términos de la pelea que por él se entabla. Este archipiélago, que de niños nos señalaron siempre como español los manuales de geografía, nos es disputado por la poderosa Alemania. Tan desgraciado abuso de poder despierta las antipatías de toda Europa hacia el canciller. Veremos por quien quedan al fin las Carolinas. Por más que se diga que carecen de importancia mercantil, algo deben de valer cuando los alemanes ansían poseerlas. Si pasáis la vista por un buen mapa de Oceanía (los mejores son precisamente los alemanes) veréis un extensísimo e irregular grupo de islas situadas entre los paralelos 30 S. y 12o N., los meridianos 137 y 185 E. de San Fernando.

El efecto que causa este archipiélago sobre el mapa es el de una polvareda, un montoncillo de arenillas diseminadas; tan pequeñas son las islas y tan grande su número, que se eleva a seiscientas. Divídanse en tres subgrupos: Oriental, Central y Occidental, y cada uno de estos exige después nuevas divisiones para facilitar el conocimiento geográfico.

Casi todas las islas son muy pequeñas, no excediendo el suelo en muchas de ellas de veinte pies sobre el nivel del mar. Este las inunda a veces en los grandes huracanes propios de aquella zona. Los habitantes de las que los tienen son pacíficos y miserables. Mantienen se de la pesca de los productos de algunas clases de palmeras. El comercio es escaso. Algunos buques europeos tocan allí para cargar aceite de coco.

En las islas del grupo Central hay algunas misiones españolas y dos o tres casas de comercio alemanas e inglesas. En ellas la población es algo más numerosa, aunque su estado no es menos precario. El mejor puerto de todo el archipiélago es el de Yap, en las Carolinas occidentales. No recuerdo bien si es en esta isla o en otra cercana donde hay tres o cuatro reyezuelos que están siempre en guerra unos con otros y que diferentes veces han acudido a la autoridad española de Filipinas para que dirima sus discordias.

Desde 1870, época crítica y gloriosa en la historia de Alemania, datan los apetitos coloniales de esta nación. Los considerables progresos de su industria, el excedente grande de su población, que crece y se multiplica cual ninguna, motivos principales son de ese anhelo de buscar territorios lejanos en que establecerse. Alemania da el principal contingente a la inmigración norteamericana. ¿Por qué no tener colonias teniendo un sobrante considerable de población y no escasa iniciativa comercial? Hostigada por esta idea, Alemania se ha lanzado a los mares.

No se contenta con tener fuerza territorial y la quiere también marítima. Ha principiado por crear una potente marina de guerra, de cuyas condiciones nos ocuparemos más adelante, y ha enviado geógrafos y exploradores a todos los mares y a los más lejanos continentes en busca de colonias. La verdad es que hasta ahora el resultado no ha sido muy favorable a los planes del gran canciller. No están las colonias tan a la mano, ni es esto cosa que se improvisa.

El famoso Congreso de Berlín no ha sido, según alcanzamos hoy a comprender, más que un medio de establecer jurisprudencias muy extrañas sobre ocupación colonial, mediante las cuales Alemania, cansada de dar vueltas de un mar a otro sin encontrar las deseadas colonias, cae en la cuenta de que no tiene más remedio que apropiarse las ajenas. Bismarck ha visto, como todo el mundo, que de las grandes potencias hay tres, Austria, Rusia e Italia, que no tienen colonias. En cambio entre las potencias de segundo orden, Holanda y Portugal, poseen abundantemente lo que a Alemania le hace tanta falta. ¿Por qué no despojar a Portugal y a Holanda? Ya se intentó quitar a la segunda la isla de Curasao; pero no se llevó adelante el despojo ante la resistencia enérgica del Gobierno de Guillermo de Orange.

Portugal fue menos afortunada, y su poder e influencia en África han ido desapareciendo desde el famoso Congreso de Berlín, que es, bien claro se ve ahora, una legislación previa de los despojos y

asaltos de colonias que estamos presenciando. Hasta hoy las adquisiciones más importantes de Alemania han sido las de Angra Pequeña y Camarones en la costa occidental de África. Hace poco, los barcos alemanes se han apoderado de una gran extensión de costa perteneciente al Sultán de Zanzíbar. No se habían de limitar a tan poca cosa las conquistas de la despreocupada Germania.

Ya puso Bismarck su atención en el archipiélago de Jolo, que costo algún trabajo arrancársele; también quiso que le cediéramos Fernando Poo, y si ha de creerse todo lo que se dice, el bello ideal de Alemania es poseer nuestras islas Filipinas, la más preciada joya de la Oceanía. Desde luego podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, que Filipinas no será nunca alemana. Hasta ahí podían llegar las bromas… Ni por la astucia, ni por la sorpresa, ni por la diplomacia, ni menos por la fuerza, conseguiría el Imperio poner su bandera en aquella hermosísima zona. Sobre este particular no abrigamos duda alguna los españoles. Entre tanto, nos preparamos a defender de la rapacidad teutónica otras joyas de menos valía. ¿Creéis que Alemania ambiciona las Carolinas por lo que ellas valen? No: valen muy poco; pero su situación es de gran importancia para un enemigo nuestro que tenga puestas sus miras en el archipiélago filipino.

Con las Carolinas adquirirían los alemanes admirable punto estratégico para ponerlos paralelos a nuestra rica provincia oceánica. No y mil veces no. Las Carolinas han sido siempre nuestras y seguirán siéndolo mientras nos quede un aliento con que proclamar nuestro derecho. Así lo ha comprendido el pueblo español con admirable instinto, y su agitación de estos días es un hermoso espectáculo que nos consuela de muchas desventuras. La unanimidad con que se ha movido la opinión, los clamores generosos, exaltados, que han retumbado por toda la Península, en medio de los oyes de dolor de las poblaciones epidemiadas, han demostrado cuan vivamente persisten en nuestra raza los sentimientos de dignidad nacional, virtud inapreciable que suple deficiencias de otra naturaleza.

Ya debe haber comprendido Bismarck que las Carolinas no serán suyas por virtud de una aquiescencia tacita delos españoles, ni por debilidad nuestra o indiferencia. Creyó, sin duda, que nuestras desgracias nos habían abatido hasta. El punto de adormecer en nosotros la conciencia de la integridad del suelo y del honor de nuestra bandera; pero se ha equivocado. Solo por la fuerza se nos arrancaran las islas Carolinas, y aun esto está por ver, pues es forzoso reconocer que tenemos más poder del que nosotros mismos creemos y que no es nuestra debilidad tan grande como nosotros mismos nos complacemos en declarar.

El entusiasmo de estos días, la efervescencia de Madrid y las provincias, prueban a las claras que, llevada la cuestión al terreno de la fuerza, no había de dar nuestra debilidad al mundo un espectáculo risible.

II

Si acerca de la fuerza militar terrestre del Imperio alemán no caben dudas de ninguna especie, no puede decirse lo mismo respecto a su poder naval. Una marina de guerra no se improvisa. Si el dinero es, según la frase de Federico el Grande, elemento principal para hacer la guerra con éxito, en lo que corresponde a la milicia de los mares, ni con el dinero, ni con las poderosas naves se adelanta gran cosa. Alemania, ¿dónde el cultivo de las ciencias esta tan adelantado, podrá haber creado un plantel brillante de oficiales de marina; pero los marineros ¿dónde están? He aquí la gran cuestión. Alemania no tiene marineros; carece de ese soldado raso de los mares sin el cual de nada valen las grandes naves ni las poderosas máquinas de destrucción. Lo primero que tiene que hacer un buque es navegar.

Si, Alemania no tiene marineros, porque no tiene costas, y decimos que no tiene costas porque la desembocadura del Elba y el desamparado Báltico son poca cosa en relación de la dilatada superficie interior del Imperio. Así es tan difícil a la marina de aquel país el dotar a sus buques de personal subalterno. Durante la desigual guerra del Slewig-Holstein, entre la poderosa Prusia y la débil Dinamarca, esta sostuvo un riguroso y eficaz bloqueo en las costas del Báltico. Porque Dinamarca es nación de grandes navegantes y descubridores, y su marina militar, pequeña y pobre, tenía sobre los prusianos la ventaja de la pericia, la práctica y el hábito. Y sorprende mucho que en la mente del canciller se arraigue la obstinada idea de que puede ser nación colonial la que no es de antemano nación marinera. ¿Porque no tiene colonias Austria, ni Italia, ni Alemania, y las tienen Inglaterra, España, Holanda y Portugal? Esa respuesta la dará la historia de las empresas navales del mundo y de la geografía práctica, ilustrada por los Magallanes, los Balboas, los Gama, los Bartolomé Díaz, Legas pi, los Cook, los Drake, los Vanconbers, los Elcano y otros insignes navegantes.

Y Alemania, sin haber tomado el gusto al agua salada en ningún tiempo de su historia, quiere tener colonias. ¡Qué error más craso y que desengaños tan grandes ha de traer consigo! Alemania no tendrá colonias ni aun robándolas, que es cuánto hay que decir en apoyo de nuestra tesis. Las colonias no se improvisan, como no se improvisan los hábitos de la mar.

Una cosa es romper por la frontera del Rhin con ejércitos inmensos, millares de cañones y hábiles, planes estratégicos estudiados previamente sobre las cartas geográficas, y otra cosa es lanzarse al inseguro campo de los mares en barcos más o menos sólidos, contando siempre con la cooperación eficaz, o desventajosa de los elementos.

III

Enfrente de esta nación, extraordinariamente fuerte, en agua dulce, nos encontramos nosotros con una Marina anticuada y escasa con poco dinero, con las mil dificultades que nos ofrecen las repetidas calamidades de estos últimos tiempos, con las costas imperfectamente artilladas. Pero en cambio ya daría algo Alemania por poseer nuestro plantel de marinos. Esta dilatada costa ibérica los cría con pasmosa abundancia, y es tal su número, que no teniendo todos ocupación en la marina mercante española, van a enrolarse en las banderas extranjeras. Fuera de aquí les aprecian en lo que valen. Vizcaya y la Montana, Asturias y Galicia, Cádiz y Cartagena, Cataluña y Mallorca son madres fecundísimas de los más hábiles, los más sufridos, los más bravos, los más prácticos marinos que cruzan el Océano, dicho sea esto sin jactancia y sin quitar a otros su mérito. La Marina mercante es la base de la militar. Sin marineros excelentes de nada valen esas moles de hierro que llaman acorazados, y cuya utilidad no se probado todavía. Sin marineros, la sabiduría de unos cuantos oficiales muy fuertes en matemáticas no vale para nada.

Y no es esto decir que temamos la comparación de la oficialidad de nuestra Armada con la de otros países. En este punto estamos bien. ¿Qué nos falta, pues? Material de guerra nada más. Si los Gobiernos que se han sucedido en el Poder en los últimos diez años hubieran previsto este caso, distribuyendo de un modo conveniente el crecido presupuesto de Marina, no nos veríamos hoy en el caso de que una potencia que hasta hace poco se tenía por muy amiga nuestra, pusiera la mano en posesiones españolas. Ya no es tiempo de recriminar a nadie ni de volver la vista a los errores pasados; cúmplenos hoy atender al mal presente y ponerle remedio, dentro de los límites de lo posible. Desde luego tenemos la satisfacción de poder afirmar que para una campana marítima en la Polinesia no carecemos de elementos. Los buques españoles que navegan hoy en la Oceanía son suficientes para defender nuestra bandera de cualquier agresión. Tenemos además una admirable base de operaciones en Manila y su puerto y arsenal, inabordables para naves de gran calado. Los mares de la Micronesia no son a propósito para que maniobren en ellos los acorazados; de modo que nada tienen que hacer allá los navíos alemanes de mucho puntal. Nuestros cruceros, mandados por oficiales peritísimos y valientes y tripulados por la marinería malaya, que en aquellas regiones no tiene sustitución posible, pueden a todas luces dejar bien puesto el pabellón español.

En la contingencia de una campana marítima en Europa hay que tener en cuenta multitud de factores para determinar si nuestra debilidad es tanta como aparentan creer los alemanes, o si poseemos alguna fuerza digna de respeto.

IV

Desde luego puedo asegurar que la opinión de Europa nos es favorable. Salvo contadas excepciones, los diarios europeos más autorizados nos dan la razón. Algunos califican de pirático el acto de Bismarck, y aun los que ponen en duda nuestro derecho, no pueden negar la antipatía que inspira el canciller escogiendo, para herirnos, el momento en que una terrible epidemia hace estragos en nuestro suelo.

La conducta de los alemanes ha sido en este caso, por lo menos, poco noble. Calificativos muy duros se han aplicado a este proceder. Es como abofetear a un enfermo o ultrajar a un moribundo. Nuestro Gobierno-justo es declararlo—formulo las primeras protestas con energía. De Berlín vinieron contestaciones ingeniosas, equivocas, envueltas en protestas de amistad. Primero se dijo que abandonarían las Carolinas; pero no por reconocer nuestro derecho, sino en virtud de un rasgo generoso y como por lastima de nosotros.

Después, el lenguaje de la Cancillería alemana cambio de tono. Cada vez son más oscuros y nebulosos los argumentos con que la Cancillería de Berlín trata cuestión tan clara. Lo único que vemos en todo este cambio de notas es que Bismarck quiere ganar tiempo, entretener y dilatar el litigio hasta que los barcos alemanes, destacados de la escuadra de Nueva Guinea, lleguen a los mares de la Polinesia. Pero es el caso que, nosotros también esperamos con ansia noticias de la llegada de nuestros buques a Yap, el más importante puerto del archipiélago carolino. Desconocemos lo que pasará o habrá pasado en esa región antípoda, donde hoy se resuelve quizá el problema de nuestro dominio en la Oceanía. ¿Se habrán encontrado nuestros buques con los alemanes? ¿Y estos, habrán izado la bandera de su país en alguna de las seiscientas islas? Mientras no lleguen noticias de allá, nada puede decirse que no sea aventurado y novelesco.

El pueblo, con su admirable instinto, ha visto desde luego en el cambio de notas diplomáticas un habilidoso plan de Bismarck para enredar el asunto, dilatarlo y llevarlo por senderos favorables a los intereses alemanes. Por eso las manifestaciones han sido harto exaltadas, traspasando en algunas localidades los límites de la prudencia, como si hubiéramos concluido la época de las negociaciones y llevado el litigio al terreno de la guerra.

Han ocurrido incidentes que no deben pasarse en silencio si se ha de dar cuenta exacta del estado de la cuestión. A raíz de la manifestación anti-germánica celebrada en Madrid, la más unánime, la más entusiasta y la más ordenada de las que en toda España se han celebrado, un alto funcionario militar, el general Salamanca, devolvió al príncipe imperial de Alemania la cruz del Águila Roja, que de él había recibido, con motivo de su viaje a España en noviembre de 1883. La devolución iba consignada en una carta que la Prensa alemana califica de impertinente; pero que en las clases militares de nuestro país fue recibida con entusiasmo. Otro incidente notable es que habiendo tomado parte en la manifestación de Madrid bastantes oficiales y habiéndose marcado cierta agitación en el Centro Militar, de que es presidente el mismo general Salamanca, que devolvió la cruz, surgieron desavenencias poco agradables entre el ministro de la Guerra y dicho general.

Hablóse de que el Gobierno cerraba aquel circulo temeroso de que algunas imprudencias cometidas en el agriaran la cuestión, entorpeciendo las negociaciones. Pero al fin no se ha cerrado el Centro Militar. Díjose también que se iban a prohibir las manifestaciones en provincias: pero el Gobierno, después de mucho vacilar, las ha permitido, recomendando prudencia y disponiéndose a reprimir todo acto que implicara agresión o insulto a la bandera alemana. La verdad es que, en las entusiastas manifestaciones del calor patriótico, el pueblo no ha rebasado los límites de la prudencia. Los excesos han sido pocos, y en general ha reinado un orden perfecto y cierto respeto a la nacionalidad que aún no se ha declarado abiertamente nuestra enemiga. Poblaciones asoladas por el cólera, han olvidado por un momento sus inmensas desgracias para lanzar un grito en pro de la patria amenazada.

Bismarck creía habérselas con un pueblo de enfermos y ha visto con no poca turbación y sorpresa que el enfermo se incorpora en su lecho y manifiesta con viril lenguaje que no está dispuesto a dejarse arrebatar la sabana con que se cubre. .Que sucederá después? ¿Habrá un arreglo como creen algunos, o se precipitaran sucesos graves, cuya transcendencia no es posible apreciar ahora?

.No pasara adelante la cuestión, o esto que vemos es el prólogo de una temerosa tragedia de lances sangrientos e incierto desenlace? Difícil es el arreglo como Alemania no renuncie en absoluto a la posesión o protectorado de las islas Carolinas. Se ha dicho que por mediación personal del anciano emperador Guillermo, Alemania nos devolvería las islas, pero sin reconocer nuestra soberanía en ellas, de modo que la cuestión quedaría siempre en pie y sería un semillero de conflictos.

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